Mi cardenalito

 


La peluca.

 

Una pequeña miniatura con el retrato del infante don Luis de Borbón y Farnesio era cuanto conservaba María Cubero del hermano del rey de España. La obra en sí no tenía más valor que el trabajo en filigrana donde había sido engastada la pintura en tondo; y si bien este era de una calidad extraordinaria, con lazada y ribete enjoyados, lo verdaderamente singular era que, en un espacio no mayor que una moneda de ocho reales, figuraba el rostro en forma de alubia e infantiles rasgos del infante en toda su rubicunda candidez. Al levantar la mirada, al afilado mentón familiar bajo los labios entreabiertos y sonrosados, seguía la enorme nariz que a María recordaba una hortaliza:

—Parece que hubieran pegado un nabo en el centro de vuestra cara —se mofaba en la intimidad del lecho.

Por simple comodidad, y porque el exceso de confianza no delatase la relación que mantenían fuera de las habitaciones, permitía a la joven obviar el tratamiento de excelencia.  Y aunque esta no hubiera visto al rey más que en el perfil de las monedas, o en alguno de los retratos que el infante tenía dispersos por el palacio, bien sabía que su ilustre hermano contaba, lo mismo que él, con una enorme y grotesca nariz. Como había asegurado desvergonzada en más de una ocasión: «a veces esta —tocaba resuelta la punta del apéndice con la yema del dedo—me procura más placer que vuestra lengua.»

—Un buen nabo es lo que te voy a plantar yo entre las piernas, así me recupere —rompía a reír, celebrando grosero la confidencia de María—. ¿Pero no habíamos acordado que en el lecho bastaba el don? ¿A qué viene ahora el tratamiento? —cuestionaba. 

—No vuestra de vuecencia, sino tuya y de tu hermano —corregía, resabiada, tras recorrer sus facciones con mirada paciente:

Examinaba las pequeñas bolsas bajo los ojos azules de continuo sorprendidos: conferían a su rostro una aire de serena gravedad favorecedora; no indicaban afán o curiosidad, aunque fuesen también rasgos de su carácter, sino «una profunda sensación de estar fuera de tiempo y lugar en todo momento», como había confesado melancólico en más de una ocasión. Sobre los párpados finos y sin pestañas y las cejas despobladas —ni rubias ni morenas—se tendía la vasta superficie de su frente. Evocaba a María las tierras que veía desde la ventana de la carroza una vez abandonaba Boadilla, de regreso a Madrid: una inmensa paramera salpicada aquí y allá de carrascales dispersos que traían a su memoria el color de la peluca de don Luis. La misma que dejaba con pulcritud en su maniquí sobre la mesilla de noche. Allí la disponía con delicadeza antes de saltar sobre María; testigo mudo de sus encuentros, cada vez que la muchacha abría los ojos le parecía que un tercero acudiese a ellos expectante, sobresaltándola.

—«Una peluca bien peinada e impoluta dice más de la majestad que representas que todos los tratamientos que puedan dispensarte», decía a menudo mamá —y él lo repetía en cada encuentro.

Ella, completaba en un bisbiseo la manida frase y se detenía en las orejas descubiertas con aire circunspecto: 

—«El único consuelo de la maja o la puta es no tener que llevar peluca: ¡Con el calor espantoso que hace en este tiempo! Aunque en invierno, lo mismo se agradece.» —reflexionaba.

—¡Qué pensamientos rondarán esa cabecita inquieta! —exclamaba el borbón sin mostrar interés alguno por la respuesta—. Ven, entretente con esta, no vaya a ser que se asuste y no descuelle más esta tarde —tomaba la mano de María y la situaba sobre el extremo del sexo recién desperezado. 

—¡Pero mira que eres bribón, Luisito! —ella lo acomodaba dentro de sí y, aferrándose a sus grandes orejotas, le hacía un amor lento.

—Un respeto, María; ni tratamiento ni Luisito que soy …—perdía de súbito el sentido entre brumas placenteras, incapaz de completar ya frase alguna.

 

Moratín.

 

El mastín comenzó a ladrar a un cordero que trataba de huir breñas arriba. María se incorporó de un salto desde el paraviento en el que permanecía sentada después de ocultar la miniatura entre la camisa y el pecho; tomó un canto del suelo y lo arrojó con precisión delante del borrego que ascendía desorientado. Bastó un agudo silbido para que el perro volviese grupas y la cría se reincorporase al rebaño en busca de la madre. Hacía casi cinco años que había regresado a casa, y aunque tenía bien presentes los que había pasado en la capital consideró sin rencor que aquello que se aprende de niña no se olvida de mayor. Había pasado dos lustros entre la calle Lavapiés y el palacio de Boadilla del Monte, con breves estancias en el último y largos periodos en el figón del barrio donde aprendió los gajes de su oficio. Una tarde de abril tuvo la suerte —o la desgracia, juzga lector— de conocer a Nicolás de Moratín y cambiar para siempre el rumbo de una nave que llevaba trazas de quedarse varada entre las calles de Atocha y Toledo:

—Es una pena que ese cuerpo de diosa y ese desparpajo que Dios te dio se queden entre estas cuatro paredes —sentenció Nicolás.

—¿Y que aconseja usté, don Nicolás? —preguntó María desde la jofaina donde realizaba sus abluciones.

—Que me permitas presentarte a algunas personas. Harán del noble oficio que practicas algo más sublime si cabe —con palabras rebuscadas, Moratín expulsaba el humo del puro que fumaba mientras aguardaba recostado contra el cabecero de la cama.

—Ay, don Nicolás, habla usté tan torcío que no entiendo la mitá de lo que dice —replicó Cubero secándose entre las piernas. “Cubero”, como le había puesto la Pepona cuando la recogió en el Parador de Ocaña: «¡Marías o Josefas somos todas, chiquilla! Cómo te apellidas.» —preguntó ese día.

—Yo te enseñaré a hablar “torcío” como tú dices. Entonces asomarás tu cara a ventanas que ni siquiera imaginas que existen —el autor entrevía a la moza tras las volutas que el humo dibujaba en la luz que se filtraba desde el balcón—. De súbito, la mano de ella atravesó ese haz y extendió los dedos reclamando el veguero que él sujetaba entre los suyos. Nicolas lo dispuso en su mano tras sacudirlo sobre el piso del cuarto que asomaba a la plaza de la Cebada. Además de la cama donde cumplían, la habitación contaba con un aguamanil que las mujeres rellenaban en la fuente antes de subir y una exigua mesa con una única silla donde los clientes dejaban su ropa. Desde el mesón situado debajo, la Pepona atendía su negocio.

—La respuesta de María aún se hizo esperar un instante. Con el humo exhalado desde el pecho adensó la nube gris que separaba ambos cuerpos y preguntó:

—¿Cuántas veces por semana?

—Con dos bastaría —respondió el dramaturgo, sorprendido ante la resolución de la muchacha y las expectativas que se abrían a partir de ese momento.

—¿Durante cuánto tiempo?

—En menos de un año, ninguna petimetra de las que tanto aire se dan por el Prado sabrá si vienes de Cuenca, Lavapiés o la calle de Alcalá —aseguró, considerando ese un tiempo prudencial—.

La principal ocupación de Moratín era la que ejercía junto a su padre como ayudante del guardajoyas de la reina Isabel Farnesio, pero el teatro constituía su verdadera vocación.

—Sea —aceptó María, resuelta a cambiar el destino que la había llevado a los figones de Madrid; su mano volvió a atravesar la pálida nube para sellar, con la devolución del habano, el trato convenido—, de hoy en un año. Ni un día más.

El dramaturgo pensó que le había tocado la lotería. No podía imaginar felicidad más grande que ejercer su magisterio con una hermosa pueblerina recién llegada a la capital, además de acostarse con ella dos veces por semana. Aunque una vez “firmado” el contrato lamentase no haber dicho tres en lugar de dos.

Su deber de Pigmalión comenzó por desterrar del habla de la moza expresiones que traía pegadas al lenguaje pastoril. Las lecciones comenzaban después de haber «follao» esa tarde, término que su mentor se apresuró a trocar por «faire l’amour» —más ajustado a la moda de ese tiempo—, y le hacía repetir primero en castellano y luego en francés, hasta que ella dejaba de sentir extrañamiento. Tumbados sobre el desvencijado camastro las tareas continuaban en tanto no era solicitada para atender a otro cliente. Mientras compartían el veguero que el dramaturgo llevaba a veces consigo —liberado de los cuartos que dedicaba al sexo alimentaba ese otro vicio que le había inculcado nada menos que, la reina madre—, las palabras asociadas al oficio cambiaban de significante, que no de significado: montar, preñar, sangrar, correrse mudaban en copular, embarazar, tener el período o eyacular, con la naturalidad de quien las usa a menudo y ha de emplear unas u otras según ante quién se encuentre. La primera impresión de la chiquilla fue de sorpresa al descubrir que todas las cosas pueden tener no una, sino varias formas de decirse. Así, con la simple mención de unas u otras y el acento empleado al expresarlas, Moratín y otros caballeros podían “adivinar” la procedencia y hasta la localidad de origen de muchas de esas mujeres.

