Apezak hobeto

 


1.      Abatidos.

La lumbre se consume en un extremo del galpón que los vascos han levantado en Butus, Tierranueva. La estancia acuchillada por el viento boreal obliga a los hombres a vestir la misma ropa que usan fuera, cuando emplean hasta la última brizna de luz solar para derretir en tinas que borbotean al fuego el leviatán que gobierna sus vidas desde que tienen memoria. Cada vez que un nuevo roción de lluvia y viento helado se filtra por la tablazón agita las llamas en el hogar que aún procura algo de calor a sus miembros. Entonces, el rol al completo tiembla con ellas. Marineros curtidos por mil tempestades, se estremecen como harían las hojas del haya que forma la quilla del barco cuando vivía en los bosques vascongados. Las sombras se proyectan magnificadas de un lado a otro lado de la estancia. Componen un lienzo que atraviesa la cellisca por los intersticios de las tablas. Los cuerpos helados, yertos por el agua cortante de la bahía, recobran apenas la temperatura necesaria para permanecer sentados a las dos bancadas que recorren la sala. Único mobiliario, junto a la mesa frente a la que descansan, que evita las estrecheces de la nave; al menos, durante las comidas. Ocupan el mismo lugar que dicta la jerarquía de a bordo: los de mayor rango caldean sus huesos con el fuego; los más distantes permanecen tomados por los brazos, hombro con hombro, allí donde el calor de las llamas no llega. Capitán, contramaestre y piloto ocupan el extremo más cálido y luminoso; a continuación se sienta el escribano y, algo más allá, carpinteros, toneleros, cordeleros, calafates y marmitones encargados de derretir la ballena en los hornos; a estos sigue la marinería al completo: cuarenta hombres que nombran como uno solo, marinero; por último, sumidos casi en plena oscuridad, se hallan los tripulantes de las balleneras encabezados por su arponero. Mas no existe fuego capaz de caldear o iluminar, siquiera un tanto, el alma de ninguno de los integrantes de la tripulación al completo: el día de Santa Bárbara la nao San Juan, con base en Pasaje de Fuenterrabía, se ha hundido ante sus ojos con casi mil barriles de saín entre inútiles gritos y fracasados intentos por adrizar la nave. A cuatro jornadas del mes de diciembre, 1565 toca a su fin.

2.      El ballenato.

El último rorcual va llegando en trozos listos para ser hervidos en las tres grandes marmitas que descansan sobre otros tantos hornos bajo el cubierto de madera y teja. Las piezas de barro que cubren la estructura apenas representan una mínima parte de las que viajan desde España como lastre de las naos. Antes de ser arrojadas al fondo de la bahía algunas se emplean para reponer las que el hielo ha quebrado durante el invierno boreal o han salido volando del edificio principal a causa de las tempestades que asolan Butus durante los meses más fríos. A medida que estiben en las bodegas de la San Juan los barriles de saín que han ido a buscar arrojarán al mar las que han rendido ya su cometido: evitar que la nave zozobre en el viaje de ida.

El tendejón ha de ser por fuerza ventilado; los hombres a cargo de los hornos carentes de escrúpulo alguno, pero dotados de olfato afinado: de una pasta tal que permita soportar el hedor nauseabundo que desprende la ballena al ser hervida; capaces de apreciar, entre tanta pestilencia, el punto exacto de cocción de los pedazos que rendirán el mejor saín. El más fino y untuoso. El idóneo para iluminar, sin desprender olor, al ser quemado en un candil. Éste no puede ser catado en boca sin resultar tóxico, como ocurre con el de oliva. Por eso deben ejecutar, con pericia y sin reparos, el trabajo más delicado de la campaña: transformar en aceite el esfuerzo y el riesgo de todos; además de la cuantiosa suma invertida por Joanes Portu y Miguel de Beoriz, vecinos de San Sebastián y armadores de la nao. No es tarea fácil. Cada trozo de ballena destazada que los marineros acercan en cestos de caña colmados de piezas no mayores que las tejas, aunque bastante más gruesos, debe introducirse en las marmitas con sumo cuidado, vigilando que la temperatura del horno sea la adecuada: demasiado alta, y la grasa contenida en la pieza puesta al fuego se derretiría tan rápido que el saín se consumiría en un santiamén en el candil; demasiado baja, y el aceite obtenido sería tan denso que provocaría humo y olor al ser usado, inconcebible en las lujosas viviendas y mansiones capaces de pagar por un producto tan caro y demandado.

Pero esa mañana la tarea discurre a buen ritmo. Desde el alba, el monstruo dejado la tarde anterior en la orilla de la playa descansa panza arriba a escasos pies del tendejón. Casi diez codos de animal y ocho mil arrobas de peso han sido arrastrados, a lo largo de varios días, por el canal que separa Tierra Nueva del continente. Una peligrosa lengua de agua a merced de intensas corrientes de marea y endiablados vientos que la recorren en sentidos opuestos arbolando el mar; entrado septiembre no es extraño encontrar grandes témpanos de hielo a la deriva y espesas nieblas que los confunden con la costa. Mas finaliza noviembre y el aceite que extraigan de esa enorme jorobada supone la garantía de regresar a Pasajes con las bodegas repletas.

—¡Aurrera!¡Hemos venido hasta aquí y arrostraremos las corrientes, hielos, nieblas y vientos que sean necesarios para volver a casa! —brama Borda, como apodan al capitán de la nao, desde el alcázar, a los hombres que escuchan agotados en la cubierta principal.

Esa noche la San Juan abatirá al pairo en aguas abiertas. El patrón dará ocasión de descansar a los marineros antes de enfrentar la peligrosa travesía que los devuelva a Butus a través del estrecho. La ballena, firmemente amarrada a un costado de la nave, descansará igual que ellos tras el feroz combate en que rindió la vida:

—¡Somos balleneros!¡Era ella o nosotros! —la particular salmodia con la que trata de honrar a su rústico modo al animal con el que se ganan la vida, invita a los marineros a retirarse a los cois a descansar.

Durante la madrugada, mientras el viento aúlla en la jarcia y los cuerpos penden de las hamacas mecidos por el oleaje, todos los hombres comparten el mismo sueño: comienza con Juan de Urbina, marinero de Motrico, dando la voz de alarma desde la cofa del palo mayor:

—¡Por allí resopla! —grita, señalando al este— ¡Por allí resopla!

En la factoría, las cuchillas de los hombres han destazado ya media ballena y separado lengua y barbas de su boca, cuando carpinteros y toneleros se afanan con martillos y sierras en la elaboración de los cajones que guardarán las tiras flexibles con que el animal separa el alimento del agua cada vez que engulle una bocanada de océano; dan forma a los barriles que contendrán el aceite más fresco de la campaña, y el más cotizado en las subastas por haber decantado menos tiempo. El cordelero, auxiliado por marineros y calafates bajo supervisión del piloto, confecciona los cabos que sellarán los barriles: el saín no puede entrar en contacto con la brea por razones obvias; patrón y contramaestre apremian a todos para tratar de hervir al animal antes de que se haga de noche; Oier y Aimar, los hombres a cargo de los hornos, intentan llevar a cabo el trabajo con celeridad sin que la calidad se resienta; el ruido, el humo, y, sobremanera el olor que brota de la estación ballenera atraen a docenas de algonquinos que cargan en sacas de piel las vísceras que los vascos desechan. Una vez seca y salada la entraña del animal proporcionará a sus familias el sustento necesario para sobrevivir al invierno ártico. El graznido de gaviotas y cuervos que se dan un festín con la sangre y los despojos colma el aire con sonido de carnicería y matanza; rebota en las rocas que cierran la bahía, y llena de ecos un espacio del que serán barridos en semanas, cuando la furia del viento boreal expulse cualquier asomo de vida en las colinas.

