Tramo 1, Camino del Cid, el destierro: Eusebio, "el Rubio"

De entre los pocos vecinos de Gormaz destaca uno en particular, Eusebio, "el Rubio", droga dura. Puro e indómito carácter soriano. Operario del ayuntamiento, lleva el mantenimiento del pueblo, además de la gestión del albergue y trabajos varios que le encargan el alcalde y el teniente de alcalde - hermanos, no se llevan entre ellos -, le dan órdenes y contraordenes, así que él hace los trabajos "como me sale de los huevos y cuando me sale de los huevos" (sic). El pueblo lo tiene impecable, desde luego. Además, durante el invierno es su único habitante y es feliz en Gormaz, asegura. Antes, vivía en el Burgo de Osma, pero desde que se separó y consiguió este trabajo por mediación de su prima, se instaló aquí y aquí es dueño y señor, como Almanzor en la fortaleza sobre el risco. De vez en cuando amenaza a los hermanos con dejar el empleo y pide la cuenta. Su prima media y lo disuade. Los hermanos y él se llevan mal, pero están necesitados los unos del otro y viceversa. Eusebio, "el Rubio" - ya cano -, viste pantalón vaquero cortado a la altura de las rodillas y zapatillas de trekking, camiseta roja con necesidad de algún lavado y no lleva gorra. El sol inclemente a él no le traspasa. Me conduce al albergue y da las instrucciones. Lo primero, los zapatos en la puerta, sobre una repisa a tal efecto - me extraña, nunca me habían pedido eso -, cuando accedo al interior, lo comprendo. El albergue no es tal, se trata de una vivienda nueva a estrenar: cocina perfectamente equipada, lavadora-secadora y todos los electrodomésticos que imaginarse pueda, el frigorífico lleno de agua en brick de Gormaz - el pueblo tiene un manantial del que brota agua sin cesar, ¡en mitad de la meseta castellana!, y han decidido empaquetarla. Cuesta creerlo -. El salón-comedor dispone de alfombras impecables, sofás, chaise longue y enorme televisor. El baño, ducha de chorros y abundante espacio tras una mampara de cristal. La iluminación se enciende y apaga mediante detectores de presencia. Lo único que distingue este lugar de una cómoda vivienda, es la disposición de taquillas y literas - todas ellas vestidas con sábanas y edredón-, primorosamente numeradas. Al día siguiente me preguntará por mi descanso y el lugar donde he dormido. Respondo que en la primera litera baja, a la izquierda: "Ah, esa es la dos, deberías haber dormido en la seis, que es el número de llave que te di. Bueno, que le den por culo, es igual". Fumamos frente al albergue y me muestra la placa conmemorativa de la inauguración que tuvo lugar en mayo, en ella se puede leer: "este albergue recibió como primeros huéspedes al Sr. ministro de la embajada de Japón en España, D. Toru Shimizu, su familia y amigos, en mayo de 2019". "¡Un tío muy majo, muy campechano, no te creas!", asegura. Me cuenta anécdotas de todo tipo, muchas de ellas irreproducibles - especialmente en su relación con las mujeres o la tenencia de armas. Tiene una pistola, la guardia civil lo sabe (!) - me llama la atención una reciente, su cacería con Donald Trump junior. "Pagó un montón de pasta por venir a cazar corzos a Berlanga de Duero y no cazaba nada. Me lo dijeron los guardias, que me conocen. Que se venga conmigo mañana temprano, respondí". Al día siguiente, Donald se presentó a la hora convenida y se llevó tres corzos. "¿Os entendíais?", pregunto. "Claro, habla perfectamente castellano. El padre es gilipollas pero él es muy majo, muy campechano", asegura.

Me acerco a desayunar al bar del pueblo donde está ya desde primera hora la joven pareja que lo gestiona, a pesar de la ausencia casi total de clientes, ellos madrugan y defienden su negocio como pueden. Tomo unas tostadas y un café observando el campo inmenso a mis pies, vasto espacio de colinas y trigales. Separando el pueblo de los campos, los meandros del Duero: al sur tierra de infieles, al norte Castilla, y dominando toda la comarca, la fortaleza de Gormaz, la más grande de Europa durante siglos. Enciendo un cigarrillo y entre el humo denso de la primera calada emerge Eusebio, la camiseta enganchada en la cintura del pantalón, la tripa prominente colgando sobre el cinturón, el torso desnudo y sudado del que penden las cinchas de una desbrozadora. No lleva máscara protectora para la cara y los ojos, ni gorro alguno que le cubra del sol, para qué. Hace rato que ha retomado sus tareas y se para conmigo a “echar una cerveza y fumar un cigarrillo”. Me sorprende que pase aquí todo el tiempo después de haber vivido en una localidad grande. Confiesa que no sabe conducir, tenía un coche eléctrico que no era siquiera de chapa sino de fibra de vidrio. Una noche le salió un jabalí al paso y chocó contra él: “el bicho se incrustó en el espacio del motor y le asomaban la cabeza y los colmillos por el salpicadero. Menos mal que se me ocurrió levantar las piernas, si no las dejo allí”. Desde entonces no ha vuelto a querer nada con los coches. Ni con los jabalíes.

Me decido a subir a la fortaleza antes de que apriete el calor. Serpenteo por un empinado camino alternativo al principal que, partiendo del pueblo, avanza por el risco pelado flanqueado por cantos y guijarros pintados de blanco. En cada revuelta, una escultura en hierro representa corzos, candiles de grandes dimensiones (!), una jaula medieval de tortura (!!), un escudo romano con lanza, espada y casco (!!!)...es el trabajo que elabora durante meses, en la soledad de su taller. Debería ponerle nombre a la vía por el trabajo titánico que representa. Ahora comprendo por qué me sugirió este camino y no el habitual que discurre junto a la carretera, más sencillo: allí están materializadas las largas horas del invierno, encarando la intemperie, el viento solano, el frío helador o el calor de fuego del mes de agosto; sus esculturas toscas e ingeniosas se recortan contra los lienzos del alcázar arrostrando el tiempo y su voluntario destierro.

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