Maricón, puta, malfollao o apestao tornaron en afeminado, prostituta, avinagrado o sifilítico en encuentros posteriores; al punto de obligarse a hacer un ejercicio de contención cuando estaba junto a sus compañeras y corregir, sólo en su mente, expresiones que escuchaba decir a estas; o bien, trasladaba a la nueva lengua unas  palabras que no le quedaba más remedio que nombrar “a la antigua” para no parecer falsaria o pretenciosa. En cuanto presentía que avanzaba en su conquista urgía a Nicolás —la confianza había acercado el nombre de pila y desplazado el don— para que le presentase «sin tardanza, a los gachós de los que había hablado meses atrás». El oportuno vulgarismo venía a Moratín como anillo al dedo para ponerla en su sitio: al taimado putañero no le pasaba desapercibido que cuanto más se atascase en sus progresos, más la tendría a su merced. Y todavía dispondría, después de lograr que hablase con cierto decoro, de recursos sobrados en lo tocante al atuendo, la gestualidad o el aseo personal para mantenerla a su lado una vez vencido el período concertado. Además de conocer el arte de las palabras en la lid amorosa, Moratín se desenvolvía como pez en el agua entre los anhelos y dobleces del corazón femenino; desde los jardines cortesanos donde servía junto a su padre, hasta los fangales de los prostíbulos del barrio de Maravillas, Barquillo o Lavapiés no había petimetra o prostituta que no se rindiese a su verbo florido. Sentado a la silla de aquel cuarto insistía en la elaboración de frases que María se esforzaba en repetir sin trabucarse: 

Los que de amor llorareis los estragos,

aprended de mi ejemplo a confiar,


Escogía los versos que estimaba menos rijosos de entre aquellos que componía o escuchaba a sus compinches de la fonda de San Sebastián, recitados entre carcajadas y jarras de vino manchego y que la cándida María regurgitaba, aplicada, sin saber muy bien lo que decía:

toda mujer se rinde a los halagos,

del que es constante y tierno para amar.

 

Salpicaban con talento el lenguaje soez con elaboradas expresiones de pretendido carácter literario en las que daban rienda suelta a sus más bajos instintos, sin ocultar, pura hipocresía, la moral dominante en un tiempo donde la Inquisición causaba pavor. La pobre María, sometida al tormento de memorizar y recitar esas largas oraciones de las que no entendía «ni papa», caía en la cuenta de que los progresos no eran tales y debía «perseverar en el aprendizaje, pues así se expresa la gente en los salones», concluía astuto, el instructor.

—Pero es que no entiendo la mitá de lo que digo, y así m’es mu difícil guardalo en la sesera.

Donde María desesperaba, el mentado profesor aguardaba con paciencia; y mientras ella luchaba con la memoria y las palabras, él se recreaba en su desnudez o le prodigaba caricias por cabello y espalda hasta que conseguía tenderla de nuevo en el catre con la promesa de ensayar oraciones más sencillas:

Pero vano es amar si no hay favores

llegándose la sangre a enardecer,

un beso no mitiga estos ardores

que tan sólo se apagan con joder.

 

Ni que decir tiene, que tal práctica enardecía más al docente que a la alumna. Así, entre convulsos gemidos, traqueteos del cabecero y alguna que otra palabra malsonante a que aferrarse, Moratín trataba de que no decayese el empeño de María. Aunque el poeta se viese obligado a desmigar palabras como enardecer o mitigar, bien sabía ella a qué se refería con favores, ardores y joder, pues los escuchaba a diario en la fonda o en la cama donde hacía su trabajo. De tal modo, iba entregando su mentor una de arena y otra de cal:

—Va para seis meses que pasó el tiempo convenido —Moratín reparó en que no había dicho convenio y se puso en guardia—, ¿cuándo voy a tener la gracia de conocer a esos caballeros? —esgrimió echándose a un lado, una vez rematado el envite.

Don Nicolás, so pena de no disponer en adelante de la bella “en exclusiva”, resolvió presentar a María a algunos de los compañeros de correrías literarias. La mayoría gozaban de reputación como poetas o gentes de letras y ella no encontraría diferencia entre aquellos y los prometidos. Sin desprenderse del todo de su pupila, saldaba la deuda contraída y complacía a unos amigos advertidos que le ayudarían, además, en su pretendido papel de Pigmalión.

—No resultaría de buen tono que esas personalidades pagasen por unos servicios que podrían obtener de otro modo; y contribuyen, además, a mejorar tu formación en aras de encuentros más provechosos —justificaba el dramaturgo el impago de los servicios.

Pero María, al cabo de pocas semanas, comenzó a sospechar con buen tino que era víctima de un engaño y a exigir una clase de citas más acordes con lo convenido:

—Mira, Moratín —la costumbre había desterrado tanto el don como el Nicolás, derivando en el más familiar apellido— me parece que tus amigos y tú os estáis aprovechando de mí, engatusándome para «follar» gratis —llegado el caso, no se andaba con galicismos—, cuando tendríais que pagarme a mí, y a la Pepona su comisión. Así que no más “faire l’amour” o “en aras de” que para acabar abriendo las piernas no es preciso tanto verbo.

—Pero, María… —protestaba el letrado hallado en renuncio.

—¡Ni María ni puñetas! O me presentas a personas nobles y adineradas, mejor lo segundo, o tus amigos y tu empezáis a pagar como todos. ¡Que la juventud es cosa que pasa pronto y este oficio agota a una!

Aunque resignado, tenía razones para estar satisfecho con su trabajo: aun perdiendo el favor y los privilegios de los que había gozado, al escucharla comprendía que el esfuerzo no había sido en vano: apenas había trazas de aquella mujer recién llegada del pueblo que ahora hablaba con soltura y, aun cuando le pesara, asistía la razón.

 

El infante.

 

 

Don Luis acudía, como el buen hijo que era, a la Granja de San Ildefonso para dar parte a su madre de los asuntos de palacio. Una tarde en que Moratín abrillantaba la colección de relojes que por entonces comenzaba el infante se acercó y comenzaron a charlar:

—Dime, Moratín, ¿cómo van esos progresos con el teatro? —compartía con el dramaturgo la afición por las tablas, y en las escasas ocasiones en que se encontraban comentaban las funciones en cartel en la capital.

—Las obras van saliendo, no así los estrenos, excelencia.

—¿Cómo entonces? —replicaba, de veras interesado.

—Los empresarios buscan el éxito seguro, son poco dados a asumir riesgo alguno.

—¿Es que acaso cuentas algún disparate, te metes con la Iglesia, con las instituciones? ¿Con mi hermano? —bromeaba el borbón.

—Todo lo contrario, señor. Trato, con modestia, de volver a las reglas de la Commedia delle’Arte que otros autores parecen haber olvidado —replicaba, vehemente.

—¿Quieres decir con eso que resultan aburridas?

—Yo no lo creo, señor. Más bien formales en cuanto a la estructura, pero nunca aburridas, diría.

—¿Cómo se titulan, qué has escrito? Tal vez haya leído alguna.

—Diana o arte de la caza, Lucrecia, Guzmán el bueno, algún texto poético…—enumeraba, el dramaturgo.

—¡Mira, esa primera podría interesarle a mi hermano, pues no parece que haya cosa que más lo inquiete! Desde que falleció la reina Amalia, que Dios tenga en su gloria, no hay nada que lo aparte de la caza.

—Lo sé y lo siento por él, excelencia. Ella era tan joven…

Moratín había dejado paños, plumero y pulimento y se había encaminado, por indicación de don Luis, quien lo había tomado del codo, hacia uno de los ventanales que miraba a los jardines de palacio. Buscaba con ello la intimidad que el salón de relojes no ofrecía.

—No parece que tenga intención de volver a contraer matrimonio. ¡Y lo comprendo!, amaba mucho a la reina; se sintió muy abatido con la enfermedad y su cruel desenlace.

—Bien parece señor, y lo veo como usted.

—¡Con lo bien que le vendría encamarse de vez en cuando y dejar de lado tanta caza y tanto rezo! ¡Está hecho tal meapilas que las únicas faldas que ve son las de ese obispo que lo acompaña a todas partes!

—¿Don Joaquín de Eleta, señor? —preguntó cauto, Moratín.

—¡Ése, menudo pájaro! Su alma es más negra que las plumas del mirlo. Y sé de lo que hablo, tanto de obispos como de pájaros —concluyó la frase con una larga carcajada que casi lo lleva a atragantarse; Moratín conocía el pasado como ministro de la Iglesia del infante y su afición a coleccionar pájaros y animales exóticos.

