Apezak hobeto
1.
Abatidos.
La
lumbre se consume en un extremo del galpón que los vascos han levantado en Butus,
Tierranueva. La estancia acuchillada por el viento boreal obliga a los
hombres a vestir la misma ropa que usan fuera, cuando emplean hasta la última
brizna de luz solar para derretir en tinas que borbotean al fuego el leviatán que
gobierna sus vidas desde que tienen memoria. Cada vez que un nuevo roción de
lluvia y viento helado se filtra por la tablazón agita las llamas en el hogar que
aún procura algo de calor a sus miembros. Entonces, el rol al completo tiembla
con ellas. Marineros curtidos por mil tempestades, se estremecen como harían
las hojas del haya que forma la quilla del barco cuando vivía en los bosques
vascongados. Las sombras se proyectan magnificadas de un lado a otro lado de la
estancia. Componen un lienzo que atraviesa la cellisca por los intersticios de
las tablas. Los cuerpos helados, yertos por el agua cortante de la bahía, recobran
apenas la temperatura necesaria para permanecer sentados a las dos bancadas que
recorren la sala. Único mobiliario, junto a la mesa frente a la que descansan, que
evita las estrecheces de la nave; al menos, durante las comidas. Ocupan el mismo
lugar que dicta la jerarquía de a bordo: los de mayor rango caldean sus huesos con
el fuego; los más distantes permanecen tomados por los brazos, hombro con
hombro, allí donde el calor de las llamas no llega. Capitán, contramaestre y
piloto ocupan el extremo más cálido y luminoso; a continuación se sienta el escribano
y, algo más allá, carpinteros, toneleros, cordeleros, calafates y marmitones encargados
de derretir la ballena en los hornos; a estos sigue la marinería al completo:
cuarenta hombres que nombran como uno solo, marinero; por último, sumidos casi en
plena oscuridad, se hallan los tripulantes de las balleneras encabezados por su
arponero. Mas no existe fuego capaz de caldear o iluminar, siquiera un tanto,
el alma de ninguno de los integrantes de la tripulación al completo: el día de
Santa Bárbara la nao San Juan, con base en Pasaje de Fuenterrabía, se ha
hundido ante sus ojos con casi mil barriles de saín entre inútiles gritos y
fracasados intentos por adrizar la nave. A cuatro jornadas del mes de
diciembre, 1565 toca a su fin.
2.
El ballenato.
El
último rorcual va llegando en trozos listos para ser hervidos en las tres
grandes marmitas que descansan sobre otros tantos hornos bajo el cubierto de
madera y teja. Las piezas de barro que cubren la estructura apenas representan
una mínima parte de las que viajan desde España como lastre de las naos. Antes
de ser arrojadas al fondo de la bahía algunas se emplean para reponer las que
el hielo ha quebrado durante el invierno boreal o han salido volando del
edificio principal a causa de las tempestades que asolan Butus durante los
meses más fríos. A medida que estiben en las bodegas de la San Juan los
barriles de saín que han ido a buscar arrojarán al mar las que han rendido ya su
cometido: evitar que la nave zozobre en el viaje de ida.
El
tendejón ha de ser por fuerza ventilado; los hombres a cargo de los hornos carentes
de escrúpulo alguno, pero dotados de olfato afinado: de una pasta tal que
permita soportar el hedor nauseabundo que desprende la ballena al ser hervida; capaces
de apreciar, entre tanta pestilencia, el punto exacto de cocción de los pedazos
que rendirán el mejor saín. El más fino y untuoso. El idóneo para iluminar, sin
desprender olor, al ser quemado en un candil. Éste no puede ser catado en boca
sin resultar tóxico, como ocurre con el de oliva. Por eso deben ejecutar, con
pericia y sin reparos, el trabajo más delicado de la campaña: transformar en
aceite el esfuerzo y el riesgo de todos; además de la cuantiosa suma invertida
por Joanes Portu y Miguel de Beoriz, vecinos de San Sebastián y armadores de la
nao. No es tarea fácil. Cada trozo de ballena destazada que los marineros acercan
en cestos de caña colmados de piezas no mayores que las tejas, aunque bastante
más gruesos, debe introducirse en las marmitas con sumo cuidado, vigilando que
la temperatura del horno sea la adecuada: demasiado alta, y la grasa contenida
en la pieza puesta al fuego se derretiría tan rápido que el saín se consumiría
en un santiamén en el candil; demasiado baja, y el aceite obtenido sería tan
denso que provocaría humo y olor al ser usado, inconcebible en las lujosas
viviendas y mansiones capaces de pagar por un producto tan caro y demandado.
Pero
esa mañana la tarea discurre a buen ritmo. Desde el alba, el monstruo dejado la
tarde anterior en la orilla de la playa descansa panza arriba a escasos pies del
tendejón. Casi diez codos de animal y ocho mil arrobas de peso han sido arrastrados,
a lo largo de varios días, por el canal que separa Tierra Nueva del continente.
Una peligrosa lengua de agua a merced de intensas corrientes de marea y
endiablados vientos que la recorren en sentidos opuestos arbolando el mar; entrado
septiembre no es extraño encontrar grandes témpanos de hielo a la deriva y espesas
nieblas que los confunden con la costa. Mas finaliza noviembre y el aceite que extraigan
de esa enorme jorobada supone la garantía de regresar a Pasajes con las bodegas
repletas.
—¡Aurrera!¡Hemos
venido hasta aquí y arrostraremos las corrientes, hielos, nieblas y vientos que
sean necesarios para volver a casa! —brama Borda, como apodan al capitán de la
nao, desde el alcázar, a los hombres que escuchan agotados en la cubierta
principal.
Esa
noche la San Juan abatirá al pairo en aguas abiertas. El patrón dará ocasión de
descansar a los marineros antes de enfrentar la peligrosa travesía que los
devuelva a Butus a través del estrecho. La ballena, firmemente amarrada a un
costado de la nave, descansará igual que ellos tras el feroz combate en que
rindió la vida:
—¡Somos
balleneros!¡Era ella o nosotros! —la particular salmodia con la que trata de
honrar a su rústico modo al animal con el que se ganan la vida, invita a los
marineros a retirarse a los cois a descansar.
Durante
la madrugada, mientras el viento aúlla en la jarcia y los cuerpos penden de las
hamacas mecidos por el oleaje, todos los hombres comparten el mismo sueño:
comienza con Juan de Urbina, marinero de Motrico, dando la voz de alarma desde
la cofa del palo mayor:
—¡Por
allí resopla! —grita, señalando al este— ¡Por allí resopla!
En
la factoría, las cuchillas de los hombres han destazado ya media ballena y
separado lengua y barbas de su boca, cuando carpinteros y toneleros se afanan
con martillos y sierras en la elaboración de los cajones que guardarán las tiras
flexibles con que el animal separa el alimento del agua cada vez que engulle
una bocanada de océano; dan forma a los barriles que contendrán el aceite más
fresco de la campaña, y el más cotizado en las subastas por haber decantado
menos tiempo. El cordelero, auxiliado por marineros y calafates bajo
supervisión del piloto, confecciona los cabos que sellarán los barriles: el
saín no puede entrar en contacto con la brea por razones obvias; patrón y
contramaestre apremian a todos para tratar de hervir al animal antes de que se
haga de noche; Oier y Aimar, los hombres a cargo de los hornos, intentan llevar
a cabo el trabajo con celeridad sin que la calidad se resienta; el ruido, el humo,
y, sobremanera el olor que brota de la estación ballenera atraen a docenas de
algonquinos que cargan en sacas de piel las vísceras que los vascos desechan. Una
vez seca y salada la entraña del animal proporcionará a sus familias el
sustento necesario para sobrevivir al invierno ártico. El graznido de gaviotas y
cuervos que se dan un festín con la sangre y los despojos colma el aire con sonido
de carnicería y matanza; rebota en las rocas que cierran la bahía, y llena de
ecos un espacio del que serán barridos en semanas, cuando la furia del viento
boreal expulse cualquier asomo de vida en las colinas.
