La odisea de los giles. Sebastián Borensztein.

Siempre es reconfortante ver ganar a los perdedores. Alguna vez, aunque no sea del todo. Una victoria parcial, donde uno no acabe por hacer el “gil” -tonto, en argentino y uruguayo- y obtenga, al menos, justicia poética. Aquella honestidad que, bancos, especuladores, codiciosos, y quienes practican esa forma de vida consistente en “ahorcarse con soga de dinero”, desconocen. Por eso es fácil empatizar con este grupo de personas que subsisten en los márgenes de la realidad, viviendo a salto de mata, con problemas tan cotidianos como la supervivencia o la dignidad al autoemplearse, al no consentir que el lugar donde habitan desaparezca de los mapas sin más. Desde la primera escena se adivina que el propósito que se proponen es descabellado, el objetivo que anima a los personajes está asentado apenas en la pura pasión, en el deseo desmedido de que nada puede salir mal si se pone el empeño suficiente. ¿Quién no ha vivido algo semejante?, ¿Cómo no sentir ternura por estos personajes que se mueven por la pantalla a golpes de corazón? ¡Pero lograrán su objetivo, o lo harían, de no mediar la realidad! Esa terca compañera de viaje que a menudo se interpone entre nuestros anhelos y su consecución. ¿Pero cómo contar con un enemigo tan poderoso? Es el propio gobierno argentino quien decreta “el Corralito”, quién transforma dólares en pesos y cautiva los ahorros de millones de personas, depositados en cuentas bancarias que pasan de pronto a perder su valor. Así, la cantidad que habían conseguido reunir los protagonistas para montar un almacén de grano cooperativo en su pueblo, desaparece de un día para otro. Se ven engañados por los bancos y el Estado, robados, estafados, ninguneados. Se produce, además, una muerte accidental. El desaliento se instala entre los socios, la idea parece irse al traste. Pero nada hará desistir a estas personas de enfrentarse a la dura realidad, urdiendo un disparatado plan de venganza en que chapuzas e ingenio conviven de manera natural, haciendo progresar la historia hasta un desenlace feliz donde establecerse con una sonrisa agridulce en la cara y una pizca de esperanza sobre las rodillas.

El reparto está fantástico: Ricardo y Chino Darín, Luis Brandoni, Verónica Llinás, y una corte de secundarios que defienden un proyecto divertido y reconfortante en la Argentina rural.

A destacar, la magia del castellano en todas riqueza: ese chorro incontinente, pertinaz, de expresiones locales, giros y palabras irreverentes que, formando parte de nuestra lengua, adquieren un significado diferente, apasionado, descacharrante a veces: gil, cagarte la vida, concha de tu madre,...¡Ni a Darín se le reconoce!.

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