—A mí tampoco me gusta Eleta —se atrevió a confesar.

—¡Cómo habría de gustarte! Más bien pienso que deberías guardarte de su sombra, no hay nada que ocurra en Madrid de lo que él no esté al corriente —insinuó, recobrando la compostura, todavía enrojecido. 

—No sé a qué os referís, señor —trató de disimular sin lograrlo.

—Vamos, vamos Nicolás —don Luis posó su mano con confianza sobre el hombro del autor—, si hasta aquí han llegado algunas de las odas al amor que componéis en esa fonda donde os reunís. No sabes cuanto me gustaría acudir a mí, pero el cabrón de mi hermano me mantiene apartado de la capital, y así no hay forma de cultivar… el espíritu. ¡No digamos ya el cuerpo! —prorrumpió su excelencia en nuevas carcajadas.

—A nadie hacemos mal, señor —replicó, admitiendo su participación en la tertulia poética.

Venus, hembra cachonda cuanto impura,

diosa de la hermosura

y reina de las gracias,

Eligió por marido al Dios Vulcano,

que la daba implacable por el ano.

[…]

 

Recitó el infante con la dificultad del atragantamiento que venía sufriendo, para concluir la estrofa y volver a troncharse hasta la lágrima. La servidumbre, que de tanto en tanto pasaba de un salón a otro, se volvía hacia la ventana donde se encontraban los dos hombres alarmada por las carcajadas de su señor. Por fortuna, no lograba escuchar las palabras que recitaba en voz baja entre risa entrecortada y regocijada memoria:

[…]

Harta de recibir por esa parte,

buscóse un miembro sano que el coño la regara

y se lió con Marte,

que, bélico en pelillos no repara

y la echa veinte polvos decidido,

dándole ambos el ser al Dios Cupido.

 

De no permanecer agarrado con firmeza al brazo del dramaturgo se habría venido al suelo. Incluso había cruzado una pierna sobre otra por miedo a orinarse encima. Y aunque no fuese el autor de los mentados versos, Moratín rio con discreción; más por verlo feliz que por tener en alguna estima la citada oda.

—Ayyy —concluía el ataque de risa, para retomarlo con énfasis cuando recordaba algún verso suelto—: “dándole ambos el ser al Dios Cupido”.

—Es ingenioso, sin duda —replicaba el otro sin mucha convicción.

—¡Ingenioso, dice! —volvía el regocijo al principal—¡Es cachondo! ¡Ay, qué envidia me dais! ¡Cómo debéis pasarlo en esa tasca!

—…

Moratín se limitaba a sonreír. Aguardaba expectante a conocer la razón que los había acercado a la ventana. Se barruntaba que no era para alabar unos versos obscenos que corrían por Madrid de boca en boca, para fastidio del Santo Oficio y entusiasmo de los menos pacatos, que eran los más. Por eso no se sorprendió cuando le preguntó con voz queda:

—¿Y vosotros no sabrías de alguien que, como decirlo —buscaba con remilgos un término capaz de acotar su intención—, discretamente, estuviera en disposición de acudir a Boadilla para…? — confiaba en que el autor completase la pregunta.

—No os sigo, señor —intentaba zafarse de la celada que pudiera estar tendiéndole el antiguo ministro de la Iglesia; «después de todo, hay ocupaciones cuyo ejercicio no prescribe aunque se abandonen de facto», razonaba con acierto.

—Sí que me entiendes, sí, pues soy hombre antes que fraile —pronunció fraile, abundando en la condición de quien había ostentado nada menos que dos ministerios de la Iglesia, quien habría podido llegar a ser papa de seguir los consejos de su madre y no abandonar la institución «por sentir inclinaciones poco compatibles con los deberes que impone.»—, y en esta etapa de mi vida siento la viva necesidad de…

—¿Canalizar vuestra pulsión sexual? —se atrevió a completar Moratín.

—¡Exacto! —el infante posó ahora no una, sino ambas manos sobre los hombros del autor, y dejó asomar dos lágrimas que perlaron una mirada agradecida—. ¡Sería para mí tan importante! —exclamó, al saberse comprendido.

—Tal vez pueda conocer a alguien —pensaba, claro, en María; y pasó a embargarle un sentimiento donde convergían la entrega de un bien preciado y el orgullo de hacerlo a tan alto valedor; no obstante, lo había hecho ya al involucrarla en el círculo de amistades de la fonda: este no podía ser más que el culmen de una carrera que había comenzado a su lado y que, en adelante, buscaría nuevos horizontes; de nada servía lamentarse, se justificó en conciencia—. Hay una muchacha recién llegada a Madrid que —se detuvo el dramaturgo con desconsuelo— tal vez sea de vuestro agrado…

Al escuchar esas palabras, el infante descolgó las manos de los hombros del autor y tomó las suyas con familiar ternura. Mirándolo a los ojos balbució:

—No sabéis lo importante que sería para mí.

 

Una miniatura.

 

 

La vitrina acristalada bajo la ventana que daba a la Casa de las Aves era el lugar favorito de la bella cuando acudía a palacio. Hasta allí subía el canto estridente de las aves exóticas que el infante guardaba en sus jaulas.  Mientras esperaba su llegada curioseaba entre las miniaturas pictóricas que colmaban el aparador. Enmarcadas en bellas guarniciones por lo general ovaladas, representaban a mujeres y hombres de los que María desconocía los nombres, mucho menos la posición o rango que ostentaban en las cortes española o europeas. Se deleitaba en la minúscula precisión de unos trazos capaces de representar los aspectos más delicados de un rostro, o en la armoniosa perfección de un paisaje como fondo; en los complementos que sujetaban esas personas entre sus manos o prendidas a sus ropas: abanicos, plumas, mapas, bastones, condecoraciones, pendientes, anillos… todas habían sido dibujadas y coloreadas como si estuviesen a punto de saltar desde la minúscula ventanita de pigmento y hacerse presentes con naturalidad en el espacio donde aguardaba, pues ese era su ámbito y no el suyo, donde sabía que estaba de paso mientras se mantuviese vivo el deseo del infante. Al alzar la mirada hacia la ventana pensó en las palabras pronunciadas por Moratín hacía casi dos años en el cuartucho de la plaza de la Cebada: «asomarás tu cara a ventanas…»

—¡¿Cómo está mi “cachiritita”?! —irrumpió don Luis con precipitación en la estancia.

María se volvió sobresaltada, haciendo sonar los aros y brazaletes que adornaban orejas y muñecas y acostumbraba a vestir sólo en el palacio. No hubiera sido prudente ni de buen tono permanecer enjoyada en Madrid, donde sus compañeras no disponían más que de algunas galas de baratillo; además, habría despertado la codicia y envidia de clientes y patrona. O madame, como se empeñaba Moratín en que dijera; «aunque, madame Pepona no resulta todo lo refinado que cabría esperar» —razonaba con acierto.

—Debería encargar un retrato mío a Meléndez ya que tanto te gustan esas miniaturas —añadió, al comprobar el interés de la manchega.

—¡Me encantaría! ¿Pero crees que entrarían esa nariz y esas orejotas en un dibujo tan pequeño? —bromeaba.

—¡Oh, eres perversa mi colibrí! —replicaba tomándola del talle y atrayéndola hacia sí.

Ella reía sus ocurrencias y disfrutaba como una niña con los inocentes motes de enamorado que le dispensaba; con su amabilidad diligente, tan distinta a la de la clientela habitual de la Cebada: a excepción de don Nicolás, quien se dejaba caer por el figón antes de por el catre —aseguraba «tomar notas para un gran poema dedicado al oficio»—, nadie la trataba con educación.

—Cubriría las orejas con la peluca y, esta trompa que tanto te gusta —golpeaba su narizota con la de ella al tiempo que la estrechaba vigoroso—, la mostraría de frente en el retrato, para disimular su tamaño. ¿Así te agradaría, bien mío?

—¡Estarías muy guapo! —exclamaba resuelta, melosa al sentir el calor tenso de su miembro pegado a uno de los muslos.

—Pues mañana mismo escribo a Meléndez —zanjaba, ansioso por arrastrarla hacia el lecho—, sólo tienes que elegir el joyel donde lucirlo.

—Ya lo he hecho. Quiero que sea como ese.

Señalaba una filigrana esmaltada que enmarcaba la imagen de dos hermanos —hembra y varón— que sostenían cada uno los retratos de sus padres. La pintura, aunque vulgar, recogía con detalle el aspecto de los cuatro; mas lo valioso, en realidad, era el marco donde esta se engastaba: una lacería en oro que disponía en el nudo de un hueco para la cadenita de la que pendería al cuello de su propietaria; se rodeaba de un círculo de brillantes diminutos, que refulgían tras el cristal.