De
pronto, al tajar el costado de babor del animal, al ronquido que sigue al
cuchillo que separa los labios de esa herida sigue el juramento ahogado de Laín
Arangoita, carnicero oriundo de Valdizarbe (Navarra) y embarcado más por
curiosidad que por necesidad: la que lo empuja cada campaña a sobreponerse al
mareo y las vomitonas por el solo placer de experimentar cosas nuevas.
—¡Aiva
de ahí! —exclama perplejo Laín— ¡Me cago en la vida!
Antes
de separarse de la ballena envuelto en una cálida y fétida vaharada, Laín distingue
en el vientre de esta el cuerpo difuso de una cría en su interior. Todavía
dentro de la placenta la cuchilla del carnicero ha quedado a una pulgada de
abrir la bolsa donde se perfila un cuerpo idéntico al de la madre, pero cinco
veces más pequeño; invertido igual que aquella, ensanchado el canal del parto y
listo para ser parido.
Al
llamado de los juramentos acuden otros hombres curiosos que imitan a Laín en su
actitud, salvo que blasfeman en otra lengua para, a continuación, permanecer en
silencio contemplando el vientre sin vida de la jorobada y su cría.
—¡Madarikazino!
[1]
—¡Ama
birjina! [2]
—¡Santua
andra mari! [3]
Poco
a poco, se van sumando más y más hasta que la tripulación al completo, junto a
los algonquinos que se han unido al extraño duelo, dejan el cadáver a merced de
las aves que continúan con su festín particular. Luego de un rato se vuelven
unos a otros sin saber qué hacer o añadir que no haya sido dicho antes por los
demás. Hasta que asoma el patrón, dando grandes zancadas, seguido del
contramaestre, los toneleros y “marmitones” que caminan unos pasos por detrás. Los
últimos dan cuenta a los primeros de la necesidad de toneles con que envasar el
saín que resta; los segundos se quejan de la falta de madera con que construir esos
barriles; y los oficiales no están dispuestos a dejar una sola gota de aceite
en esas playas, si pueden cargarla a bordo de la nao; por eso llegan más tarde
a la muda reunión entre aspavientos:
—¡Así
el agua llegue a los imbornales! —grita Borda, acercándose al lugar donde todos
aguardan una voz autorizada.
—¡Zer
demontre gertatzen ari da hemen! [4]
—profiere el segundo una expresión que hasta los micmak, la tribu de indios
algonquinos que habita esa zona, comprenden y repiten muy serios a modo de
saludo.
Al
escucharla, asienten con gesto grave, como si el contramaestre hubiese venido a
quitarles la palabra de la boca. Pero los recién llegados quedan tan mudos como
el resto cuando dirigen la mirada allá donde lo hacen los demás:
—¡Ama!
—abre mucho los ojos el segundo.
—¡Ni
erditu ninduen ama! [5]—lo imita el capitán.
—¡Ez,
amak ez zuen erditu! [6] —exclama
confuso el cabecilla micmak.
El
silencio que se adueña del espacio deja escuchar el borboteo de las marmitas en
la distancia. Después de un corto periodo de tiempo, de observar como el resto
sin saber qué hacer o decir, los responsables de las ollas aprovechan la excusa
del hervor para alejarse a toda prisa. Ahora son las rapaces desde el suelo las
que, despojadas de cualquier temor a los humanos, se disputan con gaviotas,
cormoranes y cuervos los despojos entre una algarabía de graznidos y batir de
alas. Borda, se rasca la cabeza pensativo. Siente clavados en él doscientos
ojos: las miradas de las sesenta personas que componen su tripulación, además
de las tres docenas de hombres y mujeres algonquinos. Las últimas, son las únicas
que asisten confusas a su reflexión; lo miran desafiantes, sin entender por qué
tarda tanto en tomar una decisión que para ellas resulta clara: extraer la cría
y devolverla al mar para que el resto de criaturas se nutran con ella; es lo
que han hecho sus ancestros desde tiempo inmemorial cuando han dado muerte a
una ballena preñada desde sus canoas o umiaks: no es fácil distinguir el estado
de un animal que asoma de cuando en cuando entre las olas. Hasta los niños tiran de las mangas de sus padres en busca de
una respuesta que no pueden darles.
—¡Hervidla!
—exclama, casi escupe, el patrón volteando hacia los hornos.
—¡¿Cómo?!
—consulta Laín angustiado, sintiendo todos los ojos fijos en él, que es quien
tiene que llevar a cabo la orden.
—Somos
balleneros, ¿no? ¡Cazamos ballenas, las hervimos y nos llevamos a casa su
aceite! —justifica Borda, alzando los brazos airado.
—Pero
…—nunca ha tenido reparos en sacrificar un ternero o un potrillo. Mas,
Arangoiti no se hace a la idea de convertir en saín a una cría de ballena: «No salí
de Lezo para esto», parece expresar con su gesto.
—¡Para
eso nos pagan! ¡Ese es nuestro trabajo! —zanja el patrón.
Los
marineros, que han permanecido todo ese tiempo mirando sus botas y retorciendo
entre las manos los pañuelos de paño con que cubren sus cabezas, comienzan a
regresar a sus labores; dejan a Laín en compañía de los algonquinos, que
murmuran cada vez con más fuerza, buscando palabras en una lengua que apenas
conocen:
—¡Ez,
amak ez zuen erditu! [7]—repiten esa letanía,
señalando airados a Arrieta.
Las
mujeres zarandean a los hombres, apelan a su coraje, se identifican con la
ballena, exigen para ella el mismo trato que esperarían en situación semejante:
las hembras micmak no entierran a sus crías cuando nacen muertas, las arrojan
al mar.
—¡Ez,
amak ez zuen erditu! —repiten impotentes los hombres al ser
interpelados; gritan más alto en la dirección en que se aleja Borda sin obtener
respuesta alguna.
Mujeres
y niños, al comprobar que ignora a los hombres de la tribu, toman la decisión de
extraer ellas mismas el cadáver del ballenato y arrastrarlo hacia la orilla
para hundirlo en aguas de la bahía. Pero Laín se interpone entre ellas y la
ballena blandiendo el largo bichero rematado en cuchilla que utiliza en su
labor. Sin atender a reproches, su mirada desprende la intención de agredirlas
si no le permiten llevar a cabo la orden recibida. Acuden en su ayuda los
marmitones, acompañados de una partida de hombres con garfios y cabos,
dispuestos a amarrar al ballenato por la cola y arrastrarlo hasta los hornos.
Las mujeres porfían dispuestas a jugarse la vida; los hombres tiran de ellas y
logran alejarlas entre gritos coléricos y aspavientos que nadie entiende. Los
marineros, armados con hoces y garfios, acaban por disuadirlas. Una niña micmak
toma una piedra del suelo y la arroja al carnicero al grito de «Apezak
hobeto[8]»,
la única expresión que conoce en su lengua.
