Faraón, rey de Egipto


Nunca una exposición fue más acorde con el lugar donde se muestra. Esta selección de esculturas —sobre todo—, orfebrería, herramientas y objetos cotidianos del antiguo Egipto, préstamo del British Museum, se nos ofrece en un espacio faraónico: la Ciudad de la Cultura, a las afueras de Santiago de Compostela. Ya quisieran para sí aquellos gobernantes nilóticos mausoleo semejante. Pues eso parece este coloso arquitectónico encargado por la Xunta de Galicia, diseñado por el estudio del arquitecto Peter Eisenman y pagado por todos los gallegos, sine die. Esta obra no se amortiza. Menos cuando se ha levantado el continente sin haber reparado en el contenido; o cuando se hace es por pasar el trámite, tratando de justificar semejante desembolso con acontecimientos menores, trufados con alguno más mediático. No se trata de entender aquellos espacios dedicados a la cultura como proyectos empresariales, donde prime el beneficio por encima de cualquier consideración. Ni de buscar la amortización absoluta de los proyectos promovidos por las instituciones en favor de aquella. La cultura ha de ser un bien en sí misma, ofrecido, desarrollado y amparado desde la administración en colaboración con otras entidades públicas y privadas, cuyo fin ayude a construir una sociedad más justa, tolerante y rica en valores; más libre, en definitiva. Considero cada euro dedicado al desarrollo cultural de los ciudadanos bien invertido. Incluso cuando, desde los sectores más reaccionarios de la sociedad, se alzan voces que tratan de cuestionar las ayudas, el amparo, o el soporte a un sector frágil, azaroso y tan necesario como el artístico y cultural. En el caso de la Ciudad de la Cultura es el gobierno quien promueve, y no precisamente en favor de los artistas. Más parece que las beneficiadas hayan sido las empresas contratistas. Al menos tienen en común el sufijo.



Sorprende sobremanera llegar a este lugar un domingo de mediados de julio, con tiempo excelente, a una semana se las celebraciones del día de Santiago, cuando las peregrinaciones a la ciudad se retoman tras el año de parón obligado por la pandemia y encontrar el recinto … vacío. Salvo tres o cuatro lunáticos que habíamos tenido la misma idea, apenas había cien personas (contando el abultado personal de seguridad, limpieza y conserjería. Insisto, el espacio es muy grande) en todo el recinto. Pero, tal vez no hubiésemos ido el día adecuado. Quizás la jornada anterior hubiera sido mejor, cuando afiliados, simpatizantes, familiares y amigos de Alberto Núñez Feijó, actual presidente de la Xunta de Galicia, ponía su cargo a disposición del partido para salir de nuevo catapultado hacia los altos techos, con un abultado 98,5% de los compromisarios. En presencia, además, del presidente nacional saliente y el candidato entrante: Mariano Rajoy y Pablo Casado. Por nuestra parte, tan solo encontramos los restos de la fiesta aún por recoger: la tarima de autoridades y el pasillo de acceso a esta, el breve (mas largo en dedicación, compromiso y disciplina) corredor enmoquetado de azul partido; cables adheridos al suelo, megafonía en los soportes; publicidad esparcida, y, por supuesto las banderas. Según ascendíamos la escalinata mecánica de acceso hacia la exposición faraónica, más evidente se hacía que nuestros antecesores habían salido huyendo hacia el pazo donde habrían de servirles el convite de celebración. Todo muy real. Invitaba la Xunta, pagaba Feijó. Es un decir. Lo cierto como el día es que allí quedaron sus restos, como en cualquier botellón al uso, banderas incluidas. 
Botellón político



Es justo decir que el recinto me gusta. Al faraón lo que es del faraón. Ese conjunto arquitectónico —tres grandes edificios, faltan dos por construir — en forma de Concha de Peregrino, con cinco corredores atravesándolo para converger en un mirador desde donde puede verse la ciudad medieval, es magnífico. Los edificios conforman ondas que semejan las colinas circundantes, del verde de los campos emerge una ciudad fastuosa en tonos graníticos que compiten en presencia y rotundidad con la misma Santiago. Los grandes espacios abiertos entre los edificios, al abrigo de ellos, permiten la celebración de eventos multitudinarios donde la gente puede disponerse en gradas formadas por las paredes de estos. Bellos jardines interiores, estanques, agua, praderías y un amplio mirador a la ciudad antigua, dialogan con ella y ejercen de contrapunto. Es una pena que todo ese derroche de creatividad y arquitectura vanguardista se olvide de lo esencial, el contenido. Además de las papeleras, prácticamente inexistentes en todo el recinto. Tampoco el arbolado, raquítico y joven en unas explanadas tan necesitadas de sombra y frescor. Más aún las enormes construcciones dedicadas a ... nada —útil o inútil—. Dado que el Camino pasa próximo a la entrada a Santiago, al menos podría ofrecérseles a los peregrinos un merecido fin de fiesta en unas instalaciones regias.



La exposición es soberbia: pocos objetos, bien elegidos, y de factura impecable: esculturas vívidas de animales, funcionarios reales de alto rango, escribanos ... presente incluso el emperador Alejandro Magno con su nariz tan rota como el resto (existe la teoría de que al mutilar las figuras estas dejarían de respirar, perdiendo así el poder que su representación les otorgaba). Allí está el mismo Alejandro que figuraba en nuestros libros escolares; sobrecoge pensar que estamos ante una figura esculpida hace 2300 años, donde el detalle de su mirada vacía, el gesto de sus pómulos, el frunce de los labios o la ensortijada maraña de sus cabellos devuelven una imagen fiel de quien fue tan poderoso. La escultura procede del templo de Afrodita, en Libia, y lo muestra delicado y frágil, casi enfermizo; parece más interesado por el desarrollo de su intelecto que de la guerra y la conquista que lo hicieron célebre e inmortal. Nadie más adecuado para dar idea de la relatividad del tiempo: lo que Alejandro ambicionó, lo que logró, no cabría en miles de recintos como el que visitamos hoy, sin embargo la pequeña vitrina que contiene su busto no es mayor que una nevera de playa ... sic transit gloria mundi. 



Objetos cotidianos —sellos, anillos, pendientes, colgantes, envases ...— de una (alta) sociedad rica y opulenta. En un estado de conservación que parece hubiesen sido hallados ayer. Arcos, fragmentos de frisos policromados, armas —tan bellas como letales de un general del ejército—, alta tecnología de la guerra de entonces, revelan que la riqueza no se obtiene sin sufrimiento. Los reinos que se sucedieron en las márgenes del río Nilo estuvieron a lo largo de toda su historia en permanente conflicto, tanto para defender como para extender sus fronteras. Da testimonio una misiva escrita en piedra —ilegible a ojos profanos— donde un rey babilonio se queja de los regalos recibidos frente a la calidad de los enviados por él a su homólogo egipcio. Las alianzas e intercambio eran habituales, no todo se lograba por la fuerza. 

Carta de protesta


En fin. Figuras de monos, buitres antropomorfos, educadores de los infantes de la corte, escribas, deidades o altos funcionarios que pretendieron dejar constancia de su paso por esta vida, camino hacia la otra en la que creían profundamente. Véase si no la fotografía de la cámara mortuoria de Tutankhamon, tal como la encontró Howard Carter hace ahora un siglo. No hay mayor evidencia de lo efímero del tiempo que nuestro deseo desmedido por detenerlo o perpetuarlo. En cuyo caso poco importa ser rey o mendigo. 


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