De pronto, al tajar el costado de babor del animal, al ronquido que sigue al cuchillo que separa los labios de esa herida sigue el juramento ahogado de Laín Arangoita, carnicero oriundo de Valdizarbe (Navarra) y embarcado más por curiosidad que por necesidad: la que lo empuja cada campaña a sobreponerse al mareo y las vomitonas por el solo placer de experimentar cosas nuevas.

—¡Aiva de ahí! —exclama perplejo Laín— ¡Me cago en la vida!

Antes de separarse de la ballena envuelto en una cálida y fétida vaharada, Laín distingue en el vientre de esta el cuerpo difuso de una cría en su interior. Todavía dentro de la placenta la cuchilla del carnicero ha quedado a una pulgada de abrir la bolsa donde se perfila un cuerpo idéntico al de la madre, pero cinco veces más pequeño; invertido igual que aquella, ensanchado el canal del parto y listo para ser parido.

Al llamado de los juramentos acuden otros hombres curiosos que imitan a Laín en su actitud, salvo que blasfeman en otra lengua para, a continuación, permanecer en silencio contemplando el vientre sin vida de la jorobada y su cría.

—¡Madarikazino! [1]

—¡Ama birjina! [2]

—¡Santua andra mari! [3]

Poco a poco, se van sumando más y más hasta que la tripulación al completo, junto a los algonquinos que se han unido al extraño duelo, dejan el cadáver a merced de las aves que continúan con su festín particular. Luego de un rato se vuelven unos a otros sin saber qué hacer o añadir que no haya sido dicho antes por los demás. Hasta que asoma el patrón, dando grandes zancadas, seguido del contramaestre, los toneleros y “marmitones” que caminan unos pasos por detrás. Los últimos dan cuenta a los primeros de la necesidad de toneles con que envasar el saín que resta; los segundos se quejan de la falta de madera con que construir esos barriles; y los oficiales no están dispuestos a dejar una sola gota de aceite en esas playas, si pueden cargarla a bordo de la nao; por eso llegan más tarde a la muda reunión entre aspavientos:

—¡Así el agua llegue a los imbornales! —grita Borda, acercándose al lugar donde todos aguardan una voz autorizada.

¡Zer demontre gertatzen ari da hemen! [4] —profiere el segundo una expresión que hasta los micmak, la tribu de indios algonquinos que habita esa zona, comprenden y repiten muy serios a modo de saludo.

Al escucharla, asienten con gesto grave, como si el contramaestre hubiese venido a quitarles la palabra de la boca. Pero los recién llegados quedan tan mudos como el resto cuando dirigen la mirada allá donde lo hacen los demás:

—¡Ama! —abre mucho los ojos el segundo.

—¡Ni erditu ninduen ama! [5]—lo imita el capitán.

—¡Ez, amak ez zuen erditu! [6] —exclama confuso el cabecilla micmak.

El silencio que se adueña del espacio deja escuchar el borboteo de las marmitas en la distancia. Después de un corto periodo de tiempo, de observar como el resto sin saber qué hacer o decir, los responsables de las ollas aprovechan la excusa del hervor para alejarse a toda prisa. Ahora son las rapaces desde el suelo las que, despojadas de cualquier temor a los humanos, se disputan con gaviotas, cormoranes y cuervos los despojos entre una algarabía de graznidos y batir de alas. Borda, se rasca la cabeza pensativo. Siente clavados en él doscientos ojos: las miradas de las sesenta personas que componen su tripulación, además de las tres docenas de hombres y mujeres algonquinos. Las últimas, son las únicas que asisten confusas a su reflexión; lo miran desafiantes, sin entender por qué tarda tanto en tomar una decisión que para ellas resulta clara: extraer la cría y devolverla al mar para que el resto de criaturas se nutran con ella; es lo que han hecho sus ancestros desde tiempo inmemorial cuando han dado muerte a una ballena preñada desde sus canoas o umiaks: no es fácil distinguir el estado de un animal que asoma de cuando en cuando entre las olas. Hasta los niños  tiran de las mangas de sus padres en busca de una respuesta que no pueden darles.

—¡Hervidla! —exclama, casi escupe, el patrón volteando hacia los hornos.

—¡¿Cómo?! —consulta Laín angustiado, sintiendo todos los ojos fijos en él, que es quien tiene que llevar a cabo la orden.

 

—Somos balleneros, ¿no? ¡Cazamos ballenas, las hervimos y nos llevamos a casa su aceite! —justifica Borda, alzando los brazos airado.

—Pero …—nunca ha tenido reparos en sacrificar un ternero o un potrillo. Mas, Arangoiti no se hace a la idea de convertir en saín a una cría de ballena: «No salí de Lezo para esto», parece expresar con su gesto.

—¡Para eso nos pagan! ¡Ese es nuestro trabajo! —zanja el patrón.

Los marineros, que han permanecido todo ese tiempo mirando sus botas y retorciendo entre las manos los pañuelos de paño con que cubren sus cabezas, comienzan a regresar a sus labores; dejan a Laín en compañía de los algonquinos, que murmuran cada vez con más fuerza, buscando palabras en una lengua que apenas conocen:

—¡Ez, amak ez zuen erditu! [7]—repiten esa letanía, señalando airados a Arrieta.

Las mujeres zarandean a los hombres, apelan a su coraje, se identifican con la ballena, exigen para ella el mismo trato que esperarían en situación semejante: las hembras micmak no entierran a sus crías cuando nacen muertas, las arrojan al mar.

—¡Ez, amak ez zuen erditu! —repiten impotentes los hombres al ser interpelados; gritan más alto en la dirección en que se aleja Borda sin obtener respuesta alguna.

Mujeres y niños, al comprobar que ignora a los hombres de la tribu, toman la decisión de extraer ellas mismas el cadáver del ballenato y arrastrarlo hacia la orilla para hundirlo en aguas de la bahía. Pero Laín se interpone entre ellas y la ballena blandiendo el largo bichero rematado en cuchilla que utiliza en su labor. Sin atender a reproches, su mirada desprende la intención de agredirlas si no le permiten llevar a cabo la orden recibida. Acuden en su ayuda los marmitones, acompañados de una partida de hombres con garfios y cabos, dispuestos a amarrar al ballenato por la cola y arrastrarlo hasta los hornos. Las mujeres porfían dispuestas a jugarse la vida; los hombres tiran de ellas y logran alejarlas entre gritos coléricos y aspavientos que nadie entiende. Los marineros, armados con hoces y garfios, acaban por disuadirlas. Una niña micmak toma una piedra del suelo y la arroja al carnicero al grito de «Apezak hobeto[8]», la única expresión que conoce en su lengua.