Una
vez se alejan Laín toma en sus manos la hoz de uno de los marineros y, con la
punta, rasga el fino velo que separa a la cría del exterior. Antes de que el
filo llegue al otro extremo, el voluminoso cuerpo cae con un chapoteo a los
pies de la cuadrilla, cubriendo el suelo y las botas de todos con un líquido
grisáceo y carente de vida.
Por
su parte, el capitán ha resuelto entregar a los indios el contenido de los barriletes
de sidra que reservaba para el viaje de vuelta.
—¡A ver si así se contentan! —ha dicho.
Usarlos
para almacenar el saín que rinda el ballenato. Oier y Aimar realizan su trabajo
en silencio a medida que van llegando los trozos que Laín destaza. Todos
trabajan a disgusto: los hombres a cargo de las marmitas ven convertirse en
aceite a la que hubiera podido ser madre —la cría resultó ser hembra—, y el
carnicero hace cortes regulares, sin reparar en la proporción, por aliviar la conciencia
de los otros dos.
—¿Y
qué beberemos en el viaje de regreso? —consulta el segundo, mientras caminan
hacia el galpón-comedor.
—¡Agua!
—responde Borda con brusquedad.
—¿Agua?
—repite el segundo.
—Llenaremos
con agua las pipas y pellejos de vino que nos beberemos esta noche.
3.
Apezak hobeto.
El
sol comienza a ocultarse tras los cerros que rodean la bahía cuando el patrón decide:
—¡Ya
está bien por hoy! ¡Todo el mundo adentro! —finge contento con esa voz que han
roto el salitre y el aguardiente de toda una vida en el mar.
A
la orden, los hombres dejan los calderos vacíos de piezas de ballena y trasladan
bajo el cobertizo la última partida de barriles que subirán al barco al día
siguiente. Tratan, con escaso éxito, de despedirse de los algonquinos que aún
permanecen en la explotación, con la misma broma zumbona que acostumbran a gastarles
cada vez que acuden a cambiar pieles por sidra o restos de ballena:
—¡¿Qué
tal estás?! —pregunta Domingo Echániz, arponero de Orio, a uno de ellos.
—¡Apezak
hobeto! —responde este sin gracia, sólo por complacerlo.
Con
todo, desde el grumete al capitán deciden echar tierra sobre el incidente
anterior y rompen a reír con la consabida respuesta del indio —«¡Los curas,
mejor!» ha dicho resuelto en correcta lengua vascongada—. Pero esta vez sus
compañeros no ríen con ellos por contagio como acostumbran hacer.
—Si
se beben toda la sidra que no podemos llevarnos, en la siguiente campaña nos darán
las buenas tardes en nuestra lengua —bromea el contramaestre entre risas.
—Y
si les “dejaríamos” un poco de queso para acompañar, hasta nos bailarían un zortzico
—secunda el patrón.
—¿Te
los imaginas vestidos de blanco, con txapela y fajín colorao? —pregunta
el segundo sin dejar de reír.
—No
creo que “serían” capaces de levantar la pata hasta donde lo hacen los nuestros
sin caer antes de culo —responde aquel mientras se acercan al caldeado comedor.
Antes
de entrar, Borda olfatea la brisa que llega de los bosques del otro lado de la
bahía —tibia en exceso para una nariz acostumbrada al frescor oceánico— y
consulta a su oficial después de llenarse ambos cornetes con ese aire
ligeramente aromático que acerca un vientecillo del noroeste:
—¿Has
afirmado las estachas de proa?
—Cuando
desembarqué, la San Juan chapoteaba a barbas de gato como un pato en su charca —el
segundo palmea la espalda del hombre que deja vagar la mirada por el contorno ribereño
sin decidirse a entrar—. ¡Aprovecha esta noche, Borda, que no vas a dormir
mejor en tres semanas!
A
sus ojos, no existe en ese momento más que esa cáscara de nuez que ha de
llevarlos, a la carga y a ellos, sanos y salvos a través del mar inmenso hasta
sus casas; fiados sólo a Dios, a su pericia marinera, y a la voluntad y coraje de
los hombres.
—¡Qué
digo tres semanas, tres meses! —porfía el otro desde el dintel sin decidirse a
entrar— ¡Ya verás cuándo los niños se te suban a las barbas y la Itziar te
reclame el cariño que no le has dado en seis meses!
Borda
entra por fin y ocupa su lugar en la cabecera de la mesa. De espaldas al fuego,
caldea los riñones con su influjo benéfico mientras su olfato agradece el olor a
filete de lengua de ballena que el cocinero comienza a disponer en grandes
fuentes de madera. Deseoso de compartir con los hombres el entusiasmo de final
de campaña ordena al escribano que pasa a su lado:
—¡
Doble ración de vino para todos!
Al
escucharlo, la marinería prorrumpe en vítores y entona el sonsonete que acostumbra
al largar velas, o cuando acomete la maniobra de trasluchada con marejada de
popa. Por su parte, los tripulantes de las txalupas se sientan a horcajadas sobre
los bancos y fingen remar en persecución de una jorobada; siguen las indicaciones
del arponero que, puesto en pie, simula avistar un animal por proa; cada timonel
imita al arponero desde la popa de esa figurada embarcación y dirige con su voz
el ritmo de la palada:
—¡Aúh!
¡Aúh! ¡Aúh!¡Aúh! —gruñen ululantes: tosca manera de expresar contento entre los
balleneros.
4.
El hundimiento.
Todos
se inclinan sobre los filetes con apetito, el trabajo ha sido duro y ese un
manjar suculento. Pero antes apuran de un trago la primera de las raciones de
vino convenidas y levantan sus tazas en dirección al capitán en señal de
gratitud, quien responde con la suya llena hasta al borde de sidra: «no vaya a
ser que en la última mano pierda la partida completa», razona, cauteloso. Los
marineros ensartan con sus cuchillos la rosada carne y se la llevan a la boca
sin miramientos mientras sujetan con una mano el tazón esmaltado y con la otra el
filete.
De
súbito, un imperceptible temblor agita la llama en el hogar y desplaza las
sombras de aquellos a quienes la luz alcanza con su resplandor. Durante un
instante da la sensación de que los oficiales se abalancen sobre la tripulación
que come a oscuras. «¿Acaso te hace falta vela para encontrar el “verdel” bajo
el calzón? —reprocha un marinero a un grumete cuando se queja de la ausencia de
luz— ¡Pues tampoco es necesaria candela alguna para llevarse el cuchillo a la
boca, neskatila[9].»
