El Faro, Robert Eggers, Williem Dafoe, Robert Pattisson

Hay que tener muchas agallas para darle la réplica a Williem Dafoe en esta película. El timorato "chico" de las primeras escenas se va transformando a medida que transcurre la trama en un hombre agraviado, con un pasado oscuro, peligroso incluso. La intención de permanecer durante un mes en un faro en la costa de Maine para obtener unos ahorros con que construirse una pequeña casa tierra adentro, termina por convertirse en una pesadilla donde el alcohol, la soledad y la meteorología inclemente - unidos a la lúgubre casa que habitan - destrozarán a ambos, farero y aprendiz.
Cuando comienza el relato llaman enseguida la atención el formato - cuadrangular -, y el color -o su ausencia, pues se nos cuenta en blanco y negro-. Enseguida comprendemos el porqué. El autor busca centrar toda nuestra atención en la historia, prescindiendo de la belleza de los paisajes que pudiesen aportar el cromatismo o los magníficos planos abiertos a que nos tiene acostumbrados el cine. El director busca centrarnos en el espacio asfixiante de la isla, de los desvencijados edificios allí levantados para servicio del faro, no de sus servidores. Nos obliga a poner el foco en la proximidad de sus dos habitantes, al punto de carecer de intimidad - aun habiendo espacio suficiente -, en la ferrea relación jerárquica entre titular y aprendiz: el primero, se ocupará exclusivamente de la linterna en el turno de noche y, de cocinar; el segundo, de todas las demás tareas subsidiarias en rango de esclavitud: limpiar el aljibe, cambiar las tejas de la vivienda, alimentar con carbón la lámpara, pescar, trasladar el carbón y así en un largo sinfín de tareas. La relación entre los dos se tensa y destensa por momentos en virtud a una convivencia en la que el farero deja a menudo constancia de quien es el superior. Una vez puesto en claro este punto, tratará de ganarse la confianza del aprendiz y se valdrá del alcohol para ello: "si un hombre no bebe, debe tener alguna poderosa razón" viene a decirle al muchacho entre soflamas dramáticas que tratarán de amedrentar al "chico" - Robert Pattison -, estas recuerdan en fuerza y carga poética a las que el capitán Achab dirigía a su tripulación. O, a aquella otra en que el reverendo - Orson Welles - alzado sobre el púlpito-cofa, lanza a los marineros en la iglesia de Nantucket. Las similitudes son muchas en cuanto a la expresividad de este hombre viejo, cascarrabias, truculento y alcoholizado: su pasado como capitán, su matrimonio, el muñón que le impidió enrolarse de nuevo y la luminaria, que constituye ahora el motivo de sus desvelos. A todo este torbellino de emociones da vida Dafoe con una solvencia, una credibilidad y un rigor que nos hacen compadecernos del pobre aprendiz que aceptó el trabajo.
Robert Pattison tampoco es manco. En una interpretación que hasta mediada la película es contenida, subyugada, humillada casi, al personaje de Dafoe, se libera después ante la presión que se ejerce sobre él - alcohol mediante - desatándose como la violenta borrasca que sacude la isla. Allí formulará sin temor sus recelos, el odio contenido que ha ido albergando en su corazón durante las semanas anteriores hasta el punto de acabar con la vida de su superior.
Dos magníficos personajes en un entorno hostil y asfixiante, donde el delirio se materializa en gaviotas violentas e inquietantes sirenas y la soledad en practicas onanistas.

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