—Si me hiciera retratar como deseas, ¿me llevarías siempre pegadito al pecho? —tomaba a María de la muñeca y la arrastraba hacia la columna salomónica que adornaba el dosel de la cama donde tenían lugar sus encuentros; apoyaba la espalda contra esta allí donde ella acostumbraba a desnudarlo, no sin antes colocar la peluca en el maniquí, tal y como su madre le había aconsejado desde niño. Antes de tenderse sobre el lecho recordó lo que exclamaba la reina cuando lo estrechaba contra el suyo: «¡Mi cardenalito!», exclamaba, abrazándolo con ternura.

La música de Boccherini ascendía hasta las habitaciones desde la terraza elevada sobre la vasta extensión de huertos, más allá de los setos de arrayán que los precedían y donde el maestro había llevado esa tarde al cuarteto de cuerda. El tiempo otoñal era más fresco en Boadilla y al compositor y los músicos nada estimulaba tanto como tocar al aire libre. Don Luis, no podía sentirse más dichoso: en brazos de la mujer amada, extasiado por la música que llenaba cada estancia de un palacio concebido y construido a su entera satisfacción, y libre de una madre que, aunque amantísima, imponía con su presencia una férrea influencia sobre él.

 

La sombra de Eleta.

 

           

Por los cuchitriles de la Cebada comenzó a dejarse ver algún que otro majo poco habitual por el lugar. Por más que tratasen de urdir mañas e impostar gestos y comportamientos patibularios, su actitud resultaba fingida; estudiado el desaliñado aspecto; su comedimiento, providencial: bebían los tragos justos, pagaban puntuales, no se metían con nadie y, sobre todo, nunca subían mujeres a los cuartos. Esa actitud resultaba extraña, pues raro era el día en que un aceitero, un carretero o el empleado de un mesón no se enzarzaban entre ellos por una joven, después de haber pasado un par de veces por su cama; o se enfrentaban en una trifulca taurina los partidarios del Mulato y los del Lechero. Eso era lo habitual, y no pagar por adelantado la cazalla o el herbero que apuraban en un par de tragos, luego de echar un vistazo al local. Desde las primeras veces despertaron recelo en la Pepona, que los atendía diligente, aunque escamada. Hasta que un día le faltó tiempo para intercambiar sospechas con su colega, la Bobona —«mujer del Alejandro de las putas», como la motejaba Moratín—, e informarse sobre uno de aquellos majos que más parecían recién salidos de alguna secretaría que de una curtiduría o casquería.

—Ese que dices es cura o pasa mucho tiempo con ellos —confirmó.

—¿Cómo lo sabes? —replicó inquieta la Pepona.

El Santo Oficio conocía la actividad de los más de cien prostíbulos de Madrid, pero dejaba hacer siempre que los escándalos se mantuviesen alejados de las gacetas, y la información fluyese hacia los despachos a través de una tupida red de informantes. La Bobona había sonsacado a uno de aquellos:

—Sus ropas jieden como la iglesia de Nuestra Señora del Buen Suceso: a puro incienso y cera.

—¿Lo has subido a un cuarto? —preguntó, incrédula, la otra.

—Ay, Pepona, hija, paeces recién llegá del pueblo —replicó con desparpajo, tratándola de mojigata—, o espabilas y te calzas a un monaguillo de vez en cuando, o cuando quies date cuenta te han cerrao el negocio.

—¡Ya! —exclamó lacónica—. Después ties que llegate a la sacristía y follate a un obispo en vez de a un fraile si quies continuar con lo tuyo sin problema —abundó.

—¡Pues eso! Estos andan a la caza de una pieza menor, pero, ¡agárrate!

—Vamos, no me tengas en ascuas. Di lo que tengas que decir —se impacientaba Pepona.

—¡Buscan a una de las tuyas!

—¡Qué estás diciendo! ¿De mis zagalas? ¿A cuál?

—A una tal María —Pepona se sobresaltó—. La información me costó varias encamás con un curita delgaducho y lechoso. ¡Me pregunto si no debería cobrate por la noticia! —exclamó, maliciosa—: por lo menos esos frailes están limpios de peste y bubas —se conformó, luego de advertir la inquietud de la otra.

—¡María! Yo misma la traje de Ocaña siendo una cría. Me cuenta to lo que le pasa desde que le bajó la primera sangre.

—Tu María hace tiempo que es mujé y no le faltan agarraeras. ¿Adivina con quién se ve?

—¿Con quién? ¡No te hagas la misteriosa! ¡Habla, coño! —fingió impacientarse.

La Bobona la miró de hito en hito antes de desvelar una información que sólo podía haberle llegado por un cauce. De saberse, se comprometía a sí misma y comprometía al informante. Las compañeras se miraron la una a la otra tanteando la lealtad a que las obligaba el oficio.

—Se ve con el infante, el hermanísimo del rey. Una vez por semana viaja a Boadilla y pasa allí la noche. La Inquisición sospecha si no estará preñá dél.

—¡Dios mío! Eleta —aventuró.

—Eleta, sí —confirmó la otra.

—Y yo creyendo que atendía a una pariente moribunda cuando se largaba cada semana. Si hasta le apartaba un puchero de entresijo y gallinejas y le daba unos reales de mi cuenta.

La suerte de su negocio estaba de pronto en manos de una muchacha que, o bien estaba cometiendo una insensatez a sabiendas y se había «dejao preñar», o ignoraba el alcance de unas fuerzas de consecuencias desconocidas para todos.

Joaquín de Eleta era el confesor del rey, el hombre sin cuyo concurso este no daba un paso o tomaba decisión alguna. De misa diaria y confesión semanal, el monarca no había vuelto a yacer con una mujer desde la muerte de su esposa Amalia. Suplía la necesidad de contacto físico con una entrega desmedida al ejercicio de la caza, llegando a prescindir de cualquier otra cosa, excepto de su encuentro semanal con Eleta. Que el ladino personaje estuviese metiendo las narices en su casa a través de María o de los vigilantes enviados por este, la aterraba.

—Cómo habrá dao esa mona con el infante na menos —disimuló Pepona.

—¡Vamos, no te hagas la tonta! Todos los antros de Madrid saben que va más salío que el mango de un cazo desde que dejó el obispado. Aunque no se presente en ellos tie gente que le hace llegar el género a palacio sin problema. ¡Mejor, pregúntate a quién metes tú en tu casa! —insinuó, golpeando el hombro de su compañera.

—¿Moratín? —la miró con asombro, esperando su respuesta.

—¡El mismo cabrón! También se deja caer por la mía de cuando en cuando. No pierde ocasión de largarse sin pagar si convence a alguna moza: las dice que las sacará en sus patochadas teatrales y las echa un polvo gratis, el muy sinvergüenza.

Puta vieja, la Pepona callaba. Los negocios y acuerdos que había ido armando con el dramaturgo a través de María hasta dar con el principal les habían supuesto una buena tajada. Aquel, conocía de sobra el apetito sexual de este —¡cómo había de ser si había pasado la infancia, adolescencia y mitad de la juventud entre misales y capelos!—, que ahora buscaba recuperar el tiempo perdido y ellas se habían mostrado dispuestas a ayudarlo. No iba a enseñarle esa furcia de la Bobona nada que no supiese de antemano. Pero el bocado era sustancioso y el escritor lo había puesto en bandeja. A nadie convenía que María se quedase embarazada; menos, de figura tan ilustre. «A no ser —reflexionó—que estuviese actuando por su cuenta y lo que había sabido evitar con otros no quisiera hacerlo con este», pues tanto el escritor como ella misma la habían provisto de la protección necesaria que despachaban, bajo cuerda y a un precio extraordinario, Geniani y Pérez en el comercio de la calle Montera.

—Qué pasa, ¿te has quedao muda? —porfiaba la otra.

—No, estaba pensando en la Santa. En la cantidad de faena que puen quitanos si empiezan a meter las narices en el barrio.

—¡Eso es, quitanos! Así que no eches lo dicho en saco roto y ocúpate de esa putilla, que yo ya he hecho bastante con avisate —advirtió.

—Descuia. En cuanto la tenga enfrente la voy a decir cuatro frescas.

—¡Y si vuelven por tu casa, toma nota! —exclamaba la Bobona mientras sorteaba puestos de verdura en dirección a la Cava Baja, donde tenía su garito—: ¡Tirar pa’lante, y al oficio! ¡No quieras jubilate tan pronto!

 

La berrea.