Salvo el chico, a quien escuece ser tratado como una niña; o Ramos Arrieta,
alias Borda, quien asocia ese olor que se filtra entre las tablas con la
repentina oscilación de luz y la ráfaga de aire cálido que penetra en el
interior, todos continúan riendo y ensartando filetes como si tal cosa. En
cambio, el patrón reprime el instinto de levantarse y asomar la nariz fuera por
no alarmar con el gesto a los demás. También, todo sea dicho, por no separar
los riñones del fuego que, aunque escaso, proporciona un placer insondable a su
viejo y baqueteado casco. Mas la ráfaga vuelve a repetirse. Y a esta sigue otra
y otra más que golpean con fuerza el exterior de la estancia donde cenan hasta arrojar
a todos fuera e impactar los rostros curtidos por el frío con una vaharada de
aire cálido que lleva su memoria a latitudes meridionales. Entonces, tan
confundidos como Arrieta, que entrecierra los ojos para atisbar cómo “llaman”
las estachas de la San Juan, los hombres
se plantan con los brazos en jarras a la entrada del galpón. El segundo le
acerca oportuno un catalejo, más por descansar su conciencia en el criterio de este
que porque dude del fondeo dado a la nao. El patrón mira a través del artilugio
y murmura sin emitir juicio alguno cuando, de repente, el viento rola y se establece
con fuerza desde la boca de la ensenada. No es ya aquel viento tibio que oliese
en una primera ocasión, sino uno helado y salado que, procedente del mar, viene
a renovar al que se eleva hacia lo alto, montando un enorme cúmulo-nimbo capaz
de tragarse la bahía al completo con hombres y barco. Y lo hace en ráfagas más
furiosas cada vez hasta que, en un corto espacio de tiempo, el mar se riza ante
los ojos de todos y un viento helado aúlla entre la jarcia de la nao, trayendo
consigo el sonido de las mismísimas trompetas celestiales: como si Dios los convocase
al juicio final desde esas inhóspitas soledades. A sus cabezas acuden,
inevitables, las faltas cometidas durante su desgraciada existencia; excepto a
la del grumete, quien, por juventud, y por no recordar más pecado que el de
haber embarcado y roto con su necedad el corazón de su madre, piensa que al
menos se irá al otro mundo con la tripa llena. La virazón no da ocasión a
demasiadas confidencias con el Altísimo: enseguida la brusca sucesión de
latigazos de las amarras al romperse una tras otra deja paso al estupor de
todos.
—¡Ha
del barco! —gritan a coro docenas de gargantas, como si los pobres marineros
que han dejado de guardia parar izar las balleneras a su regreso pudieran hacer
cosa alguna.
Mas
tarde confesarían que ni siquiera escucharon el sonido de las voces que
llamaban desde tierra: «el viento que rugía en sentido contrario, las detenía»,
indicaron. Y si salieron a cubierta fue porque «¡sentimos la nao navegar ligera
bajo nuestras posaderas igual que si ‘estaríamos’ en mar abierto! —relataron, en
la desolación del galpón—. ¡Corría veloz, dejando la costa a estribor como si
no ‘llevaría’ en su vientre mil barricas del mejor aceite de ballena.»
—¡No
me lo recuerdes! —bramaba Borda desesperado, mordiéndose los nudillos—¿No
pudisteis arrojar al agua un ancla de fortuna, algún rezón capaz de sujetar la
nave?
—¡Cómo,
señor —respondían desconsolados, conscientes de la riqueza que se habían
tragado las aguas—; sólo éramos cuatro y los cabrestantes estaban ocupados con
las estachas reventadas! Además, todo ocurrió muy deprisa —justificaban,
retorciendo los gorros y volviendo la mirada ya a sus compañeros ya al capitán,
que la devolvía resentido o compasivo según el caso.
Mas
nada podía hacerse hasta la amanecida. Agotados, del primero al último de los
hombres se había echado a las aguas heladas de la bahía en el inútil esfuerzo
de sujetar la nave con los propios cuerpos, si fuese necesario. No fue preciso
que Arrieta diese orden alguna para que todos corriesen a las balleneras o hacia
la orilla en un intento desesperado por estabilizar la nao. Incluso una partida
de hombres, tras lanzar cabos desde las txalupas, logró abordar la nave y
moverse confusa por cubierta sin saber muy bien qué hacer ante el insoportable garreo
de las anclas sobre el fondo. Echániz lanzó su mortífera herramienta contra el
palo de mesana y trepó por el cabo hasta alcanzarlo para, una vez allí, aullar
de impotencia como el resto. Después de algún tiempo, ante la imposibilidad de
verse o comunicarse siquiera en la fría y ventosa noche invernal, Borda ordenó desalojar
la nave y desembarcar.
—¡Con
las primeras luces intentaremos reflotar la nao y sacarla de ese maldito lecho
fangoso!
Ahora,
mientras interrogaba a los hombres de a bordo y dedicaba miradas furtivas al
contramaestre, quien aseguró que la nao «descansaba como un pato en su charca»,
el capitán se resignaba a lo evidente y consideraba la estrategia a seguir al
día siguiente. Sin embargo, cada vez que una nueva racha incidía en el costado
de la embarcación y la arrastraba por el fondo limoso, el prolongado chirrido
de quilla y cuadernas comprimía el esternón y las costillas de cada hombre igual
que si fueran sus cuerpos los aplastados contra la costa. Cosa cierta en todo
caso, pues cada nave tiene su andar y el de la San Juan se había metido en sus
seseras igual que el aire salado en los pulmones, con cada bocanada.
El
sol no asoma todavía por el horizonte cuando la dotación de la San Juan al
completo, junto a los varones micmak que se han ofrecido a ayudarlos sin rencores,
aguardan junto a la orilla en silencio. Por suerte, el temporal de viento amaina
a medida que el resplandor del astro rey comienza a adivinarse sobre el océano,
equilibrando la temperatura de ambos fluidos. La tormenta se ha limitado a descargar
relámpagos y truenos que retumbaron en las colinas cercanas durante la noche.
En absoluto capaces de arrugar el corazón de un marino experimentado; menos, si
este se encuentra en tierra. Ahora, con las tripas llenas de gachas que el
cocinero ha repartido a discreción entre los hombres, empujadas con un tanque
de vino por cabeza, escuchan las olas chapotear a sus pies, tal y como había
dicho el contramaestre que ocurriría la noche anterior con escaso acierto. Éste,
encabeza a los demás con el agua en los tobillos por no encarar a quienes le dirigen
miradas de reproche. Prefiere ahorrar «cada brizna de energía para recuperar
los barriles y, si Dios quiere, reflotar la nave —como ha ordenado Borda al
amanecer—: ¡Aurrera!¡Entre una y otra luz no habrá descanso para nadie!»
5.
Silencio.
Con
la primera luz del día cuatro txalupas se disponen en línea a proa de la nao. Cobran
los cabos que les lanzan desde cubierta, y los hacen firmes en el espejo de
popa de cada embarcación. A la voz de capitán y segundo tratarán de llevar la
nave a aguas profundas. Pero antes han recuperado las estachas, anudado las reventadas
tras el golpe de viento y recuperado las anclas, cobrando desde el chicote que
ha permanecido a flote. La profundidad a la que esta varada la nave apenas llega
al metro, pero el agua está tan fría como los pies de una esposa al extremo de
la cama. Dar con el fondeo significa, en todo caso, lanzarse a ese abismo
espectral donde un hombre avezado —el cuerpo engrasado en saín y vestido con pieles— puede permanecer durante una corta inmersión:
enseguida ha de salir a la superficie, abrigarse de inmediato y permanecer
junto al fuego si desea alcanzar una temperatura compatible con la vida.