Una vez se alejan Laín toma en sus manos la hoz de uno de los marineros y, con la punta, rasga el fino velo que separa a la cría del exterior. Antes de que el filo llegue al otro extremo, el voluminoso cuerpo cae con un chapoteo a los pies de la cuadrilla, cubriendo el suelo y las botas de todos con un líquido grisáceo y carente de vida.

Por su parte, el capitán ha resuelto entregar a los indios el contenido de los barriletes de sidra que reservaba para el viaje de vuelta.

 —¡A ver si así se contentan! —ha dicho.

Usarlos para almacenar el saín que rinda el ballenato. Oier y Aimar realizan su trabajo en silencio a medida que van llegando los trozos que Laín destaza. Todos trabajan a disgusto: los hombres a cargo de las marmitas ven convertirse en aceite a la que hubiera podido ser madre —la cría resultó ser hembra—, y el carnicero hace cortes regulares, sin reparar en la proporción, por aliviar la conciencia de los otros dos.

—¿Y qué beberemos en el viaje de regreso? —consulta el segundo, mientras caminan hacia el galpón-comedor.

—¡Agua! —responde Borda con brusquedad.

—¿Agua? —repite el segundo.

—Llenaremos con agua las pipas y pellejos de vino que nos beberemos esta noche.

3.      Apezak hobeto.

El sol comienza a ocultarse tras los cerros que rodean la bahía cuando el patrón decide:

—¡Ya está bien por hoy! ¡Todo el mundo adentro! —finge contento con esa voz que han roto el salitre y el aguardiente de toda una vida en el mar.

A la orden, los hombres dejan los calderos vacíos de piezas de ballena y trasladan bajo el cobertizo la última partida de barriles que subirán al barco al día siguiente. Tratan, con escaso éxito, de despedirse de los algonquinos que aún permanecen en la explotación, con la misma broma zumbona que acostumbran a gastarles cada vez que acuden a cambiar pieles por sidra o restos de ballena:

—¡¿Qué tal estás?! —pregunta Domingo Echániz, arponero de Orio, a uno de ellos.

—¡Apezak hobeto! —responde este sin gracia, sólo por complacerlo.

Con todo, desde el grumete al capitán deciden echar tierra sobre el incidente anterior y rompen a reír con la consabida respuesta del indio —«¡Los curas, mejor!» ha dicho resuelto en correcta lengua vascongada—. Pero esta vez sus compañeros no ríen con ellos por contagio como acostumbran hacer.  

—Si se beben toda la sidra que no podemos llevarnos, en la siguiente campaña nos darán las buenas tardes en nuestra lengua —bromea el contramaestre entre risas.

—Y si les “dejaríamos” un poco de queso para acompañar, hasta nos bailarían un zortzico —secunda el patrón.

—¿Te los imaginas vestidos de blanco, con txapela y fajín colorao? —pregunta el segundo sin dejar de reír.

—No creo que “serían” capaces de levantar la pata hasta donde lo hacen los nuestros sin caer antes de culo —responde aquel mientras se acercan al caldeado comedor.

Antes de entrar, Borda olfatea la brisa que llega de los bosques del otro lado de la bahía —tibia en exceso para una nariz acostumbrada al frescor oceánico— y consulta a su oficial después de llenarse ambos cornetes con ese aire ligeramente aromático que acerca un vientecillo del noroeste:  

—¿Has afirmado las estachas de proa?

—Cuando desembarqué, la San Juan chapoteaba a barbas de gato como un pato en su charca —el segundo palmea la espalda del hombre que deja vagar la mirada por el contorno ribereño sin decidirse a entrar—. ¡Aprovecha esta noche, Borda, que no vas a dormir mejor en tres semanas!

A sus ojos, no existe en ese momento más que esa cáscara de nuez que ha de llevarlos, a la carga y a ellos, sanos y salvos a través del mar inmenso hasta sus casas; fiados sólo a Dios, a su pericia marinera, y a la voluntad y coraje de los hombres.

—¡Qué digo tres semanas, tres meses! —porfía el otro desde el dintel sin decidirse a entrar— ¡Ya verás cuándo los niños se te suban a las barbas y la Itziar te reclame el cariño que no le has dado en seis meses!

Borda entra por fin y ocupa su lugar en la cabecera de la mesa. De espaldas al fuego, caldea los riñones con su influjo benéfico mientras su olfato agradece el olor a filete de lengua de ballena que el cocinero comienza a disponer en grandes fuentes de madera. Deseoso de compartir con los hombres el entusiasmo de final de campaña ordena al escribano que pasa a su lado:

—¡ Doble ración de vino para todos!

Al escucharlo, la marinería prorrumpe en vítores y entona el sonsonete que acostumbra al largar velas, o cuando acomete la maniobra de trasluchada con marejada de popa. Por su parte, los tripulantes de las txalupas se sientan a horcajadas sobre los bancos y fingen remar en persecución de una jorobada; siguen las indicaciones del arponero que, puesto en pie, simula avistar un animal por proa; cada timonel imita al arponero desde la popa de esa figurada embarcación y dirige con su voz el ritmo de la palada:

—¡Aúh! ¡Aúh! ¡Aúh!¡Aúh! —gruñen ululantes: tosca manera de expresar contento entre los balleneros.

4.      El hundimiento.

Todos se inclinan sobre los filetes con apetito, el trabajo ha sido duro y ese un manjar suculento. Pero antes apuran de un trago la primera de las raciones de vino convenidas y levantan sus tazas en dirección al capitán en señal de gratitud, quien responde con la suya llena hasta al borde de sidra: «no vaya a ser que en la última mano pierda la partida completa», razona, cauteloso. Los marineros ensartan con sus cuchillos la rosada carne y se la llevan a la boca sin miramientos mientras sujetan con una mano el tazón esmaltado y con la otra el filete.