 

 

Joaquín de Eleta encaró el largo pasillo, haciendo sonar con vigor los faldones del alba y el roce del modesto calzado sobre el suelo de mármol del antiguo alcázar, no ha mucho transformado en Real Palacio. La obstinada costumbre de vestir en la corte con austeridad franciscana le había granjeado el sobrenombre de “Alpargatilla” entre los cortesanos. Esa mañana, la inusual premura tomaba por sorpresa a unos sirvientes que, uno tras otro, iban abriendo puertas a su paso docenas de metros antes de que las hubiese alcanzado. Se hacía acompañar por su secretario, Hernando de Quintanar, quien cargaba un cartapacio algunos metros tras él. Después de atravesar varias estancias, dieron con el monarca en la capilla real. Aguardaba la llegada del fraile recogido en oración, sentado a un banco próximo al confesionario donde llevaban a cabo el sacramento. Podrían haberlo hecho en cualquier lugar de la enorme capilla: «no en vano, en toda ella estamos en la casa de Dios», había propuesto el confesor, en alguna ocasión; pero el rey había preferido humillarse ante la desgastada construcción de madera de nogal rescatada del Buen Suceso durante una reforma: «comportarme como una oveja más a ojos del Divino Pastor», aclaró con piadosa afectación ante el ofrecimiento del fraile. Al escuchar sus pasos, el rey se incorporó y encaminó los suyos hacia el confesionario, llegando a arrodillarse frente a este, hasta que el otro alcanzó el mismo y susurró en su oído:  

—Con la venia, majestad, debemos hablar de un asunto importante.

—¿No podemos hacerlo aquí? —balbució, bajando la mirada desde la cara del confesor e indicando con un gesto del mentón el banco tras la celosía.

—Señor, la cuestión no es materia que se pueda hablar en la casa del Señor, señor —el monarca pareció confuso; abrió ambos ojos con sorpresa, tratando de saber a qué señor se refería Eleta. Cuando estuvo seguro de ser él se incorporó con desgana y encaminó sus pasos hacia el exterior de la capilla: pocas cosas podían incomodar más a Carlos III que abandonar sus rutinas. 

Una vez fuera, el rey escudriño el cielo sereno de Madrid, olfateó el aire en busca del más leve indicio de humedad y orientó su pabellón auditivo hacia el bosque de la Casa de Campo: trataba de escuchar la berrea que recién comenzaba esa semana. Fuera lo que fuese que tuviera que decir Eleta, nada lo apartaría de su jornada de caza tras el almuerzo. Cuando lo creyó oportuno se detuvo frente a la balaustrada orientada a los jardines y preguntó:

—¿E Bene? —le gustaba emplear expresiones de su anterior reinado napolitano.

—He llevado a cabo las diligencias que ordenó su majestad y… —se detuvo un instante, tratando de reclamar la completa atención del monarca.

—E… ¿bene? —porfió este en la expresión, volviéndose con desgana hacia el obispo.

—Las conclusiones no son buenas.

—Qué intentas decirme, Eleta, habla claro.

—Se trata del infante. Como ordenó su majestad hemos seguido a todas las mujeres con las que se ha visto a lo largo del último año.

—¿Todas? —. Interrogó preocupado, apoyando su baja estatura en puntas de pies —la misma que echaba a faltar físicamente, le sobraba en resolución—, para dejarse caer después sobre los talones—. ¿De cuántas se trata? —quiso saber el rey.

—Al menos de cuatro, majestad. Tal vez cinco.

—¿Alguna es noble? —trató este de confrontar con evidente disgusto.

—Al menos dos, señor.

—Al menos, al menos…No parecen muy precisos tus informes, Eleta.

—No es sencillo acercarse a su excelencia sin llamar la atención, mi señor.

—¿Cómo? ¿No disponéis de espías en ese Santo Tribunal? —ironizó.

—Desde luego señor, pero así como resulta fácil acercarse a un figón no lo es tanto a un palacio.

—¿Acuden a verle o va él? —el rey jugaba con los botones de su casaca, tiraba y retorcía el hilo de la costura hasta casi desprenderlo.

—Ambos, mi señor.

—¿Viene a la corte? —había prohibido a su hermano acercarse a esta a menos que fuese convocado por él.

—No, después de la prohibición, señor. Aunque, acostumbraba a hacerlo… a escondidas.

—A mi hermano le faltan habilidades sociales para moverse en los bajos fondos —precisó categórico—: le sobra mojigatería y le falta pericia. ¿Quién le ayuda entonces?

—Veréis, majestad —se contuvo Eleta, dudaba de si ofendería a su regia persona al manifestar los nombres que le habían hecho llegar. Esperó un instante antes de hablar.

—Vamos, señor obispo —la impaciencia por despachar cuanto antes al ministro de la Iglesia e irse de caza lo llevaba a mal disimular su ansiedad—ningún nombre ha de ser tan privado que no pueda escuchar tu rey.

—En realidad son dos, señor —insistía el obispo en dilatar el misterio para desesperación del monarca.

—¡Ea, pues! Adelante Joaquín, que no tenemos toda la mañana —lo cierto es que sí la tenían, pero la desazón del monarca iba en aumento con cada berrido de los machos. Entrado septiembre, los días comenzaban a ser más cortos: cada hora que perdía en palacio era un ciervo que dejaba de abatir, y todavía le quedaba reunirse con los ministros y almorzar: dos horas, como mínimo.

Después de carraspear un par de veces, el confesor hizo un gesto y llevó al frente las manos que hasta entonces había mantenido entrelazadas a la espalda para confesar sin ambages:

—Son Paret y Moratín los que le prestan ayuda, señor.

—¡¿Paret?! ¡¿Moratín?! ¡Stronzi, bastardi! ¿Por qué han de ser siempre los más cercanos quienes traicionen a uno?

—Lo ignoro, majestad. Lo que sé es que ahora ha de sumar dos más a la lista de sus faltas — desvió el obispo la atención hacia los pecados veniales por moderar el golpe.

De sobra merecían aquellos dos el calificativo. Había dado oportunidad al primero para desplegar su talento con el encargo de Baile en máscara; el otro, había sido criado y educado, como quien dice, “a los pechos de su madre”: si Moratín era letrado y componía versos de dudoso gusto era porque la reina le había costeado los estudios en Valladolid. «¿Cómo se atrevían esos dos a contrariar una voluntad que sin duda conocían, siendo como eran personas próximas a la familia real y sus asuntos?»

—¿Alguna está preñada? —realizó el monarca un balance de daños.

—¿Cómo, mi señor? —tomó desprevenido al obispo que, sin embargo, no ignoraba que era la cuestión sucesoria y no el desfogue de su hermano lo que en verdad le preocupaba.

—Alguna de esas mujeres, ¿está embarazada? —reformuló el rey la cuestión al tiempo que sintió un retortijón en el estómago y supo que se le había cuajado la comida aun antes de haberla probado. Por no hablar de la salida al campo. En ese momento le preocupaban más los cuernos que su hermano pudiera estar poniendo por ahí, que las cuernas de siete puntas por cobrar: «lo único que tienen en común mi hermano y esos machos, es que van igual de salidos», rio el monarca su propia ocurrencia.

—¿He dicho algo gracioso, señor? —pregunto Eleta, confuso.

—¿Quiero los nombres de todas esas puttani? El lugar donde viven y del que proceden —optó por ignorar la pregunta y apelar al sentido práctico.

—Enseguida, señor —se volvió e indicó al secretario que se acercase. Éste se encaminó hacia los otros desanudando la carpeta con los informes, y extendió un pliego que Eleta leyó con afectación—: «las mujerzuelas son: Magdalena Pascual Ballester, más conocida como “la Catalana”; Antonia María Rodríguez, “Antoñita”, natural de Palencia y a la que su hermano dice profesar un gran afecto; y María Cubero, hermana de un barrendero del palacio de la Granja, y ambos de Fuensanta, un pequeño pueblo cercano a La Roda.»

—¡Pues sí que tiene a bien hacerse en poco! —exclamó el monarca en un murmullo casi imperceptible; elevó algo más la voz para añadir—: al menos hay dos Marías.

—Esta última —respondió el prelado a la cuestión formulada con anterioridad— se sospecha que pueda estar… embarazada.

—¿Se sospecha? ¿Una puta? ¿Preñada de un infante de España? —el rey lanzó las preguntas con fiereza tan poco habitual que lo llevó a golpear con la mano derecha la balaustrada—pero, ¡¿cómo que es posible?!

—Majestad, su hermano …—profirió Eleta sin llegar a concluir la oración.

—¡Lo sé! ¡Desde que abandonó la carrera eclesial es como un toro a la puerta de un chiquero! —completó, sujetándose la mano y agitándola en el aire para tratar de mitigar el dolor—. ¿Y las nobles?

—De las nobles no se sabe nada… con certeza —matizó la última palabra, pues no poco era lo que sabia—, tan sólo que acude a determinados palacios, aunque no sabemos si en calidad de invitado a las tertulias que frecuenta, o hay algo más.

—¿Entonces, por qué las pones en entredicho? ¡Nada menos que a dos! —bramó el rey.