En
las entrañas del barco han dispuesto la bomba de achique que cinco hombres accionan
por turnos desde primera hora. Por fortuna, el agua que sale es más de la que
entra. Y aunque algunos han caído al mar, los barriles de la primera bodega,
que antes flotaban a la deriva, comienzan a amontonarse de cualquier modo contra
el costado inclinado. La brecha que se ha abierto corre peligro de hacerse
mayor. Deja escapar un silbido insoportable entre los maderos del forro que aún
permanecen fijados por clavos a sus cuadernas, cubriendo de espuma, algas y
lodo la carga estibada. En todo caso, menos angustioso que el borboteo bajo la
vía de agua que impide alcanzarla; una vez a la vista, con algo de estopa, calafate
y mucha suerte será posible cegarla; después ya es cosa del carpintero, de madera
y brea, de amurar la nave al bordo contrario para trabajar con garantía, y de encomendarse
al Altísimo para que un golpe de mar, una barrica mal estibada o un bao
desplazado, no golpee la “herida” abriéndola de nuevo.
Con
el agua por la cintura, docenas de hombres apuestan su virilidad contra el mar
helado de la bahía; mientras, hacen palanca con tablones, trancas y maderos destinados
a la lumbre, e incluso con arpones del mejor roble vizcaíno a fin de enderezar
la embarcación: unos apalancan desde el costado de estribor con el fulcro bien
hundido en el lodo; otros, desde babor mediante un cabo amarrado al extremo de las
tablas que usan aquellos; lo pasan por encima de la cubierta y tiran al mismo
tiempo aunando esfuerzos; a los que están a babor el agua apenas les llega por
las rodillas; pasado un tiempo breve, a una orden del patrón, se turnarán con
los otros so pena de perder para siempre una generación de marineros en Pasajes.
—¡Vamos,
muchachos, empujad con fuerza! ¡Todos a una! —grita el contramaestre,
recobrando la autoridad perdida.
—¡Vamos
bateleros, la San Juan es la ballena más importante que cobraréis en vuestras
vidas! —secunda el capitán.
—¡Como
un solo hombre! ¡Halad cabos y remos! ¡Nos va la vida en ello! —implora el
piloto.
—¡Bogad!
¡Bogad! ¡Bogad! ¡Bogad! —repiten los timoles desde las balleneras. Dispuestas
en fila, con una gruesa estacha amarrada a proa de la nave y el extremo a popa
de cada una de aquellas, los tripulantes bogan hasta desollarse las manos para
avanzar unos palmos que la tensión del cabo enseguida recobra.
Mientras
eso ocurre, una cadena humana se introduce en las bodegas, se dispone sobre
cubierta o se sienta a horcajadas en ambas bordas para, con el empleo de una
red y las poleas que penden de las botavaras, izar los barriles de saín que van
quedando a flote. A continuación, los hacen descender hasta una ballenera
dispuesta a tal fin en el costado donde el agua es más profunda, y los amontonan
sobre esta hasta que el peso amenaza con hundir la embarcación; o bien, desde
el costado contrario, un grupo de hombres aguarda con un carromato para disponerlos
en orden sobre la playa. Tiempo habrá, una vez se haga de noche, de ponerlos a
cubierto en el galpón que utilizan para las comidas aun a costa de compartir el
exiguo espacio con los barriles: representan el esfuerzo de muchos meses y son su
única garantía de futuro.
Al
trabajo de los vascos se suma el de los hombres micmak. A pesar del reproche de
sus mujeres, y todavía resentidos por su comportamiento del día anterior, les
prestan ayuda. Están habituados a la temperatura del agua y a las extremas condiciones
meteorológicas; ataviados con prendas enceradas en piel y engrasadas manos y
caras, proporcionan a los europeos un auxilio sin el que no hubieran sido
capaces de poner a salvo tantos barriles: más o menos, dos tercios del
cargamento. El único resuello que toman los remeros se produce cuando los
hombres situados a estribor se turnan con los de babor; entonces, aprovechan
para esconder bajo las axilas sus manos despellejadas —sucumbir a la tentación
de sumergirlas en agua helada supondría cierto alivio, pero dejaría en carne
viva unas palmas que soportarían intenso dolor el resto de la travesía y, tal
vez, estragarían para siempre la única herramienta de que disponen para ganarse
la vida, su fuerza de trabajo—. Los marineros a la bomba de achique derrochan energía
en la esperanza de que la brecha no se ensanche y los barriles sigan aflorando
desde el fondo de las bodegas; de que asome la vía para que los hombres puedan
trabajar la madera y la brea dispuesta en los cubos, y lista para ser utilizada.
Concentrados en la faena, unos empujan o halan, otros achican o reman, o se
desgañitan los timoneles —¡Aúh! ¡Aúh! ¡Aúh!¡Aúh!—, exhortando a los bateleros a
hacer lo imposible por sacar el barco del cepo donde está preso.
—¡Remad
por vuestras mujeres! ¡Empujad por vuestros hijos! ¡Achicad por vuestros
padres! —brama el contramaestre, recorriendo la línea de costa.
—¡Este
invierno pasarán hambre! ¡Pero también el siguiente! ¡Y al otro, si no conseguimos
reflotar el barco! —secunda, Borda.
—¡Escuchad
al capitán! ¡Remad como si hubieseis visto al mismísimo diablo! —exclama Pero Górliz,
el piloto, infundiendo terror en los hombres.
Del
primero al último, los bateleros —socorridos por el arponero asignado a cada
ballenera, también a los remos—, junto al empuje de la marinería que aprovecha
el descenso de quienes extraen los barriles por no sobrecargar la embarcación,
logran que esta se enderece lo suficiente como para salir del lecho en que se
encuentra y se deslice unos codos hasta adrizar por completo; cabeceando de
proa, se introduce lentamente en aguas profundas, tomando una arrancada
imparable que deja atrás a quienes tiran o apalancan. Estos, liberados de su
labor, se suman al bramido de indios y oficiales y alientan a unos remeros que,
enardecidos, bogan con toda el alma ante la idea de saber a sus familias hambrientas.
Su esfuerzo lanza la nao a una velocidad superior a la que alcanzaría con
viento estable de popa, pero con rumbo diferente al de varada. Desde el primer
momento, aconsejados por el piloto, los oficiales dieron orden de bogar en un
ángulo más abierto respecto a la línea de crujía con el fin de liberar la nao
del fondo y conducirla al centro de la bahía. Pero ahora, con el mar en calma y
tras el corajudo esfuerzo de los bateleros, el enorme desplazamiento de la nao
arranca a ocho nudos de velocidad rumbo a una piedra que vela con la marea. Tras
el momento de júbilo, los dientes de sierra de esa roca cubierta de lapas, mejillones
y almejas en costados y aristas rasga la nao allí donde está la vía,
ensanchándola, profundizándola sin remedio. De súbito, en las balleneras,
aligeradas de la carga de la nao que se desliza sin esfuerzo, continúan bogando
exaltados, animados por los compañeros desesperados ante la idea de no regresar
ese invierno a sus casas. En su esfuerzo introducen en las bodegas más agua de
la que estas son capaces de soportar y comprometen, sin poder evitarlo, la
flotabilidad de una nave que se hunde a ojos de todos sin remedio. Una a una,
las tablas del forro van desapareciendo bajo las aguas hasta no dejar a la
vista más que palos, vergas, cables y obenques.
En
el entorno se hace un silencio profundo. Apenas roto cuando la quilla golpea el
fondo y deja clavada a la nao con la jarcia emergiendo perpendicular al agua y
las cofas mirando a mar abierto, hacia el rumbo que lleva a Pasaia, Lezo, Motrico,
San Sebastián, Orio… . Las olas que provoca al hundirse permiten que asome la
piedra que ha causado el naufragio, ahora ligeramente a popa del barco, como
siniestro testigo de su desgracia.