De súbito, un imperceptible temblor agita la llama en el hogar y desplaza las sombras de aquellos a quienes la luz alcanza con su resplandor. Durante un instante da la sensación de que los oficiales se abalancen sobre la tripulación que come a oscuras. «¿Acaso te hace falta vela para encontrar el “verdel” bajo el calzón? —reprocha un marinero a un grumete cuando se queja de la ausencia de luz— ¡Pues tampoco es necesaria candela alguna para llevarse el cuchillo a la boca, neskatila[9].» Salvo el chico, a quien escuece ser tratado como una niña; o Ramos Arrieta, alias Borda, quien asocia ese olor que se filtra entre las tablas con la repentina oscilación de luz y la ráfaga de aire cálido que penetra en el interior, todos continúan riendo y ensartando filetes como si tal cosa. En cambio, el patrón reprime el instinto de levantarse y asomar la nariz fuera por no alarmar con el gesto a los demás. También, todo sea dicho, por no separar los riñones del fuego que, aunque escaso, proporciona un placer insondable a su viejo y baqueteado casco. Mas la ráfaga vuelve a repetirse. Y a esta sigue otra y otra más que golpean con fuerza el exterior de la estancia donde cenan hasta arrojar a todos fuera e impactar los rostros curtidos por el frío con una vaharada de aire cálido que lleva su memoria a latitudes meridionales. Entonces, tan confundidos como Arrieta, que entrecierra los ojos para atisbar cómo “llaman” las estachas de la San Juan, los  hombres se plantan con los brazos en jarras a la entrada del galpón. El segundo le acerca oportuno un catalejo, más por descansar su conciencia en el criterio de este que porque dude del fondeo dado a la nao. El patrón mira a través del artilugio y murmura sin emitir juicio alguno cuando, de repente, el viento rola y se establece con fuerza desde la boca de la ensenada. No es ya aquel viento tibio que oliese en una primera ocasión, sino uno helado y salado que, procedente del mar, viene a renovar al que se eleva hacia lo alto, montando un enorme cúmulo-nimbo capaz de tragarse la bahía al completo con hombres y barco. Y lo hace en ráfagas más furiosas cada vez hasta que, en un corto espacio de tiempo, el mar se riza ante los ojos de todos y un viento helado aúlla entre la jarcia de la nao, trayendo consigo el sonido de las mismísimas trompetas celestiales: como si Dios los convocase al juicio final desde esas inhóspitas soledades. A sus cabezas acuden, inevitables, las faltas cometidas durante su desgraciada existencia; excepto a la del grumete, quien, por juventud, y por no recordar más pecado que el de haber embarcado y roto con su necedad el corazón de su madre, piensa que al menos se irá al otro mundo con la tripa llena. La virazón no da ocasión a demasiadas confidencias con el Altísimo: enseguida la brusca sucesión de latigazos de las amarras al romperse una tras otra deja paso al estupor de todos.

—¡Ha del barco! —gritan a coro docenas de gargantas, como si los pobres marineros que han dejado de guardia parar izar las balleneras a su regreso pudieran hacer cosa alguna.

Mas tarde confesarían que ni siquiera escucharon el sonido de las voces que llamaban desde tierra: «el viento que rugía en sentido contrario, las detenía», indicaron. Y si salieron a cubierta fue porque «¡sentimos la nao navegar ligera bajo nuestras posaderas igual que si ‘estaríamos’ en mar abierto! —relataron, en la desolación del galpón—. ¡Corría veloz, dejando la costa a estribor como si no ‘llevaría’ en su vientre mil barricas del mejor aceite de ballena.»

—¡No me lo recuerdes! —bramaba Borda desesperado, mordiéndose los nudillos—¿No pudisteis arrojar al agua un ancla de fortuna, algún rezón capaz de sujetar la nave?

—¡Cómo, señor —respondían desconsolados, conscientes de la riqueza que se habían tragado las aguas—; sólo éramos cuatro y los cabrestantes estaban ocupados con las estachas reventadas! Además, todo ocurrió muy deprisa —justificaban, retorciendo los gorros y volviendo la mirada ya a sus compañeros ya al capitán, que la devolvía resentido o compasivo según el caso.

Mas nada podía hacerse hasta la amanecida. Agotados, del primero al último de los hombres se había echado a las aguas heladas de la bahía en el inútil esfuerzo de sujetar la nave con los propios cuerpos, si fuese necesario. No fue preciso que Arrieta diese orden alguna para que todos corriesen a las balleneras o hacia la orilla en un intento desesperado por estabilizar la nao. Incluso una partida de hombres, tras lanzar cabos desde las txalupas, logró abordar la nave y moverse confusa por cubierta sin saber muy bien qué hacer ante el insoportable garreo de las anclas sobre el fondo. Echániz lanzó su mortífera herramienta contra el palo de mesana y trepó por el cabo hasta alcanzarlo para, una vez allí, aullar de impotencia como el resto. Después de algún tiempo, ante la imposibilidad de verse o comunicarse siquiera en la fría y ventosa noche invernal, Borda ordenó desalojar la nave y desembarcar.

—¡Con las primeras luces intentaremos reflotar la nao y sacarla de ese maldito lecho fangoso!

Ahora, mientras interrogaba a los hombres de a bordo y dedicaba miradas furtivas al contramaestre, quien aseguró que la nao «descansaba como un pato en su charca», el capitán se resignaba a lo evidente y consideraba la estrategia a seguir al día siguiente. Sin embargo, cada vez que una nueva racha incidía en el costado de la embarcación y la arrastraba por el fondo limoso, el prolongado chirrido de quilla y cuadernas comprimía el esternón y las costillas de cada hombre igual que si fueran sus cuerpos los aplastados contra la costa. Cosa cierta en todo caso, pues cada nave tiene su andar y el de la San Juan se había metido en sus seseras igual que el aire salado en los pulmones, con cada bocanada.

El sol no asoma todavía por el horizonte cuando la dotación de la San Juan al completo, junto a los varones micmak que se han ofrecido a ayudarlos sin rencores, aguardan junto a la orilla en silencio. Por suerte, el temporal de viento amaina a medida que el resplandor del astro rey comienza a adivinarse sobre el océano, equilibrando la temperatura de ambos fluidos. La tormenta se ha limitado a descargar relámpagos y truenos que retumbaron en las colinas cercanas durante la noche. En absoluto capaces de arrugar el corazón de un marino experimentado; menos, si este se encuentra en tierra. Ahora, con las tripas llenas de gachas que el cocinero ha repartido a discreción entre los hombres, empujadas con un tanque de vino por cabeza, escuchan las olas chapotear a sus pies, tal y como había dicho el contramaestre que ocurriría la noche anterior con escaso acierto. Éste, encabeza a los demás con el agua en los tobillos por no encarar a quienes le dirigen miradas de reproche. Prefiere ahorrar «cada brizna de energía para recuperar los barriles y, si Dios quiere, reflotar la nave —como ha ordenado Borda al amanecer—: ¡Aurrera!¡Entre una y otra luz no habrá descanso para nadie!»

5.      Silencio.

Con la primera luz del día cuatro txalupas se disponen en línea a proa de la nao. Cobran los cabos que les lanzan desde cubierta, y los hacen firmes en el espejo de popa de cada embarcación. A la voz de capitán y segundo tratarán de llevar la nave a aguas profundas. Pero antes han recuperado las estachas, anudado las reventadas tras el golpe de viento y recuperado las anclas, cobrando desde el chicote que ha permanecido a flote. La profundidad a la que esta varada la nave apenas llega al metro, pero el agua está tan fría como los pies de una esposa al extremo de la cama. Dar con el fondeo significa, en todo caso, lanzarse a ese abismo espectral donde un hombre avezado —el cuerpo engrasado en saín y vestido con  pieles— puede permanecer durante una corta inmersión: enseguida ha de salir a la superficie, abrigarse de inmediato y permanecer junto al fuego si desea alcanzar una temperatura compatible con la vida.