—Porque acude a ellos al anochecer y en ausencia de sus maridos; tal vez en calidad de cortejo —esa figura, de moda entre las clases altas, distaba mucho de ser de su agrado, ya que facilitaba encuentros clandestinos tolerados en sociedad.

—¡Mi propio hermano, actuando como un vulgar cortejo! ¡Si la mamma levantará la cabeza! Bien, continuad investigando; respecto a las putas, devolved a su pueblo a las primeras y vigilad con sigilo a esta última. Algo tendremos que hacer si al final está preñada —remató, resolutivo.

—¿Qué sugiere, majestad? —preguntó el obispo, conociendo de sobra su cometido.

—¡Por Dios, Eleta, haced diligencias! ¡Buscad en su pueblo a algún mozo sano al que endosarle la criatura, si es que llega a este mundo!

El rey dio por perdido el día a poco de haber comenzado: una jornada sin cazar, privado de apetito y condenado a pasar toda una semana sin orear el alma era más de lo que podía soportar. Para colmo, debía reunirse con su gabinete sin tardanza: un feo asunto referente a las colonias americanas esperaba su veredicto.

 

San Juan.

 

           

María caminaba tras el rebaño de vuelta a casa. Atravesaba distraída los rastrojos que la acercaban a Fuensanta mientras los perros se ocupaban de pastorear. Sentía cálido sobre el pecho el colgante que portaba la miniatura de don Luis y debía devolver al refajo antes de alcanzar el pueblo. No había necesidad de que Pedro Tomales supiese más acerca de su pasado en la capital: regresaba embarazada de seis meses y sin padre conocido. No era extraño, muchas se iban y volvían de ese modo; el hambre y la miseria las empujaba a las ciudades y algunas, muy pocas, acababan por colocarse cómo porteras, verduleras o queridas de algún chispero que las engatusaba con la promesa de sacarlas de la profesión. Tomales se había alistado como infante de marina en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos; soñaba con dejar atrás las planicies manchegas y ver mundo; tal vez, hacer fortuna al otro lado de un océano que, había escuchado, se parecía a La Mancha en su vastedad. Pero lo único que logró fue una pata de palo y una magra pensión del Estado tras la toma de la Habana por los Ingleses; además de unas fiebres que a punto estuvieron de acabar con su vida en el hospital de San Juan, cuando aguardaba el galeón que lo traería de vuelta a España. Entretanto, un carpintero local había tallado para él la pierna que lo acompañaría el resto de sus días y lo liberaría de las muletas que le entregaron a cambio del miembro amputado. Las cinchas de cuero para sujetarla al muslo las confeccionó él mismo merced al oficio heredado de su padre, el de guarnicionero.

—Es madera de ceiba —le gustaba presumir, levantaba un poquito la pernera del pantalón y percutía sobre ella—, escucha el sonido: no oirás nada igual por aquí. 

 Y era cierto. La madera desprendía una sonoridad metálica de la que había aprendido a arrancar algunas notas en un ritmo que él llamaba, tropical.

—Así sonaba la isla noche y día, desde las tabernas del puerto hasta las garitas del Morro —la cálida evocación isleña, y la graciosa manera que él tenía de contar cómo se había caído de lado cuando la metralla le segó la pierna acabaron por enternecer a María.

—Corría por uno de los adarves hacia el lienzo donde nos cañoneaban cuando, de pronto, sentí un latigazo bajo la rodilla y el cuerpo empezó a caer de lado. ¡Como un pelele que arrojan al suelo! Pero la caída me salvo la vida, pues mientras lo hacía pasó silbando una andanada donde debía estar el pecho. No sentí dolor, sólo confusión por no saber qué ocurría.

—¿Ni siquiera un poquito? —preguntó María, más zalamera de lo habitual, al poco de conocerse—. Dejando a un lado esa tara, Pedro conservaba un fornido cuerpo de hombretón manchego; pero antes que nada, una mirada franca de ojos garzos de la que ni la guerra, los mosquitos, el hambre o las fiebres habían arrancado el brillo.

—¡Ninguno! El corte fue tan limpio que enseguida me desmayé. Cuando recobré el sentido estaba tendido en un catre de la enfermería con una pierna menos y el recuerdo de las balas sobre la cabeza. El impacto “quemó” la herida, aunque luego se infectó.

—¿Tampoco sentiste dolor entonces? —trataba de hacerlo hablar bajo la atenta mirada cómplice de su madre, afanada en pelar judías en una  esquina del patio, sin intervenir.

—¡Tampoco! Sólo fiebre. Lo malo de la fiebre es que te deshidratas, deliras todo el  tiempo. Tan pronto tienes frío como calor; pero no puedo quejarme, muchos en la misma situación acabaron en una fosa bajo un montón de cal.

—¿Te trataron bien allí? —dejó la frase en el aire. Las lecciones de Moratín continuaban frescas en su cabeza: de sobra sabía que no hay como dejar hablar a quien desea hacerlo; igual que su madre, tanteaba y sopesaba el corazón y determinación de ese hombre; su disposición, llegado el caso, a aceptar como suya una criatura que no lo era.

—¡A cuerpo de rey! Como no había vino y el agua escaseaba nos daban jugos de unas frutas deliciosas que aquí no conocemos. Eran tan sabrosos que valían por una comida. Tendrías que probarlos, en tu estado…

La mirada de  Pedro se dirigió a la panza y la señaló con la mano; María lo advirtió y se acarició la tripa por encima del vestido. Al cabo, él cayó en la cuenta de que había metido la pata que no tenía y acertó a decir:

—¡Qué tontería, si aquí no hay!

—No, aquí no hay —convino María suspirando, cargándose de determinación al tocar la barriga—, pero mientras su madre viva no ha de faltarle nada a este chiquitín.

—¿Has pensado cómo vas a llamarlo? —preguntó, echándose hacia adelante en la silla de anea; las mujeres se buscaron con mirada cómplice, les agradó que se interesase más por el futuro de la criatura que por el pasado de María:

—¡Luis!

—¿Y si es una niña? —quiso saber; por la sonrisa que ensanchó su boca de una comisura a la otra ambas comprendieron que le gustaba más esa idea.

—¡Luisa! —aventuró María con mirada vidriosa, devolviendo la sonrisa.

—¡Sí! ¡Me gusta! —extendió el brazo y a punto estuvo de poner su mano grande y callosa sobre la tripa de su vecina; aunque se echó atrás en el último instante, el gesto no pasó desapercibido a ninguno de los tres. 

Con todo, el bebé que nació casi cuatro meses más tarde fue varón y no hembra. Un niño fuerte y sonrosado que poco tenía que ver con la delgadez y apariencia enfermiza del padre a esa edad. Lo único que heredó el pequeño de él eran sus enormes y melancólicos ojos azules, aunque no la enorme nariz borbónica; y eso venía a ser una bendición: al menos, los ojos remitían al futuro padre putativo.

Una tarde, María tomó en su regazo al pequeño para amamantarlo ante la absorta mirada del guarnicionero, quien dejó a un lado la collera de caballería en la que trabajaba y con las herramientas comenzó a percutir sobre la pata de palo que descansaba en una silla. El sonido agradaba a la madre desde el primer día y relajaba al niño mientras tomaba el pecho. Quizá llevada por ese estado de placidez o tal vez porque hacía tiempo que la reconcomía el desasosiego —no poco tenía que ver su madre, quien, en alguna ocasión y tras un pronunciado suspiro, había insinuado en presencia de Pedro: «Ay, qué será de tu hermano»; entonces, María la había cortado tajante: trataba de que no se precipitase y la dejase hacer; encontrar el momento para plantear la espinosa cuestión de Manuel y llevar el tema a su manera— esa tarde se armó de valor y preguntó:

—Tú… ¿sabes escribir?

Dejó de golpear la madera y se la quedó mirando un instante, sorprendido; hasta que el niño comenzó a llorar atragantado con el último buchito y su madre lo volteó, le dio unos golpecitos en la espalda y los tres comprendieron que debía seguir tocando si querían que todo fuese bien.

—No, pero sé quién puede hacerlo por mí —respondió con firmeza, y continuó con la percusión al tiempo que el niño buscaba el pecho de la madre—: hay un escribano en La Roda que no dudaría en hacerme ese favor.

—¿Por qué?¿Te debe algo? —indagó María, perspicaz.

—La vida —añadió enigmático.

—Mi hermano… ya has oído a mi madre preguntar por él —introdujo el tema con  cautela, atenta a su reacción.

—Sí —respondió lacónico; trataba de que se explicase.

—Está en San Juan —soltó María por fin.

—¿En Puerto Rico? —las manos de Pedro dejaron de batir con la sorpresa: el pequeño se había saciado y descansaba ahora en el regazo de su madre.