Oier
y Aimar, los hombres a cargo de los hornos, permanecen tan mudos como el resto
de quienes han participado en el esfuerzo de reflotar la nao; pero, a
diferencia de aquellos, éstos se miran el uno al otro y comprenden, sin asomo
de duda, el sentido de las palabras que las mujeres micmak les dedicaron, entre
murmullos y miradas de odio, cuando se alejaban del cuerpo de la ballena y su
cría. Entonces creyeron entender que era a ellos a quienes maldecían, y no
dijeron nada: poco podían hacer, salvo cumplir las órdenes recibidas. E incluso,
en cierto modo, las disculparon; empatizaron con su condición de hembras y
madres. Pero en ese momento entendieron que la abominación no iba dirigida a
ellos —meros ejecutores de un mandato que no pueden desobedecer, según su ley—,
sino a la nao y el destino de todos en virtud de un precepto natural que atañe
a todas la criaturas vivas y hasta los algonquinos, en su “ignorancia”, conocen
y respetan. Ahora, callan de nuevo. Esta vez en la seguridad de que sus
compatriotas traspasarían con sus arpones a unos hombres que, sin embargo, han
acudido generosos en su auxilio. Las mujeres, en cambio, ni siquiera han
aparecido por el lugar del naufragio.
6.
Unos barriles de saín.
Fermín
Olabarrieta, notario de Oñati y amigo de la infancia del cura del pueblo, Pío
Montoya Arizmendi, fue nombrado su albacea cuando tomó posesión de la plaza en la
localidad; pero aquella tarde, en la apertura de la plica que contenía el testamento
de su amigo, no mencionó ningún barril de sidra al leerlo:
[…]
lego a mi amiga Selma Barkham la totalidad de mis modestos bienes —apenas
unos legajos conteniendo otros tantos pliegos, y una relación de aperos y
trastos que se detallan en el anexo I de este testamento—, en la seguridad de
que sabrá hacer buen uso de ellos; me anima el cariño y respeto que le profesé
en vida, tanto a ella, como a Brian, su esposo que en paz descanse.
En Oñati, a 27 de abril de 1973.
Pero
allí estaban. Al fondo de la bodega. En el sótano de la rectoral anexa a la
iglesia de San Miguel. Entre capachos de esparto, un viejo trillo de piedras
desgastadas, una antigua bomba de agua, cedazos de distintos diámetros, una
artesa desvencijada, guarniciones y colleras de caballería; rejas de arado,
palas, horcas y multitud de aperos sin cuento que el párroco, en su afán por
restaurarlos y hacer del local un pequeño museo etnográfico que Selma pudiese
explotar para financiar sus estudios, nunca se había decidido a tirar. Ahora
eran suyos. De Selma Barkham, Huxley de soltera. Nacida en el centro de Londres
en el período de entreguerras, de ilustre familia de científicos y literatos con
ancestros canadienses, y sin ningún contacto con el campo y sus labores, ignorante
por tanto de los objetos que recibía en herencia, mucho menos de su uso.
—Lady
Selma —aunque afincado en una comarca rural, el notario era hombre de mundo,
pero, antes que nada, un caballero; o eso pretendía hacer creer— ¿acepta usted
el legado del padre Pío?
—¡Acepto!
—respondió ella resuelta, con una pizca de orgullo que su férreo carácter británico
le impidió mostrar, a pesar de que ardiesen en su interior tanto el orgullo
como la terquedad de su familia: por un segundo, a punto estuvo de decir, ¡Accept!,
remarcando la sonoridad del término con el mejor High-brow language de
la isla.
—Debo
informarle, My dear lady —notificó envarado el notario, salpicando de
inoportunas galanterías la imprescindible perorata legal—, de que la aceptación
de la herencia conlleva unos gastos que es preciso satisfacer a la firma de la
misma.
La
supuesta caballerosidad no era para él incompatible con el prurito profesional de
que a menudo hacía gala. Máxime, «siendo mileidi —como se refería a ella
en vida del párroco—, si no pobre de necesidad, sí necesitada de algún
empujoncito económico. Incluso, tal vez, de otro tipo», reía entre dientes el
Fermín Olabarrieta más rijoso, cuando le planteaba a su amigo «la imperiosa
necesidad de asumir tales costas.»
—¡No
seas grosero, Fermín! ¡Mileidi, como tú la llamas con evidente falta de
respeto, es amiga mía, y su situación económica no te da derecho a ser zafío! —lo
reprendió severamente, el párroco.
—¡Hombre!
¡Viuda, con cuatro hijos pequeños y aún de buen ver…! ¡Digo yo que alguna
necesidad tendrá! —porfió el notario, ofreciendo su cara menos galante, la que
mostraba al párroco con la excusa de la amistad.
—¡Fermín,
no consiento que hagas especulaciones maliciosas, al menos en mi presencia! La
señora se gana la vida enseñando su lengua y ha demostrado ser bien capaz de
sacar adelante a su familia sin necesidad de ningún hombre desde que falleció
su marido.
—¡Bueno,
bueno, no te pongas así! Sólo bromeaba —plegó velas el notario, para volver
enseguida a la carga—. ¿No será que te ha hecho, bajo secreto de confesión,
alguna confidencia que no puedes mencionar?
Al
escucharlo, el párroco se detuvo en mitad de la alameda y, haciendo ademán de
marcharse, exigió a su amigo que dejase el tema o revocaría de inmediato el
testamento que habían estado ultimando esa mañana. Éste, preocupado de pronto por
la influencia negativa que las palabras del padre pudieran tener sobre su
negocio vía confesionario, abandonó definitivamente la cuestión.
—¡Por
Dios santo! ¡¿Pero qué os enseñan en la Facultad de Derecho?!¡Deberías saber
que es protestante! Además, nuestra amistad no es excusa para hacer según qué
insinuaciones —zanjó Montoya, furioso.
—Está
bien. Te pido disculpas. Pero debes saber que, haciendo una estimación a la
baja, aceptar tu herencia le supondrá una suma en torno a las doscientas mil
pesetas. Y, francamente, no veo, entre los objetos que legas, posibilidad
alguna de reunir esa cantidad —recurrió, ruin, al argumento pecuniario, a la
vez que lo tomó por el codo para obligarlo a seguir con el paseo—.
—Eso
no es de tu incumbencia. Llegado el momento, contará con esa suma —remata el
cura, zafándose de la mano del amigo y permaneciendo a su lado.
—No
lo pongo en duda —aseguró el otro con sonrisa cínica.
A
veces, Pío —«Dios me perdone»— se reprochaba a sí mismo haberle dado la
extremaunción al hereje de su padre; cuando éste había renegado de Cristo hasta
el último aliento. Si lo hizo, fue porque se lo rogó su madre al final la
agonía. ¡Y estando ya inconsciente! Que de otro modo le hubiera «metido el
hisopo por el culo», como amenazó en más de una ocasión. Con todo, aprovecho esa baza para obtener de
Fermín una demora en la entrega a la Iglesia del sótano de la casa familiar,
toda vez que esta le había arrebatado el resto, al no poder hacer frente a la
contribución: «¡Con el miserable sueldo que me pagan, además de ahorrarse mi
alojamiento!», pecó de pensamiento y enseguida se santiguó.