En las entrañas del barco han dispuesto la bomba de achique que cinco hombres accionan por turnos desde primera hora. Por fortuna, el agua que sale es más de la que entra. Y aunque algunos han caído al mar, los barriles de la primera bodega, que antes flotaban a la deriva, comienzan a amontonarse de cualquier modo contra el costado inclinado. La brecha que se ha abierto corre peligro de hacerse mayor. Deja escapar un silbido insoportable entre los maderos del forro que aún permanecen fijados por clavos a sus cuadernas, cubriendo de espuma, algas y lodo la carga estibada. En todo caso, menos angustioso que el borboteo bajo la vía de agua que impide alcanzarla; una vez a la vista, con algo de estopa, calafate y mucha suerte será posible cegarla; después ya es cosa del carpintero, de madera y brea, de amurar la nave al bordo contrario para trabajar con garantía, y de encomendarse al Altísimo para que un golpe de mar, una barrica mal estibada o un bao desplazado, no golpee la “herida” abriéndola de nuevo.

Con el agua por la cintura, docenas de hombres apuestan su virilidad contra el mar helado de la bahía; mientras, hacen palanca con tablones, trancas y maderos destinados a la lumbre, e incluso con arpones del mejor roble vizcaíno a fin de enderezar la embarcación: unos apalancan desde el costado de estribor con el fulcro bien hundido en el lodo; otros, desde babor mediante un cabo amarrado al extremo de las tablas que usan aquellos; lo pasan por encima de la cubierta y tiran al mismo tiempo aunando esfuerzos; a los que están a babor el agua apenas les llega por las rodillas; pasado un tiempo breve, a una orden del patrón, se turnarán con los otros so pena de perder para siempre una generación de marineros en Pasajes.

—¡Vamos, muchachos, empujad con fuerza! ¡Todos a una! —grita el contramaestre, recobrando la autoridad perdida.

—¡Vamos bateleros, la San Juan es la ballena más importante que cobraréis en vuestras vidas! —secunda el capitán.

—¡Como un solo hombre! ¡Halad cabos y remos! ¡Nos va la vida en ello! —implora el piloto.

—¡Bogad! ¡Bogad! ¡Bogad! ¡Bogad! —repiten los timoles desde las balleneras. Dispuestas en fila, con una gruesa estacha amarrada a proa de la nave y el extremo a popa de cada una de aquellas, los tripulantes bogan hasta desollarse las manos para avanzar unos palmos que la tensión del cabo enseguida recobra.

Mientras eso ocurre, una cadena humana se introduce en las bodegas, se dispone sobre cubierta o se sienta a horcajadas en ambas bordas para, con el empleo de una red y las poleas que penden de las  botavaras, izar los barriles de saín que van quedando a flote. A continuación, los hacen descender hasta una ballenera dispuesta a tal fin en el costado donde el agua es más profunda, y los amontonan sobre esta hasta que el peso amenaza con hundir la embarcación; o bien, desde el costado contrario, un grupo de hombres aguarda con un carromato para disponerlos en orden sobre la playa. Tiempo habrá, una vez se haga de noche, de ponerlos a cubierto en el galpón que utilizan para las comidas aun a costa de compartir el exiguo espacio con los barriles: representan el esfuerzo de muchos meses y son su única garantía de futuro.

Al trabajo de los vascos se suma el de los hombres micmak. A pesar del reproche de sus mujeres, y todavía resentidos por su comportamiento del día anterior, les prestan ayuda. Están habituados a la temperatura del agua y a las extremas condiciones meteorológicas; ataviados con prendas enceradas en piel y engrasadas manos y caras, proporcionan a los europeos un auxilio sin el que no hubieran sido capaces de poner a salvo tantos barriles: más o menos, dos tercios del cargamento. El único resuello que toman los remeros se produce cuando los hombres situados a estribor se turnan con los de babor; entonces, aprovechan para esconder bajo las axilas sus manos despellejadas —sucumbir a la tentación de sumergirlas en agua helada supondría cierto alivio, pero dejaría en carne viva unas palmas que soportarían intenso dolor el resto de la travesía y, tal vez, estragarían para siempre la única herramienta de que disponen para ganarse la vida, su fuerza de trabajo—. Los marineros a la bomba de achique derrochan energía en la esperanza de que la brecha no se ensanche y los barriles sigan aflorando desde el fondo de las bodegas; de que asome la vía para que los hombres puedan trabajar la madera y la brea dispuesta en los cubos, y lista para ser utilizada. Concentrados en la faena, unos empujan o halan, otros achican o reman, o se desgañitan los timoneles —¡Aúh! ¡Aúh! ¡Aúh!¡Aúh!—, exhortando a los bateleros a hacer lo imposible por sacar el barco del cepo donde está preso.

—¡Remad por vuestras mujeres! ¡Empujad por vuestros hijos! ¡Achicad por vuestros padres! —brama el contramaestre, recorriendo la línea de costa.

—¡Este invierno pasarán hambre! ¡Pero también el siguiente! ¡Y al otro, si no conseguimos reflotar el barco! —secunda, Borda.

—¡Escuchad al capitán! ¡Remad como si hubieseis visto al mismísimo diablo! —exclama Pero Górliz, el piloto, infundiendo terror en los hombres.

Del primero al último, los bateleros —socorridos por el arponero asignado a cada ballenera, también a los remos—, junto al empuje de la marinería que aprovecha el descenso de quienes extraen los barriles por no sobrecargar la embarcación, logran que esta se enderece lo suficiente como para salir del lecho en que se encuentra y se deslice unos codos hasta adrizar por completo; cabeceando de proa, se introduce lentamente en aguas profundas, tomando una arrancada imparable que deja atrás a quienes tiran o apalancan. Estos, liberados de su labor, se suman al bramido de indios y oficiales y alientan a unos remeros que, enardecidos, bogan con toda el alma ante la idea de saber a sus familias hambrientas. Su esfuerzo lanza la nao a una velocidad superior a la que alcanzaría con viento estable de popa, pero con rumbo diferente al de varada. Desde el primer momento, aconsejados por el piloto, los oficiales dieron orden de bogar en un ángulo más abierto respecto a la línea de crujía con el fin de liberar la nao del fondo y conducirla al centro de la bahía. Pero ahora, con el mar en calma y tras el corajudo esfuerzo de los bateleros, el enorme desplazamiento de la nao arranca a ocho nudos de velocidad rumbo a una piedra que vela con la marea. Tras el momento de júbilo, los dientes de sierra de esa roca cubierta de lapas, mejillones y almejas en costados y aristas rasga la nao allí donde está la vía, ensanchándola, profundizándola sin remedio. De súbito, en las balleneras, aligeradas de la carga de la nao que se desliza sin esfuerzo, continúan bogando exaltados, animados por los compañeros desesperados ante la idea de no regresar ese invierno a sus casas. En su esfuerzo introducen en las bodegas más agua de la que estas son capaces de soportar y comprometen, sin poder evitarlo, la flotabilidad de una nave que se hunde a ojos de todos sin remedio. Una a una, las tablas del forro van desapareciendo bajo las aguas hasta no dejar a la vista más que palos, vergas, cables y obenques.

En el entorno se hace un silencio profundo. Apenas roto cuando la quilla golpea el fondo y deja clavada a la nao con la jarcia emergiendo perpendicular al agua y las cofas mirando a mar abierto, hacia el rumbo que lleva a Pasaia, Lezo, Motrico, San Sebastián, Orio… . Las olas que provoca al hundirse permiten que asome la piedra que ha causado el naufragio, ahora ligeramente a popa del barco, como siniestro testigo de su desgracia.

