La trinchera infinita, por Aitor Arregui, Jon Garaño y Jose Mari Goneaga

Yo quería escribir un relato de terror. Nunca había escrito uno. Pensé en un hombre que huye tras una escaramuza militar, se esconde, lo buscan, está solo; se interna entre unos matorrales haciéndose hueco con el propio cuerpo, como un animal en el bosque.Tirita, tiene hambre, sed; pasan las horas, escucha ladridos a lo lejos, siente pánico. Después de un tiempo oye pisadas próximas, sigilosas; el hocico excitado, húmedo de los perros, percibe el olor de su pelo mojado. Se orina encima. Gime. Escucha voces en lengua extraña y piensa que, si tuviera el valor y las manos no le temblaran tanto, se habría disparado ya.

Enseguida caí en la cuenta de que el relato no iba a ninguna parte. El horror que buscaba estaba más cerca. Había convivido entre nosotros durante largos años, pero nunca nos lo habían contado como es debido.

Estar de madrugada en la cama, junto a tu mujer, sintiendo al lado su cuerpo tibio, su respiración sosegada; cuando de pronto golpean tu puerta, te buscan. Es tu vecino quien te acusa a los matones, su mujer quien os señala y hace reproches desairados. Huyes sin zapatos, con un beso urgente -¿definitivo?- por la tapia trasera de la casa. Corres entre las calles hasta sentir el pecho reventar, para ser cazado a la vuelta de una esquina.

Subir a un camión. Hay muchos como tú. “A dar un paseo” os dicen. Algunos se desmoronan, comprenden de pronto. Suplican clemencia. Lloran. Tienes la certeza de estar a unos minutos de la tapia del cementerio; ¿Cómo se aprende a dejar de ser?. Tratas de pensar con rapidez, con frialdad. Buscas el momento y, saltas. Corres con desesperación, sientes la muerte detrás, las balas buscándote el cuerpo en las esquinas. Trozos de yeso que impactan en la cara.

Pavor. Apenas has podido darle un beso. “No pasará nada, yo no he hecho nada”, eso ha dicho. Y con eso te quedas. Si ya le decías tú: “tantas reuniones. Son ellos los que tienen la sartén por el mango”. Al menos le has colgado una medalla al cuello, para que le proteja, y si te lo matan, reconocerlo.

Salir al campo y buscar las cuevas de los bichos. Un pozo abandonado, bajo unos arbustos. Aquellos lugares de sobra conocidos. Quienes te buscan, los conocen también. Matan a tus amigos frente a tí: con el agua por la cintura su sangre salpica tu cara, se mezcla con la tuya; flotan ahora sin vida cuando hace un minuto hablaban; quieres gritar y la voz no te llega a la boca.

Humillar. El vecino se lleva las cortinas. Las arranca, brutal. Es como si te arrancara la ropa, “¡y la puerta, abierta!”, espeta. “¡Dame las cortinas, las cortinas son mías!”. Aún no sabes.

Volver a casa. Extenuado, roto. ¡Adónde vas a ir si tu mujer quedó atrás!. Te metes en un hueco, bajo la escalera, donde apenas cabe un cuerpo. Como una cucaracha. Ver la vida desde ahí, con miedo, un día. Todos los días. ¿Hasta cuándo?

Olor animal. ¡Ha vuelto Dios mío. Que no me lo han matado! ¡Y ahora qué! ¿Cómo se vive ahora?: sexo urgente, desesperado, animal...Después, quién sabe.

Aprender a morir. En tu hueco. Inventar rutinas para no enloquecer. Observar la vida a ras de suelo. La tuya, la de la mujer.

Mirar. Estar condenado a ver sin decir, sin opinar. Aprobar: no existes; ahora eres como ella cuando eras tú.

Depender: comida, ropa, quehacer, medicamento, compañía, sexo...mal sexo.

Buscar: "Te buscan con saña, te acusan de cosas horribles, ¡dime que no las has hecho!. Me han pegado, rapado, humillado, insultado; han dicho que te diga, pero yo no les he dicho. Y me han pegado más".

Cólera. ¡Pero si ni un arma tienes, y además, te falta valor! Ella te calma, te sosiega, te da amor: ¿de que os serviría hacerte matar?.

Rumiar sus anhelos: una vida, otro lugar, un hijo...No, no, no, no puede ser, está loca. En estas condiciones. ¡Que se olvide!.