—Eso es. Me gustaría escribirle una carta, tener noticias suyas —balbució temerosa, inquieta por desvelar un secreto que apenas había comenzado a dejar atrás.

 

El carro en el que viajaban había pertenecido a su padre. En él distribuía por la comarca los encargos que debía entregar a vecinos y clientes y había heredado, junto con el oficio. Después de echar un vistazo a la caja y comprobar que todo estaba en su sitio —el niño dormía en su cesta mecido por el traqueteo del vehículo, al lado de su pierna y el montón de arneses, colleras y riendas que había de entregar en el pueblo—, el hombre se arrancó a hablar sin que María lo hubiese pedido: 

—Antes de correr para defender la muralla recibimos orden de vaciar el polvorín de heridos y cadáveres. Una bala había impactado en el tejado y salido por una de las paredes. Por suerte, la mayoría de la munición había partido hacia el combate, allí sólo se encontraban los armeros, y algún soldado que había ido a recoger bastimentos.

—Entre ellos estaba el escribano —intuyó María.

—Llevaba el registro de munición en tiempo de guerra, y de las mercancías que se despachaban desde el puerto en tiempo de paz.

—¿Qué le ocurrió?

—¡Qué nos ocurrió, querrás decir!

Relató cómo, tras separar vigas, piezas de artillería y pertrechos que ocupaban el almacén incendiado, de dejar a un lado cuerpos reventados por los que ya nada se podía hacer, trató de escuchar la voz de algún superviviente. Por instinto, se asomó al fondo de un pasillo y, a continuación, a una pequeña oficina que daba a un patio; dentro yacía en silencio un hombre bajo un enorme tablón que le impedía moverse. Peleaba contra la madera tratando de quitársela de encima, mientras volvía la cabeza hacia afuera, impotente; parecía consciente de que jamás logaría salir de allí sin ayuda. En cambio, no la pedía; al ver aparecer a Tomales en el dintel de la puerta se limitó a mirar al exterior y, acto seguido, al tronco que le impedía alcanzarlo. Este apoyó el mosquete en una esquina y se sirvió del pie de una lámpara de forja para hacer palanca. Entre los dos, lograron que la viga se deslizase lo suficiente para liberar a Samuel.

—Samuel Maldonado, de la Roda —se presentó tras inhalar una profunda bocanada de aire: el madero le había comprimido la caja torácica en el acto de exhalar y a punto estaba de asfixiarse cuando asomó Tomales por la puerta; apenas repuesto, se incorporó de un salto y le tendió la mano. La absurda reacción convenció al guarnicionero de su desesperación—. ¡Parecía un muerto redivivo, María!

—Dijiste que te salvó también a ti —quiso saber María, la voz quebrada al escuchar por vez primera su nombre en la suya.

—Lo acompañé al cirujano y corrí hacia el adarve para cumplir las órdenes. Me vio partir a la carrera y él fue quien acudió en mi ayuda al verme caer. Me arrastró del cuello de la casaca hasta ponerme a salvo; se quitó el cinturón del pantalón y practicó el torniquete que impidió que me desangrase. Después, me dejó sin sentido en el hospital, donde desperté cuatro días más tarde.  

 

La casa del escribano en La Roda era una sólida construcción de dos plantas con ventanas enrejadas y portón blasonado. A los golpes de aldaba acudió un ama que los invitó a pasar a un patio repleto de plantas con una fuente cantarina en el centro. Al escribano no le había ido mal después de todo.

Cuando vio a la pareja con el niño en brazos bajo el alero del patio entrecerró confuso los ojos sin reconocer a quién lo reclamaba. Hasta que Pedro dio un paso adelante y su pierna dejo escapar un sonido metálico sobre el empedrado, rebotando en el entorno.

—Traigo el cinturón que te prometí —dijo por saludo.

—Dios mío, pero si eres…—respondió, abriendo los brazos para estrecharlo contra su pecho.

—Pedro Tomales, el mismo cojo que abandonaste en San Juan —bromeó este.

—¡Qué otra cosa podía hacer! —exclamó mohíno, el escribano.

Los dos hombres permanecieron largo rato abrazados. María observaba su cara y trataba de ver en él al hombre enjuto y cerúleo que le había descrito Pedro. Pero no lo reconocía en aquel de rostro tostado, corpulentas hechuras y holgados ropajes que trataba de justificar, entre sollozos, la partida del barco y su alistado en el rol:

—Lo sé, no tienes por qué disculparte —replicó entregándole un paquete envuelto en arpillera—. Cíñetelo, aunque veo que has engordado, creo que le he dado largo bastante.

—¡Muchas gracias, amigo mío! —respondió el escribano rodeándose con él la cintura—, pero me temo que vas a tener que hacer más agujeros de los previstos.

En el recibidor de la escribanía se sentaron ante unos vasos de aloja que la sirvienta había dispuesto sin que lo pidiesen. Una vez dentro, el escribano se mostraba enternecido con la criatura que su camarada había contribuido a traer al mundo, elogiaba el parecido de sus ojos, se justificaba por no haberse casado o se empeñaba en rememorar su marcha de Puerto Rico, habiendo dejado a Pedro atrás:

—Bien sabes que el galeón no esperaba y tú no estabas en condiciones de viajar; embarque con pena infinita, sin saber qué sería ti.

—Tuve aún más suerte que en la Habana. Me contaron que pasé dos semanas sin hacer otra cosa que sudar y delirar. La herida se había infectado, pero asociaron la fiebre a picadura de jején y me dieron tanta quina que si me plantan como a un árbol de chinchona, hubiera dado fruto.

—Pero decidme, ¿qué os ha traído a La Roda? ¿No habréis venido sólo a darme envidia con el chico y a devolverme el cinturón?

Dejó que fuese María quien tomase la palabra. Ella, habló de la necesidad de escribir una carta: «pues estáis en el lugar adecuado», se mostró encantado el escribano, feliz de poder ayudar a su amigo en la persona de su esposa. Mas fue en el momento en que los invitó a pasar a su despacho para dictarla, cuando observó sorprendido que María dejaba al chico en brazos de su acompañante y entraba sola.

—La que quiero que redacte no es fácil de dictar —la fluidez de su discurso sorprendió al escribano: no era habitual en una campesina manejar con soltura las palabras—, tal vez sea más una confesión que una carta al uso.

—Prosiga —Maldonado tomó la pluma en la mano con gesto grave y, sin mojarla todavía en el tintero cogió un pliego de papel de la resma que descansaba a un lado del escritorio.

Ella lo puso al corriente de la gravedad de una situación que ni siquiera su esposo —cómo habían resuelto presentarse ante él— debía conocer: «por su propia seguridad y la del hijo de ambos», remachó con solvencia. Estructuraba su discurso con inusual corrección y trataba de resumir, en una única hoja, diez años de vida intensa que el destinatario había compartido casi en su totalidad. Sabedora de que el receptor último no sabía leer ni escribir, dirigía la misiva a quien sí sabía, y conocía, además, la peripecia de los dos.

 

Estimado don Luis Paret y Alcázar:

 

Nada decía al amanuense el destinatario, aunque, como acostumbraba a hacer por deformación profesional, no apartaría del pensamiento hasta haber conocido todos los pormenores de esa persona.

 

Me dirijo a su señoría desde la confianza y el cariño que le profeso, aun a sabiendas de que su destino, lo mismo que el mío, ha sido tocado por el infortunio. Me compadezco de la triste situación en la que se encuentra y no hallo palabras con las que expresar mi desconsuelo. Tan sólo deseo que el tiempo, y la clemencia de su majestad, […]

 

El escribano tragó saliva y levantó la cabeza del papel al escuchar esa palabra. Clavó la mirada en la mujer que tenía sentada frente a él, pero ella lo animó a seguir con un gesto determinante del mentón.  

 

[…] acierten a devolverlo algún día a la patria para que pueda reunirse con su amada esposa, y continuar con su vida como si este horrible suceso jamás hubiera ocurrido. Tenga por cierto que de haber conocido sus fatales consecuencias, nunca me hubiera prestado a participar en unos hechos que a todos han traído desgracia. A su merced, el primero: privándole de continuar con su carrera al lado de su familia e impidiendo, con su inoportuno destierro, alcanzar la fama y fortuna que merece. Pero también al infante, por cuya mala cabeza, […]

 

—Pero, debe saber su…—dudó el escribano acerca del tratamiento a adjudicar a la mujer que se sentaba en su despacho y cuyas revelaciones, a tenor de lo escuchado, podían llegar a comprometerlo.

—Continuemos, por favor. Es preciso que no pierda el hilo de lo que quiero expresar porque tal vez no tenga otra oportunidad de hacerlo —el hombre se alarmó aún más ante las crípticas palabras de María, pero dejó que la curiosidad suplantase al miedo: los nombres y menciones que escuchaba tenían tal alcance que transformaban en osado a un hombre más bien cauto. Trago saliva y  se disculpó:

—Perdón, prosiga.