Oier y Aimar, los hombres a cargo de los hornos, permanecen tan mudos como el resto de quienes han participado en el esfuerzo de reflotar la nao; pero, a diferencia de aquellos, éstos se miran el uno al otro y comprenden, sin asomo de duda, el sentido de las palabras que las mujeres micmak les dedicaron, entre murmullos y miradas de odio, cuando se alejaban del cuerpo de la ballena y su cría. Entonces creyeron entender que era a ellos a quienes maldecían, y no dijeron nada: poco podían hacer, salvo cumplir las órdenes recibidas. E incluso, en cierto modo, las disculparon; empatizaron con su condición de hembras y madres. Pero en ese momento entendieron que la abominación no iba dirigida a ellos —meros ejecutores de un mandato que no pueden desobedecer, según su ley—, sino a la nao y el destino de todos en virtud de un precepto natural que atañe a todas la criaturas vivas y hasta los algonquinos, en su “ignorancia”, conocen y respetan. Ahora, callan de nuevo. Esta vez en la seguridad de que sus compatriotas traspasarían con sus arpones a unos hombres que, sin embargo, han acudido generosos en su auxilio. Las mujeres, en cambio, ni siquiera han aparecido por el lugar del naufragio.

6.      Unos barriles de saín.

Fermín Olabarrieta, notario de Oñati y amigo de la infancia del cura del pueblo, Pío Montoya Arizmendi, fue nombrado su albacea cuando tomó posesión de la plaza en la localidad; pero aquella tarde, en la apertura de la plica que contenía el testamento de su amigo, no mencionó ningún barril de sidra al leerlo:

[…] lego a mi amiga Selma Barkham la totalidad de mis modestos bienes —apenas unos legajos conteniendo otros tantos pliegos, y una relación de aperos y trastos que se detallan en el anexo I de este testamento—, en la seguridad de que sabrá hacer buen uso de ellos; me anima el cariño y respeto que le profesé en vida, tanto a ella, como a Brian, su esposo que en paz descanse.

En Oñati, a 27 de abril de 1973.

Pero allí estaban. Al fondo de la bodega. En el sótano de la rectoral anexa a la iglesia de San Miguel. Entre capachos de esparto, un viejo trillo de piedras desgastadas, una antigua bomba de agua, cedazos de distintos diámetros, una artesa desvencijada, guarniciones y colleras de caballería; rejas de arado, palas, horcas y multitud de aperos sin cuento que el párroco, en su afán por restaurarlos y hacer del local un pequeño museo etnográfico que Selma pudiese explotar para financiar sus estudios, nunca se había decidido a tirar. Ahora eran suyos. De Selma Barkham, Huxley de soltera. Nacida en el centro de Londres en el período de entreguerras, de ilustre familia de científicos y literatos con ancestros canadienses, y sin ningún contacto con el campo y sus labores, ignorante por tanto de los objetos que recibía en herencia, mucho menos de su uso.

—Lady Selma —aunque afincado en una comarca rural, el notario era hombre de mundo, pero, antes que nada, un caballero; o eso pretendía hacer creer— ¿acepta usted el legado del padre Pío?

—¡Acepto! —respondió ella resuelta, con una pizca de orgullo que su férreo carácter británico le impidió mostrar, a pesar de que ardiesen en su interior tanto el orgullo como la terquedad de su familia: por un segundo, a punto estuvo de decir, ¡Accept!, remarcando la sonoridad del término con el mejor High-brow language de la isla.

—Debo informarle, My dear lady —notificó envarado el notario, salpicando de inoportunas galanterías la imprescindible perorata legal—, de que la aceptación de la herencia conlleva unos gastos que es preciso satisfacer a la firma de la misma.

La supuesta caballerosidad no era para él incompatible con el prurito profesional de que a menudo hacía gala. Máxime, «siendo mileidi —como se refería a ella en vida del párroco—, si no pobre de necesidad, sí necesitada de algún empujoncito económico. Incluso, tal vez, de otro tipo», reía entre dientes el Fermín Olabarrieta más rijoso, cuando le planteaba a su amigo «la imperiosa necesidad de asumir tales costas.»

—¡No seas grosero, Fermín! ¡Mileidi, como tú la llamas con evidente falta de respeto, es amiga mía, y su situación económica no te da derecho a ser zafío! —lo reprendió severamente, el párroco.

—¡Hombre! ¡Viuda, con cuatro hijos pequeños y aún de buen ver…! ¡Digo yo que alguna necesidad tendrá! —porfió el notario, ofreciendo su cara menos galante, la que mostraba al párroco con la excusa de la amistad.

—¡Fermín, no consiento que hagas especulaciones maliciosas, al menos en mi presencia! La señora se gana la vida enseñando su lengua y ha demostrado ser bien capaz de sacar adelante a su familia sin necesidad de ningún hombre desde que falleció su marido.

—¡Bueno, bueno, no te pongas así! Sólo bromeaba —plegó velas el notario, para volver enseguida a la carga—. ¿No será que te ha hecho, bajo secreto de confesión, alguna confidencia que no puedes mencionar?

Al escucharlo, el párroco se detuvo en mitad de la alameda y, haciendo ademán de marcharse, exigió a su amigo que dejase el tema o revocaría de inmediato el testamento que habían estado ultimando esa mañana. Éste, preocupado de pronto por la influencia negativa que las palabras del padre pudieran tener sobre su negocio vía confesionario, abandonó definitivamente la cuestión.

—¡Por Dios santo! ¡¿Pero qué os enseñan en la Facultad de Derecho?!¡Deberías saber que es protestante! Además, nuestra amistad no es excusa para hacer según qué insinuaciones —zanjó Montoya, furioso.

—Está bien. Te pido disculpas. Pero debes saber que, haciendo una estimación a la baja, aceptar tu herencia le supondrá una suma en torno a las doscientas mil pesetas. Y, francamente, no veo, entre los objetos que legas, posibilidad alguna de reunir esa cantidad —recurrió, ruin, al argumento pecuniario, a la vez que lo tomó por el codo para obligarlo a seguir con el paseo—.

—Eso no es de tu incumbencia. Llegado el momento, contará con esa suma —remata el cura, zafándose de la mano del amigo y permaneciendo a su lado.

—No lo pongo en duda —aseguró el otro con sonrisa cínica.

A veces, Pío —«Dios me perdone»— se reprochaba a sí mismo haberle dado la extremaunción al hereje de su padre; cuando éste había renegado de Cristo hasta el último aliento. Si lo hizo, fue porque se lo rogó su madre al final la agonía. ¡Y estando ya inconsciente! Que de otro modo le hubiera «metido el hisopo por el culo», como amenazó en más de una ocasión.  Con todo, aprovecho esa baza para obtener de Fermín una demora en la entrega a la Iglesia del sótano de la casa familiar, toda vez que esta le había arrebatado el resto, al no poder hacer frente a la contribución: «¡Con el miserable sueldo que me pagan, además de ahorrarse mi alojamiento!», pecó de pensamiento y enseguida se santiguó.