Abriéndose
paso entre telas de araña, polvo reposado y olor a humedad; tolerando, si no de
buen grado, sí con franca naturalidad la presencia de roedores que corretean
inconfundibles sobre las losas de piedra—«crecí en medio del Blitz[10],
no van a impresionarme ahora cuatro ratas españolas», se anima Selma—, armada
con la pata de una silla y una linterna cuyo cono de luz se llena de polvo a
medida que avanza, aparta los objetos que conforman el legado de Montoya, más
por curiosidad y gratitud, que porque se sienta capaz de sacarles algún partido;
al menos, en la medida que el padre había previsto. Trata de hacerse una
composición de lugar, del trabajo que supondría la reforma de los objetos y del
espacio dedicado a ese fin y concluye que, en su actual situación, no tiene
tiempo —¡ni ganas!— de abrir un nuevo frente que le permita —¡quién sabe
cuándo!— obtener algún rendimiento de ellos. Bien es cierto que el padre le legó
también el usufructo del local donde ahora se encuentra, «aunque sólo
con la finalidad mencionada, y hasta el fallecimiento de usted, Dios quiera que
dentro de muchos años —recalcó Fermín Olabarrieta durante la apertura del
testamento, para aclarar a continuación—: La casa que ocupa la rectoral fue
propiedad de la familia del finado desde el siglo XV hasta… el pasado año
setenta, cuando pasó a manos de la Iglesia Católica Española.»
—«Y
excepto ese sótano con acceso directo desde, ¡Oh surprise!, San Juan
Kalea, en las condiciones mencionadas —Selma, repite en su cabeza las palabras
del notario de camino hacia el lugar—. El muy bastardo ha llamado “finado” a su
amigo, y empleado una expresión en inglés colegial al saber que investigo un
pecio con ese nombre.» Murmura mientras camina por calles húmedas de lluvia,
escuchando el eco de sus pasos multiplicado en las viejas fachadas hasta
alcanzar, sin darse cuenta, la pasarela desde la que se accede al bellísimo
claustro gótico que el río atraviesa. Desde el interior, una modesta puerta conduce
al sótano de la rectoral.
—«¡Cuánto
mejor me hubiera venido la suma que he tenido que entregar al asqueroso de tu
amigo! La verdad, no sé qué veías en él, padre Pío —piensa, apartando viejos
muebles que levantan nubes de polvo y la obligan a toser y estornudar—, como no
fuera la arraigada costumbre de darse aires y hacerte de menos.»
Al
levantar una lona, oculta bajo ella y protegida del polvo por una gruesa
arpillera se apilan, formando una pirámide, tres pequeños barriles de los que aún
se utilizan para envasar sidra en la comarca. Sorprendida, empuja hacia atrás arpillera
y lona y los descubre, dejando a la vista sus tapas selladas con cuñas de
madera. Acostados sobre la superficie libre de polvo, y grabados con la punta
de un objeto metálico puesto al rojo, se lee nítido: Saín Butus 987, Saín Butus
988, Saín Butus 999. Atónita, se agacha frente a los toneles y pasa una mano
sobre ellos con intención de limpiar cualquier mancha que pueda desvelar alguna
otra información. No hay ninguna, pero lo leído es más que suficiente. Con el
corazón latiendo deprisa, trastabillando entre cachivaches y a punto de
tropezar y romperse la crisma, se encamina hacia la puerta que ha permanecido
entornada todo ese tiempo. Sale a la luz cegadora de la calle y emprende el
camino hacia su casa a paso firme cuando, apenas caminados cien metros, vuelve
sobre sus pasos para cerrar con llave la puerta del sótano: Ahora guarda mucho más
que trastos.
Por
suerte, los niños están en la escuela. Todavía tardarán un par de horas en
regresar. De pronto, recuerda que no ha cocinado nada con que darles de comer.
Pensaba hacerlo a la vuelta de la iglesia. Ahora, excitada, de camino a la sala,
husmea con avidez el contenido de la alacena y aprueba: conservas, tomates,
pan, fruta … «Asunto resuelto», se dice, tomando un trapo húmedo con el que
quitar el polvo a los pliegos amarillentos que descansan en dos atados sobre la
mesa, el lugar donde los dejó —desilusionada y rabiosa—, a primera hora, tras dejar
a los niños en el colegio y acudir a la notaría; para regresar a casa cabizbaja
y abrazada a ellos contra el pecho, en el interior de una bolsa de tela. Lo
único que le ofreció Olabarrieta a cambio de un sobre bancario con el cheque donde
figuraba el importe solicitado el día anterior por teléfono, además de los
papeles.
—«¡Qué
no habría hecho yo con 250.000 pesetas, padre Pio! —la cantidad se había
incrementado en ese tiempo— Encima, tuvo el mal gusto de abrir el sobre y
comprobar la cifra delante de mí.» Rezongaba Selma, de vuelta en casa. Representaba
el ahorro de los tres últimos años: el dinero con el que contaba llevar a los
niños a Canadá esas navidades para ver a los abuelos. ¡Cómo se lo diría ahora!
Tras
pasar con delicadeza el paño húmedo sobre ellos, y desatar con premura uno de
los legajos, comienza a mover los pliegos con mano experta. Lleva veinte años
husmeando en archivos, bibliotecas y conventos y distingue con aguda mirada lo
importante de la simple burocracia. Después de abrir varios pliegos y leer en
diagonal cada uno de los cuatro apartados, da con el fundamental. El recibo que
señala una partida de cincuenta barriles de aceite que la familia Montoya había
adquirido en el año 1567 contra el pago de cincuenta mil reales de a ocho, una
auténtica fortuna para la época. Prosigue, entusiasmada y satisfecha, con su
hallazgo; razona que ese documento representa por sí solo la cantidad entregada
a Olabarrieta, y el éxito de la empresa mucho más. Al mismo tiempo, tiene un
recuerdo emocionado para Arizmendi y su generoso legado. Pero hay algo que no
encaja. En el albarán se especifican cinco decenas de barriles de doscientos litros
cada uno y los que ella ha visto en el sótano son barricas de dieciséis litros,
más o menos. Entonces, «¿por qué siguen ahí después de todo ese tiempo? ¿Por
qué esa capacidad? Pero, sobre todo, ¿por qué no figuran en el albarán?»
Selma,
sigue con su investigación y desata el otro legajo. Tras arduos esfuerzos por
entender, en una legua que no es la suya, escrita además en un castellano de
otro tiempo, bien distinto del que ella aprendió en México cuando se “embarcó” en
esta aventura, va desentrañando, con terca paciencia, la presencia en el sótano
de esos barriletes. Al fin, en uno de los pliegos, se menciona un acuerdo
mediante el cual la familia Montoya se compromete a quedarse con tres de esos
barriles a cambio de una pequeña rebaja en el precio del resto; el documento
figura numerado en el encabezamiento como 6/20, y parece redactado en un formato
tipo donde lo único que cambia es el espacio para el nombre y la firma al pie;
deduce entonces que los litros que rindió el ballenato, mencionado en letra
diminuta al pie del documento, fueron poco más de trescientos; y aquella la manera
que encontraron Portu y Beoriz, armadores de la San Juan, de sacar partido a un
saín “maldito” que había hundido su barco, y distribuirlos entre unos clientes
que, de haberlo sabido, lo habrían rechazado, supersticiosos.
7.
Auroras.
