El volcán

Metáfora fílmica de los sentimientos de una familia "atrapada" en los inicios de la guerra de Ucrania en Tenerife; o como encajar, desde lo personal, un conflicto que inevitablemente terminará por afectarles; salvo que lo hará desde un espacio ajeno, al que habían ido a descansar y, en cambio,  acabará por convertirse en lugar de pesadilla. El conflicto visto desde lejos en lo espacial, pero nunca en lo emocional: cuatro personas - una pareja joven con una hija adolescente y un niño de cinco años - en busca de un paraíso bajo el sol desde el que asistirán, estupefactas y a través del televisor, a la invasión rusa de su país. Habitarán desde ese momento un limbo en el que los días transcurren sin objetivo claro: ¿Cómo continuar con ánimo vacacional cuando en su ciudad, Kiev, la gente vive entre el miedo y la incertidumbre? Recordemos que en los albores de la guerra, momento que cuenta el filme, las tropas rusas a punto estuvieron de alcanzar la capital. Los contactos con la familia o los amigos se producen a través del teléfono móvil. En el hotel donde se alojan lo hacen también ciudadanos rusos que, de pronto, pasan a convertirse en enemigos sin motivo, sólo por pertenecer a la nacionalidad del invasor. 

El volcán Teide preside majestuoso el espacio isleño. La cumbre nevada contrasta con el fuego que habita en su interior. Visible desde todos los puntos de la isla, la montaña parece observarles allá donde se desplazan, intentando seguir con sus vidas; ajenos a una realidad que, sin embargo, se ofrece irrefutable: nada es lo mismo, estas han cambiado de un día para otro y ese tiempo que habitan no es más que un mascarada que habrá de enfrentarles, tarde o temprano, con la incómoda realidad. Para mayor extrañamiento, tiene lugar en la isla el exótico carnaval tinerfeño, ese que recuerda más al brasileño que al insular, con su profusión de desfiles, estrambóticas vestimentas, comparsas y estridentes músicas en las que se ven obligados a participar, a su pesar. Como el calor que habita en las entrañas del volcán, la relación entre la pareja y los chicos comienza poco a poco a resentirse, además de entre ellos mismos, todavía recién casados (los chicos son de una pareja anterior del hombre). Ese deambular absurdo, en el que no parece que hagan otra cosa que matar el tiempo, conduce al padre a hacerse preguntas: ¿debería estar allí? ¿Alistarme como mis compatriotas? ¿Acudir al frente cuando tanto yo como mi familia estamos a salvo? ¿Qué es la patria?¿Merece la pena perder la vida por ella? Estas cuestiones interpelan al espectador. Son lo más relevante de una historia de la que, en mi opinión, se podía haber sacado mucho más partido. Y sin embargo resulta plana, anodina, sin hacer al espectador copartícipe del enorme conflicto que se deriva de su planteamiento inicial. En mayor medida, si el director mixtura el devenir de esa familia con las vicisitudes de los inmigrantes que arriban a la isla procedentes del África subsahariana. Otro enorme conflicto sin duda, pero que en ningún momento se siente relacionado con la trama principal; agua y aceite que no llegan a mezclarse más que apelando a la imaginación del espectador. 

La desbordante belleza de la isla adquiere -esta sí- carácter de protagonista, por la extrañeza que provoca en unos personajes que la transitan sin destino aparente, e intentan pasar horas y días hasta dar con una solución transitoria que nunca será la acertada.     

No sería justo terminar el comentario acerca de la película sin mencionar la conversación que mantienen padre e hija en torno a unas cervezas en un banco nocturno. El padre se sincera con su hija y recuerda la música que escuchaba a su edad; se interesa por la que escucha ella, y recuerda su pasado e ilusiones a sus años: una suerte de agria rememoración donde, entre confidencias, va dando cuerpo a la decisión que tomará invariablemente, unirse a la defensa de su país con incierto destino.

El autor saca oro de la interpretación del niño Fedir Pugachov, quien se interpreta a sí mismo con una naturalidad desarmante y en todo momento creíble, sin perder un ápice de frescura. Igual que la joven Sofiia Berezovska borda a una adolescente a un móvil pegada, llena de incertidumbres y miedos que se trasladan al espectador con sus silencios.


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