Abriéndose paso entre telas de araña, polvo reposado y olor a humedad; tolerando, si no de buen grado, sí con franca naturalidad la presencia de roedores que corretean inconfundibles sobre las losas de piedra—«crecí en medio del Blitz[10], no van a impresionarme ahora cuatro ratas españolas», se anima Selma—, armada con la pata de una silla y una linterna cuyo cono de luz se llena de polvo a medida que avanza, aparta los objetos que conforman el legado de Montoya, más por curiosidad y gratitud, que porque se sienta capaz de sacarles algún partido; al menos, en la medida que el padre había previsto. Trata de hacerse una composición de lugar, del trabajo que supondría la reforma de los objetos y del espacio dedicado a ese fin y concluye que, en su actual situación, no tiene tiempo —¡ni ganas!— de abrir un nuevo frente que le permita —¡quién sabe cuándo!— obtener algún rendimiento de ellos. Bien es cierto que el padre le legó también el usufructo del local donde ahora se encuentra, «aunque sólo con la finalidad mencionada, y hasta el fallecimiento de usted, Dios quiera que dentro de muchos años —recalcó Fermín Olabarrieta durante la apertura del testamento, para aclarar a continuación—: La casa que ocupa la rectoral fue propiedad de la familia del finado desde el siglo XV hasta… el pasado año setenta, cuando pasó a manos de la Iglesia Católica Española.»

—«Y excepto ese sótano con acceso directo desde, ¡Oh surprise!, San Juan Kalea, en las condiciones mencionadas —Selma, repite en su cabeza las palabras del notario de camino hacia el lugar—. El muy bastardo ha llamado “finado” a su amigo, y empleado una expresión en inglés colegial al saber que investigo un pecio con ese nombre.» Murmura mientras camina por calles húmedas de lluvia, escuchando el eco de sus pasos multiplicado en las viejas fachadas hasta alcanzar, sin darse cuenta, la pasarela desde la que se accede al bellísimo claustro gótico que el río atraviesa. Desde el interior, una modesta puerta conduce al sótano de la rectoral.

—«¡Cuánto mejor me hubiera venido la suma que he tenido que entregar al asqueroso de tu amigo! La verdad, no sé qué veías en él, padre Pío —piensa, apartando viejos muebles que levantan nubes de polvo y la obligan a toser y estornudar—, como no fuera la arraigada costumbre de darse aires y hacerte de menos.»

Al levantar una lona, oculta bajo ella y protegida del polvo por una gruesa arpillera se apilan, formando una pirámide, tres pequeños barriles de los que aún se utilizan para envasar sidra en la comarca. Sorprendida, empuja hacia atrás arpillera y lona y los descubre, dejando a la vista sus tapas selladas con cuñas de madera. Acostados sobre la superficie libre de polvo, y grabados con la punta de un objeto metálico puesto al rojo, se lee nítido: Saín Butus 987, Saín Butus 988, Saín Butus 999. Atónita, se agacha frente a los toneles y pasa una mano sobre ellos con intención de limpiar cualquier mancha que pueda desvelar alguna otra información. No hay ninguna, pero lo leído es más que suficiente. Con el corazón latiendo deprisa, trastabillando entre cachivaches y a punto de tropezar y romperse la crisma, se encamina hacia la puerta que ha permanecido entornada todo ese tiempo. Sale a la luz cegadora de la calle y emprende el camino hacia su casa a paso firme cuando, apenas caminados cien metros, vuelve sobre sus pasos para cerrar con llave la puerta del sótano: Ahora guarda mucho más que trastos.

Por suerte, los niños están en la escuela. Todavía tardarán un par de horas en regresar. De pronto, recuerda que no ha cocinado nada con que darles de comer. Pensaba hacerlo a la vuelta de la iglesia. Ahora, excitada, de camino a la sala, husmea con avidez el contenido de la alacena y aprueba: conservas, tomates, pan, fruta … «Asunto resuelto», se dice, tomando un trapo húmedo con el que quitar el polvo a los pliegos amarillentos que descansan en dos atados sobre la mesa, el lugar donde los dejó —desilusionada y rabiosa—, a primera hora, tras dejar a los niños en el colegio y acudir a la notaría; para regresar a casa cabizbaja y abrazada a ellos contra el pecho, en el interior de una bolsa de tela. Lo único que le ofreció Olabarrieta a cambio de un sobre bancario con el cheque donde figuraba el importe solicitado el día anterior por teléfono, además de los papeles.

—«¡Qué no habría hecho yo con 250.000 pesetas, padre Pio! —la cantidad se había incrementado en ese tiempo— Encima, tuvo el mal gusto de abrir el sobre y comprobar la cifra delante de mí.» Rezongaba Selma, de vuelta en casa. Representaba el ahorro de los tres últimos años: el dinero con el que contaba llevar a los niños a Canadá esas navidades para ver a los abuelos. ¡Cómo se lo diría ahora!

Tras pasar con delicadeza el paño húmedo sobre ellos, y desatar con premura uno de los legajos, comienza a mover los pliegos con mano experta. Lleva veinte años husmeando en archivos, bibliotecas y conventos y distingue con aguda mirada lo importante de la simple burocracia. Después de abrir varios pliegos y leer en diagonal cada uno de los cuatro apartados, da con el fundamental. El recibo que señala una partida de cincuenta barriles de aceite que la familia Montoya había adquirido en el año 1567 contra el pago de cincuenta mil reales de a ocho, una auténtica fortuna para la época. Prosigue, entusiasmada y satisfecha, con su hallazgo; razona que ese documento representa por sí solo la cantidad entregada a Olabarrieta, y el éxito de la empresa mucho más. Al mismo tiempo, tiene un recuerdo emocionado para Arizmendi y su generoso legado. Pero hay algo que no encaja. En el albarán se especifican cinco decenas de barriles de doscientos litros cada uno y los que ella ha visto en el sótano son barricas de dieciséis litros, más o menos. Entonces, «¿por qué siguen ahí después de todo ese tiempo? ¿Por qué esa capacidad? Pero, sobre todo, ¿por qué no figuran en el albarán?»

Selma, sigue con su investigación y desata el otro legajo. Tras arduos esfuerzos por entender, en una legua que no es la suya, escrita además en un castellano de otro tiempo, bien distinto del que ella aprendió en México cuando se “embarcó” en esta aventura, va desentrañando, con terca paciencia, la presencia en el sótano de esos barriletes. Al fin, en uno de los pliegos, se menciona un acuerdo mediante el cual la familia Montoya se compromete a quedarse con tres de esos barriles a cambio de una pequeña rebaja en el precio del resto; el documento figura numerado en el encabezamiento como 6/20, y parece redactado en un formato tipo donde lo único que cambia es el espacio para el nombre y la firma al pie; deduce entonces que los litros que rindió el ballenato, mencionado en letra diminuta al pie del documento, fueron poco más de trescientos; y aquella la manera que encontraron Portu y Beoriz, armadores de la San Juan, de sacar partido a un saín “maldito” que había hundido su barco, y distribuirlos entre unos clientes que, de haberlo sabido, lo habrían rechazado, supersticiosos.