Las
auroras boreales no eran ninguna novedad para Selma Huxley, las había visto en repetidas
ocasiones; pero sabía que, como tantas cosas en la vida, no hay como la
primera. En su caso, ocurrió finalizada la guerra, cuando viajó a Canadá para
visitar a sus parientes; concluidos los estudios universitarios, decidió permanecer
allí una temporada. En ese tiempo conoció al que sería su marido y el padre de
sus hijos, Brian Barkham; juntos, las contemplaron muchas veces durante su etapa
en ese país, antes de afincarse definitivamente en el País Vasco; ahora tenía por
fin la ocasión de mostrárselas a los chicos. Y una vez más, gracias al padre
Pío: entre los documentos heredados, figuraba una cartilla de ahorro con un saldo
modesto, pero suficiente para enfrentar, al menos, el coste de los pasajes. «¡Bendito
padre Pío!», se dijo mientras miraba por la ventanilla del avión que
sobrevolaba la costa de Terranova.
Tras
unos días en la casa familiar, comida por la impaciencia, a la aguerrida Selma
le faltó tiempo para tomar un vuelo interior hacia Red Bay (Labrador) y
alquilar una vivienda con vista a la bahía. «Pasaremos allí una semana y regresaremos
a tiempo para las fiestas navideñas: si el tiempo nos acompaña, me encantaría mostrar
a los chicos las auroras boreales», fue la excusa que puso a sus parientes.
La
casa donde se quedaron pertenecía a un descendiente de aquellos micmak que en
el pasado habían comerciado con los vascos: ¡No podía ser de otro modo en lugar
tan remoto! Allí se habían alojado los Barkham en su juventud, y ahora ella lo
hacía con los niños: la ocasión no podía ser más emotiva. Sentados
tranquilamente en el porche, aguardaron la noche bien pertrechados con ropa de
abrigo, mantas y café; los ojos de todos bien abiertos, ni a Selma ni a su
arrendatario se les ocurrió desvelar nada del espectáculo natural que estaban a
punto de contemplar. A cambio, el indio satisfizo la curiosidad de los
muchachos al responder a la pregunta de por qué la localidad se llamaba Red
Bay:
—No
he visto ese color más que en la fachada de algunas casas —aseguró el joven
Michael.
A
regañadientes, Selma cedió la palabra al hombre, quién relató el episodio de la
bahía repleta de tejas arrojadas al mar por los balleneros:
—Eran el lastre de las embarcaciones que
vuestros compatriotas —los chicos habían nacido en Guipúzcoa— ya no necesitaban
en el viaje de vuelta a casa. ¡Ya veis, se llevaron las ballenas y nos dejaron
las tejas! —exclamó impotente, volviendo las palmas de sus manos hacia arriba.
—¡Mirad,
allí! —gritó excitado Mark, el pequeño de los Barkham, señalando el cielo.
Sobre
las colinas, un velo verdoso, fosforescente y mágico ilumina la serena noche invernal.
Comienza a asomar, sobre los cerros pelados, una luz espectral. Las veladuras recorren
el horizonte duplicándose nítidas en el agua de la bahía; a medida que pasan
los minutos, aumentan de dimensión y frecuencia. La excitación de los chicos no
es menor que la de su madre, incapaz de acostumbrarse al grandioso espectáculo.
A Selma, además, le traen recuerdos de un tiempo feliz y enamorado. De súbito, entre
esos mantos de intenso verdor, surge uno de tonalidades violetas que parece
emerger del fondo de la bahía.
—¡¿Has
visto eso, mamá?! —grita Michael, señalando el agua excitado. Superado por
tanta belleza.
—¡Desde
luego! —exclama ella, igual de sorprendida. Uno a uno, todos expresan su emoción.
Incluso el indio, que hasta ese momento parecía habituado a la hermosura y
permanecía en silencio ante el formidable espectáculo, exclama entusiasmado:
—¡Es
la ballena! ¡No podéis haber tenido más suerte! —e indica el tono morado que,
en efecto, brota de la superficie del agua—. Cuando alguno de los barriles que
contiene su aceite se rompe, el líquido alcanza la superficie y se evapora,
adoptando ese color amoratado. ¡Pasa muy de vez en cuando!
—Pero,
entonces…¿La San Juan sigue ahí? —pregunta, casi en un susurro, la señora
Huxley.
—¡Desde
luego! ¿Quién iba a sacarla? —responde el indio perplejo, mirando a Selma.
—Y
el aceite del que habla, ¿pertenece a una sola ballena? —insiste ella.
—Bueno,
esa ya es materia para la leyenda; aunque, en Red Bay, nos gusta creer en ellas.
¿Por qué no? —se vuelve de nuevo hacia Selma, que asiente hipnotizada—. Lo cierto
es que, en las escasas ocasiones en que se ve el resplandor azulado, a los
pocos días aparece uno de aquellos barriles en la costa. En el museo tenemos
alguno, mañana se lo mostraré.
—Y
… ¿Cuál es esa leyenda? —a su pregunta se suma la cara embobada de los chicos,
que aguardan la misma respuesta.
—Como
decía —carraspea el algonquino dándose importancia— ocurre siempre que un
barril sale a la superficie. Existe la creencia de que los vascos cazaron en
estas aguas una ballena que se había quedado preñada en las vuestras; pero regresó
para parir en Butus, como se llamaba entonces a este lugar; con tan mala
fortuna que, a su vuelta, y tras darle caza, transformaron en aceite a la madre
y a su cría. En cierto modo, la madre permaneció en la bahía, pues al ser los
últimos en embarcar los barriles salieron por la misma vía de agua que se llevó
el barco al fondo. ¡Y aquí se quedaron! La mayoría del aceite fue recuperado y
llevado a España, incluido el del ballenato. Ahora, cada vez que un barril
emerge, su contenido se evapora y dibuja en el cielo la misma figura de color
violeta.
—¡¿Qué
figura?! —preguntan los Barkham al unísono.
—¡Aquella
de allí! ¿La veis? —escudriñan todos el cielo— ¡Ésa que parece un zapato de
mujer con el tacón roto!
8.
La nao San Juan.
En
1974, Selma Huxley menciona al arqueólogo subacuático Robert Grénier la
posibilidad de que el pecio hallado en Red Bay sea la San Juan; y la figura que
la ballena dibuja en el cielo de sus aguas, la ría de Pasaia que los locales todavía
desconocen. Esta última, acoge en su seno el astillero Albaloa; allí, Xavier
Agote, carpintero de ribera y su equipo, aceptaron hace cinco años el reto de
construir la réplica de la San Juan, siguiendo los planos que Grénier obtuvo de
la nao hundida. Así, entre todos, darán forma al sueño de Selma Barkham — Huxley
de soltera—: navegar con ella hasta Red Bay para devolver a sus aguas el saín
del ballenato que la madre reclama desde hace más de cuatro siglos.
El
próximo verano, el monte Sorgiñarri dará de nuevo a luz a la San Juan y los
descendientes de aquellos balleneros tendrán ocasión de enmendar el error que sus
antepasados cometieron entonces.
[1] Maldita sea.
[2] Virgen María.
[3] Santa María Madre.
[4] Qué cojones está
pasando aquí.
[5] La madre que me
parió.
[6] No, la madre no
parió.
[7] No, la madre no
parió.
[8] Los curas, mejor.
[9] Niña.
[10] El Blitz
fue una campaña de bombardeos sostenidos en el Reino Unido por parte
de la Alemania nazi que se llevaron a cabo entre 1940 y 1941 durante
la Segunda Guerra Mundial.
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