El escribano adaptaba o corregía el estilo de las revelaciones que ella dictaba, procurando acomodar, sin separarse un ápice de la intención del discurso, el texto a una confidencia más que a una carta fraterna, pues esa era la intención que había mencionado al principio.

 

[…] aunque honrado corazón, nos vemos todos arrastrados por el barro. Ignoro si vuestra merced estará al corriente de que don Luis se ha casado con una mujer mucho más joven y ha perdido en el trance cualquier opción sucesoria para su descendencia, además del tratamiento y privilegio reales. También ha sido desterrado de Boadilla del Monte —donde usted y yo acostumbrábamos a frecuentarlo—, yendo a dar con su nueva familia a Arenas de san Pedro, lejos de una corte a la que sólo puede acudir si el rey lo dispone. 

 

—Discúlpeme, señora —a falta de uno mejor el escribano adoptó ese tratamiento cortés—, ¿tiene usted la seguridad de no estar incurriendo en algún delito al hacer ese tipo de declaraciones? —preguntó timorato.

—No digo más que la verdad, y es mi intención que quien se ha visto afectado por ella tenga conocimiento de ella de primera mano.

—No lo pongo en duda, señora, pero piense que las personas que menciona son de la mayor relevancia y, tal vez…—dirigió su mirada a la vela que ardía sobre la mesa, sugiriendo la posibilidad de prender fuego a la misiva cuando aún estaban a tiempo.

—No hay nada que no sepa ya todo Madrid al respecto; cosa distinta es en San Juan, el lugar al que por desgracia han sido desterrados el destinatario de la carta que está usted escribiendo, y mi propio hermano.

—¿Su hermano? —dejó en el aire la cuestión y la animó a seguir con el dictado, más pendiente ya del relato que del posible delito.

—Así es, mi hermano, quien, como yo misma, se ha visto obligado a abandonar la capital y establecerse en un nuevo lugar, so pena de males mayores.

—Continuemos —invitó, no sin reserva, el escribiente.

 

No obstante, si ahora puedo ponerme en contacto con su señoría es porque su excelencia ha tenido la nobleza y grandeza de corazón, de advertirme de las intenciones del obispo Eleta y la institución que representa. De otro modo, no hubiera podido abandonar Madrid con la urgencia que la situación requería; habría puesto en peligro mi vida y la de la criatura que esperaba: Sí, entonces esperaba un hijo del infante; mas, a la redacción de estas líneas, el niño ha nacido ya. Nadie está al corriente del hecho excepto el escribano que me asiste en la escritura de esta carta, y ahora, vos.

 

Las precedentes eran palabras que María dictaba a Samuel pasadas por el tamiz de su oficio. No era grato al hombre escuchar la alusión a tan altas dignidades —máxime cuando no podía estar seguro de la certeza de cuanto escribía—, ni tampoco las confidencias que ella hacía y había de guardar en estricto secreto. Esos eran también «gajes del oficio» —se dijo por animarse a sí mismo, y pensando en su amigo.

—¿Está Pedro al corriente de esto? —el escribano comenzaba a atar cabos.

—No. Ni debe estarlo nunca —respondió María con acritud.

—Pero usted debe saber que nos une una estrecha amistad y —protestó confuso—, si hay algo que yo pueda hacer por su bien es mi deber informarle; que esté al corriente de cualquier cosa que le afecte; tanto ahora, como en el futuro.

María se echó hacia adelante en el escritorio poniendo ambos codos sobre la mesa, de ese modo reclamó la absoluta atención del hombre que tenía sentado enfrente.

—A esta altura, tal vez haya podido deducir por mis palabras el oficio al que he dedicado los últimos diez años de mi vida; de no ser así, sepa que su ejercicio requiere de tanta discreción como el suyo. Todo el que pudiera verse afectado por la revelación de algún secreto de alcoba, créame que ya lo está. Excepto Pedro. Trato de rehacer mi vida a su lado y, como usted aún no sabe, ese gran hombre —señaló hacia la puerta cerrada tras la cual aguardaban los dos—, nos ha acogido a mí y a mi hijo sin hacer pregunta alguna.

—Sí, pero…—protestó cuando María lo cortó tajante, adelantando una de las manos hasta tocar con la yema de los dedos el dorso de una de las suyas.

—¿De veras cree usted que ayudaría a Pedro saber aquello que él ha aceptado ya por cuenta propia? —preguntó sagaz.

—No —respondió lacónico. Acercó a continuación la pluma al tintero y acompañó el gesto con un leve y contrito suspiro. Mojó la punta en tinta e invitó a María a proseguir.

 

Si me he decidido a escribirle es por la confianza y el respeto que siempre me ha merecido su persona, además de por la cercanía y afecto que profesa, igual que yo misma, al infante. Deseo, antes que nada, dejar constancia de que ha engendrado en mí persona a una criatura a la que hemos puesto por nombre, Luis. Y aunque él lo ignora, es mi intención compartirlo con usted en previsión de futuros desastres que, Dios no lo quiera, pudieran llegar a darse. No hay duda de que él es el padre —una mujer sabe esas cosas—, pero como él mismo dijo en una ocasión, «me rodean fuerzas oscuras capaces de hacer mucho daño»; es por esa razón que me he decidido a escribirle: en previsión de que tales fuerzas pudieran volverse contra mí o contra el pequeño. Para evitar males mayores, debe saber que ha sido recogido en el libro de bautismo como “hijo de la tierra”: eso libera al infante de cualquier vínculo con el niño.

 

Tras poner ese punto, el escribano cayó en la cuenta de que estaba ante una mujer de veras valiente. Alzó la vista de la redacción y, mirándola a los ojos, descubrió en ellos un destello de inteligencia que esta completó con un ligero frunce de labios: «¿Queda así más tranquilo?», vino a decir, empleando las herramientas propias de su oficio.

 

—Antes de venir aquí hemos visitado la iglesia de El Salvador —aclaró.

—Comprendo. Cierran así cualquier pretensión sucesoria que pudiera llegar a darse.

—Protegemos al pequeño de cualquier intención malsana —aseveró María, para consultar enseguida—¿Podemos continuar con la redacción?

—Claro —mojó el otro la pluma en el tintero, resignado.

 

Quiero aprovechar la ocasión que me brinda esta carta para comunicar a mi hermano y a usted la situación en que me encuentro; hacerles saber que estoy bien, lo mismo que nuestra querida madre; después de tantas desgracias, comenzamos una etapa nueva e ilusionante en compañía de Pedro, el hijo del guarnicionero —Manuel sabrá a quien me refiero—, y del pequeño, su sobrino.

En la esperanza de que los dos estén bien de salud, y a la espera de verlos de regreso algún día se despide, siempre suya, María Cubero.

 

Finalizaba la carta una firma —más dibujada que escrita— con el trazo inseguro de María bajo su nombre. El escribano había ofrecido su pluma humedecida a la espera de que trazase una equis bajo este, como hacía la mayoría de quienes no tenían esa habilidad. En cambio, quedó asombrado cuando ella la tomó entre los dedos con la debida ceremonia y se afanó en escribir su nombre, bien legible y correctamente acentuado, seguido de su apellido; una prueba de orgullo que había exigido a Moratín, su mentor, y ese día utilizaba por vez primera en el lugar adecuado: tal vez no supiera redactar sus palabras, pero quería estar segura de poder rubricarlas ella misma.

 

De regreso al pueblo se sintió feliz por vez primera en mucho tiempo. A nadie importaba la relación que mantendrían ella y Pedro en adelante, un acuerdo de vida mutua que recién comenzaba con el mejor de los augurios: mientras daba el pecho en su casa y él percutía la pierna como acostumbraba, a María se le cayó del refajo la miniatura regalo de don Luis; fue a parar a los pies bajo el vestido con un golpeteo sordo, bien distinto del metálico que emitía la madera. El hombre empleó la pierna postiza para acercarla desde las faldas de la mujer hasta su pie, arrastrándola por la cadenita. La tomó del suelo y se quedó mirándola unos instantes, hasta apreciar la semejanza entre ese rostro y el que figuraba en los retratos del rey que había visto en los cuarteles de la Habana y San Juan. Iba a dejarla sobre el alfeizar de la chimenea cuando María, tras dejar al niño dormido en su cunita y componer la camisa, se acercó al guarnicionero y tomó el colgante de su mano. Abrió el marco con la trabilla lateral, extrajo la imagen y la arrojó a la lumbre que ardía en el hogar. A continuación, puso en la mano del hombre la cadena y el marco donde esta se engastaba y aclaró:

—Esta es la dote de Luis, deseo que ahora sea también tuya —dijo entrecerrando los dedos de Pedro sobre la palma.

 

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