7.      Auroras.

Las auroras boreales no eran ninguna novedad para Selma Huxley, las había visto en repetidas ocasiones; pero sabía que, como tantas cosas en la vida, no hay como la primera. En su caso, ocurrió finalizada la guerra, cuando viajó a Canadá para visitar a sus parientes; concluidos los estudios universitarios, decidió permanecer allí una temporada. En ese tiempo conoció al que sería su marido y el padre de sus hijos, Brian Barkham; juntos, las contemplaron muchas veces durante su etapa en ese país, antes de afincarse definitivamente en el País Vasco; ahora tenía por fin la ocasión de mostrárselas a los chicos. Y una vez más, gracias al padre Pío: entre los documentos heredados, figuraba una cartilla de ahorro con un saldo modesto, pero suficiente para enfrentar, al menos, el coste de los pasajes. «¡Bendito padre Pío!», se dijo mientras miraba por la ventanilla del avión que sobrevolaba la costa de Terranova.

Tras unos días en la casa familiar, comida por la impaciencia, a la aguerrida Selma le faltó tiempo para tomar un vuelo interior hacia Red Bay (Labrador) y alquilar una vivienda con vista a la bahía. «Pasaremos allí una semana y regresaremos a tiempo para las fiestas navideñas: si el tiempo nos acompaña, me encantaría mostrar a los chicos las auroras boreales», fue la excusa que puso a sus parientes.

La casa donde se quedaron pertenecía a un descendiente de aquellos micmak que en el pasado habían comerciado con los vascos: ¡No podía ser de otro modo en lugar tan remoto! Allí se habían alojado los Barkham en su juventud, y ahora ella lo hacía con los niños: la ocasión no podía ser más emotiva. Sentados tranquilamente en el porche, aguardaron la noche bien pertrechados con ropa de abrigo, mantas y café; los ojos de todos bien abiertos, ni a Selma ni a su arrendatario se les ocurrió desvelar nada del espectáculo natural que estaban a punto de contemplar. A cambio, el indio satisfizo la curiosidad de los muchachos al responder a la pregunta de por qué la localidad se llamaba Red Bay:

—No he visto ese color más que en la fachada de algunas casas —aseguró el joven Michael.

A regañadientes, Selma cedió la palabra al hombre, quién relató el episodio de la bahía repleta de tejas arrojadas al mar por los balleneros:

 —Eran el lastre de las embarcaciones que vuestros compatriotas —los chicos habían nacido en Guipúzcoa— ya no necesitaban en el viaje de vuelta a casa. ¡Ya veis, se llevaron las ballenas y nos dejaron las tejas! —exclamó impotente, volviendo las palmas de sus manos hacia arriba.

—¡Mirad, allí! —gritó excitado Mark, el pequeño de los Barkham, señalando el cielo.

Sobre las colinas, un velo verdoso, fosforescente y mágico ilumina la serena noche invernal. Comienza a asomar, sobre los cerros pelados, una luz espectral. Las veladuras recorren el horizonte duplicándose nítidas en el agua de la bahía; a medida que pasan los minutos, aumentan de dimensión y frecuencia. La excitación de los chicos no es menor que la de su madre, incapaz de acostumbrarse al grandioso espectáculo. A Selma, además, le traen recuerdos de un tiempo feliz y enamorado. De súbito, entre esos mantos de intenso verdor, surge uno de tonalidades violetas que parece emerger del fondo de la bahía.

—¡¿Has visto eso, mamá?! —grita Michael, señalando el agua excitado. Superado por tanta belleza.

—¡Desde luego! —exclama ella, igual de sorprendida. Uno a uno, todos expresan su emoción. Incluso el indio, que hasta ese momento parecía habituado a la hermosura y permanecía en silencio ante el formidable espectáculo, exclama entusiasmado:

—¡Es la ballena! ¡No podéis haber tenido más suerte! —e indica el tono morado que, en efecto, brota de la superficie del agua—. Cuando alguno de los barriles que contiene su aceite se rompe, el líquido alcanza la superficie y se evapora, adoptando ese color amoratado. ¡Pasa muy de vez en cuando!

—Pero, entonces…¿La San Juan sigue ahí? —pregunta, casi en un susurro, la señora Huxley.

—¡Desde luego! ¿Quién iba a sacarla? —responde el indio perplejo, mirando a Selma.

—Y el aceite del que habla, ¿pertenece a una sola ballena? —insiste ella.

—Bueno, esa ya es materia para la leyenda; aunque, en Red Bay, nos gusta creer en ellas. ¿Por qué no? —se vuelve de nuevo hacia Selma, que asiente hipnotizada—. Lo cierto es que, en las escasas ocasiones en que se ve el resplandor azulado, a los pocos días aparece uno de aquellos barriles en la costa. En el museo tenemos alguno, mañana se lo mostraré.

—Y … ¿Cuál es esa leyenda? —a su pregunta se suma la cara embobada de los chicos, que aguardan la misma respuesta.

—Como decía —carraspea el algonquino dándose importancia— ocurre siempre que un barril sale a la superficie. Existe la creencia de que los vascos cazaron en estas aguas una ballena que se había quedado preñada en las vuestras; pero regresó para parir en Butus, como se llamaba entonces a este lugar; con tan mala fortuna que, a su vuelta, y tras darle caza, transformaron en aceite a la madre y a su cría. En cierto modo, la madre permaneció en la bahía, pues al ser los últimos en embarcar los barriles salieron por la misma vía de agua que se llevó el barco al fondo. ¡Y aquí se quedaron! La mayoría del aceite fue recuperado y llevado a España, incluido el del ballenato. Ahora, cada vez que un barril emerge, su contenido se evapora y dibuja en el cielo la misma figura de color violeta.

—¡¿Qué figura?! —preguntan los Barkham al unísono.

—¡Aquella de allí! ¿La veis? —escudriñan todos el cielo— ¡Ésa que parece un zapato de mujer con el tacón roto!

8.      La nao San Juan.

En 1974, Selma Huxley menciona al arqueólogo subacuático Robert Grénier la posibilidad de que el pecio hallado en Red Bay sea la San Juan; y la figura que la ballena dibuja en el cielo de sus aguas, la ría de Pasaia que los locales todavía desconocen. Esta última, acoge en su seno el astillero Albaloa; allí, Xavier Agote, carpintero de ribera y su equipo, aceptaron hace cinco años el reto de construir la réplica de la San Juan, siguiendo los planos que Grénier obtuvo de la nao hundida. Así, entre todos, darán forma al sueño de Selma Barkham — Huxley de soltera—: navegar con ella hasta Red Bay para devolver a sus aguas el saín del ballenato que la madre reclama desde hace más de cuatro siglos.

El próximo verano, el monte Sorgiñarri dará de nuevo a luz a la San Juan y los descendientes de aquellos balleneros tendrán ocasión de enmendar el error que sus antepasados cometieron entonces.

 

 

 



[1] Maldita sea.

[2] Virgen María.

[3] Santa María Madre.

[4] Qué cojones está pasando aquí.

[5] La madre que me parió.

[6] No, la madre no parió.

[7] No, la madre no parió.

[8] Los curas, mejor.

[9] Niña.

[10] El Blitz fue una campaña de bombardeos sostenidos en el Reino Unido por parte de la Alemania nazi que se llevaron a cabo entre 1940 y 1941 durante la Segunda Guerra Mundial. 

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