Pensar tú en todo, y la vida se pasa Rosa. ¿Si es por él? ¡Ahí dentro todo es más fácil! Pero es querer. Sería una ilusión, una razón para existir: y la vida se pasa, Rosa.

Negociar. Ser más mujer para ser más hombre. Vestir su ropa, aprender su oficio. Esperar hasta que el chico crezca. Ser violento intentando ser tierno. Desmoronarse, pero sólo por dentro. Respuestas viejas, preguntas nuevas.

Envejecer. ¡Y en poco tiempo! Ha echado barriga, el pelo se ha vuelto cano y los pómulos se han descolgado. Está huraño, obsesivo. Lo peor es la mezquindad: dudar si el hijo es suyo. No puede ser más rastrero: ¿se estará convirtiendo en una cucaracha?.

Sentir la cobardía arrollada al estómago como una serpiente que lo oprime. La parálisis que provoca el menosprecio del hijo.

Salir al exterior hostil. Demasiado aire. Demasiado olor. Demasiado espacio. Demasiado cielo. ¿Cómo sería correr hacia ese horizonte donde acaba el campo? La boca se abre involuntaria, los ojos se llenan de lágrimas. Volver a casa -refugio, guarida, cubil, madriguera-, ¿por qué adónde ir si ella queda atrás? ¡La mujer tiene el valor que le hace falta!

Un día todo cambia, todo es más cómodo, el lugar es diferente, más amplio. Hasta uno parece otro. Pero es sólo la jaula, el pájaro es el mismo, encerrado no sabe cantar. La vida discurre fuera, pasan cosas, las vecinas se relacionan, los pueblos se comunican, hay aparatos: “¿sabes?, el hombre que nos roba la vida es poquita cosa, no es para tanto, no tiene pinta de jefe”, te dice ella una tarde.

Pavor. Te han dejado solo. Golpean la puerta. Intentan abrirla. La ventana, la otra, la siguiente...la puerta posterior. El sabueso que te busca penetra en tu madriguera, cubil, refugio, guarida. ¡En tu casa! Es tu vecino: huele, escucha, observa, palpa. Te presiente. Nada puedes hacer salvo esconderte. En tu agujero. Tras el tabique. Como un insecto mientras hurgan con un palo en su escondrijo, te revuelves de terror. Lucha feroz: insectos que crepitan, se acometen, secretan jugos de placer o dolor con sonidos inaudibles.

Obsesión. Te ha descubierto. Movido por su propio rencor destilado por el tiempo. Cambió su libertad por tu prisión. Arrancarte de ella dio sentido a su vida. Permanecer dentro hizo posible la tuya.

Humillar: el hijo al padre. Escucháis sus razones. No son suficientes. ¡Si él supiera! Pero es mejor así, que no sepa. Ella alza su mano: la piedad hacia el hombre sostiene la mirada de desprecio del hijo.

Salir al fin. Todo ha cambiado menos tú. Ella sí. Hace tiempo. Se irá sin tí si no te vas con ella. Temor: a toda esa luz rebotando en las paredes encaladas, a ese cielo azul -agresivo-, a las calles adoquinadas -antes de barro miserable-, baldeadas, al espacio -¡hay tanto!-. Y la gente: no sabe de tí, a nadie le importas, sólo a esa mujer a cuyo brazo te aferras como un niño al que han prometido conocer el mar.

Un día te armas de valor y agarras la maleta, el bolso, observas su cara desde el zaguán y cierras la puerta detrás de tí. Caminas hacia la plaza donde espera el autobús. ¿Pero adónde ir, si el hombre quedó atrás? Hasta que te vuelves y está ahí, confuso, perdido. Desorientado. Tal vez no sea demasiado tarde, te dices.

Pasear frente a la casa antigua. Hoy la habitan otros. En la blanca pared una ventana ribeteada de verde, tras ella una estancia con un fregadero, una mesa, una escalera; bajo el primer escalón un agujero: un espacio cálido en invierno -confortable, a medida-, fresco en el verano, la luz precisa y todo a mano. Todo es hacerse.

Explorar. Un niño que se suelta de la mano de su madre, apenas unos metros, hasta la casa del vecino. Una pared blanca, una ventana ribeteada de verde. Tras una cortina se adivinan sombras, una silueta se perfila tras ellas. Dos hombres rotos: uno fuera, el otro dentro.

¡Ah, el horror, el horror!

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