El volcán
El volcán Teide preside
majestuoso el espacio isleño. La cumbre nevada contrasta con el fuego que
habita en su interior. Visible desde todos los puntos de la isla, la montaña
parece observarles allá donde se desplazan, intentando seguir con sus vidas; ajenos
a una realidad que, sin embargo, se ofrece irrefutable: nada es lo mismo, estas han cambiado de un día para otro y ese tiempo que habitan no es más que
un mascarada que habrá de enfrentarles, tarde o temprano, con la incómoda
realidad. Para mayor extrañamiento, tiene lugar en la isla el exótico carnaval
tinerfeño, ese que recuerda más al brasileño que al insular, con su profusión
de desfiles, estrambóticas vestimentas, comparsas y estridentes músicas en las
que se ven obligados a participar, a su pesar. Como el calor que habita en las
entrañas del volcán, la relación entre la pareja y los chicos comienza poco a
poco a resentirse, además de entre ellos mismos, todavía recién casados (los chicos son de una pareja anterior del hombre). Ese deambular absurdo, en el
que no parece que hagan otra cosa que matar el tiempo, conduce al padre a hacerse
preguntas: ¿debería estar allí? ¿Alistarme como mis compatriotas? ¿Acudir al
frente cuando tanto yo como mi familia estamos a salvo? ¿Qué es la
patria?¿Merece la pena perder la vida por ella? Estas cuestiones interpelan al
espectador. Son lo más relevante de una historia de la que, en mi opinión, se
podía haber sacado mucho más partido. Y sin embargo resulta plana, anodina, sin
hacer al espectador copartícipe del enorme conflicto que se deriva de su
planteamiento inicial. En mayor medida, si el director mixtura el devenir de esa
familia con las vicisitudes de los inmigrantes que arriban a la isla
procedentes del África subsahariana. Otro enorme conflicto sin duda, pero que
en ningún momento se siente relacionado con la trama principal; agua y aceite
que no llegan a mezclarse más que apelando a la imaginación del
espectador.
La desbordante belleza de la isla
adquiere -esta sí- carácter de protagonista, por la extrañeza que provoca en
unos personajes que la transitan sin destino aparente, e intentan pasar horas y
días hasta dar con una solución transitoria que nunca será la acertada.
No sería justo terminar el
comentario acerca de la película sin mencionar la conversación que mantienen
padre e hija en torno a unas cervezas en un banco nocturno. El padre se
sincera con su hija y recuerda la música que escuchaba a su edad; se interesa por
la que escucha ella, y recuerda su pasado e ilusiones a sus años: una suerte de
agria rememoración donde, entre confidencias, va dando cuerpo a la decisión que
tomará invariablemente, unirse a la defensa de su país con incierto destino.
El autor saca oro de la interpretación del niño Fedir Pugachov, quien se interpreta a sí mismo con una naturalidad desarmante y en todo momento creíble, sin perder un ápice de frescura. Igual que la joven Sofiia Berezovska borda a una adolescente a un móvil pegada, llena de incertidumbres y miedos que se trasladan al espectador con sus silencios.

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