Bauryna salu


La ventana al mundo que supone el visionado de cualquier película no comercial -o independiente; el Festival de cine de Sundance, creado y promovido por el recientemente fallecido Robert Redford sería  buen ejemplo de ello y  la película de la que hablaremos, perfecta candidata- da en esta ocasión en el clavo con la historia que nos plantea Askhat Kuchinchirekov, su director. Un drama anclado en una tradición ancestral -y brutal, como ocurre demasiado a menudo con algunas tradiciones-, que no será desvelado al espectador hasta el final de la cinta. El realizador sabe mantener un suspense que no ha de contar con mi colaboración por razones obvias: a lo sumo, desvelaría ese final a tres personas que ya saben de qué va la historia. Baste advertir que no se trata de una producción de Alfred Hitchcock para Hollywood: tan dependiente del suspense que no pueda conocerse el final. Pero vayamos por partes.

Lo primero que llama la atención -lo hará a lo largo de toda la trama- es el apabullante paisaje de la estepa y las montañas de Kazajistán. El director nos muestra un área rural enclavada entre sierras y llanuras donde la vida discurre con una dureza extrema y sus habitantes la enfrentan con un imbatible sentido de comunidad. El espectador enseguida comprende que no podría ser de otro modo. Que la supervivencia allí no sería posible sin la interdependencia que se establece entre sus pobladores. El cuidado del ganado (ovejas y vacas), la cosecha del cañaveral, la extracción de la sal, el corte de la madera, la gestión y distribución de hielo o las labores funerarias, todas se llevan a cabo con el apoyo y colaboración de una comunidad afectivamente cercana y siempre presente. Bien sea, en ocasiones, por intereses puramente económicos, pero esa es otra historia. A los más viejos del lugar nos trae recuerdos de unas labores que antaño se realizaban en las aldeas y pueblos por los habitantes de estos: la cosecha manual, el ordeño y apacentamiento del ganado, el herrado de las bestias, los trabajos en la fragua, o en el bosque derribando y acarreando los árboles que habían de calentar después el hogar. Labores desaparecidas o asociadas a padres y abuelos, previas a la explotación industrial del campo y el uso de la maquinaria.

Atendiendo al aspecto técnico, la interacción con los personajes -todos interpretados por actores no profesionales, que aportan gran veracidad al relato sin mostrarse jamás impostados- es de una sutileza extraordinaria. La cámara los acompaña en primerísimos planos, tanto en exteriores como en interiores, con una cercanía que permite asistir a sus emociones. Compartir sus anhelos, ira o frustraciones -diría que no hay mucho espacio para la comedia en esta historia- como si uno formase parte del plano. La cámara está próxima, incluso cuando la situación se hace más delicada: en el interior de la fosa que el niño protagonista se ve obligado a "probar" para enterrar a su abuela. Ese ojo curioso es capaz de seguir el alboroto de los niños en la escuela, la cotidianidad de las escenas domésticas, los juegos infantiles, las labores del campo o la cosecha, sin dar la impresión de que medie un artefacto entre ellos y nosotros.

El trabajo en la infancia, la compatibilización con el estudio ocasional, la férrea disciplina familiar o el sentido temprano de una responsabilidad que no se corresponde con la edad de los chiquillos nos retrotrae a otros tiempos y otras sociedades. Bien es cierto que basta mirar las etiquetas de las prendas que vestimos para caer en la cuenta de que hay niños detrás de estas, en otros lugares del mundo.

Pero el relato que se nos cuenta, y al final se revela como advertía, es la del propio director; entregado en adopción a su abuela poco después de nacer, esta será quien lo críe. No se nos explica el sentido de esa costumbre, excepto que ocurre. El niño pasa toda su infancia con ella hasta que muere y ha de regresar con su familia biológica. En la etapa junto a ella somos testigos de la añoranza que el niño siente por sus padres -todavía no sabemos que los son, salvo que éste observa bajo las mantas una fotografía en la que aparece una joven pareja con otro chico-. Lo vemos fabular con la posibilidad de escapar para reunirse con ellos. Ahorrar dinero para llevar a cabo su plan. Pero entendemos que el amor y lealtad que siente por su abuela, se lo impiden. No es hasta que ella muere que el muchacho pasa a ocuparse del entierro y, tras recibir el pésame de toda la comunidad lo mismo que si fuera un adulto, parte a reunirse con su familia. 

Una vez allí, ya en compañía de ese hermano y esos padres que aparecían en la añorada fotografía, cae en la cuenta del desgarro afectivo del que ha sido víctima; de lo extraño que le resulta crecer sin el amparo y el cariño de unos padres que, por más que lo intenta, no logra asimilar como una familia de la que se siente excluido. En particular por el padre, quien lo reprende y castiga al no comprender la torpeza y el miedo que lo atenazan. En un intento de reconciliación abrazará al niño con fuerza contra su cuerpo dando a entender que él es también víctima de la misma tradición. Lo lamentable es que esta se perpetua: la madre acude al parto y entrega de otra criatura a su abuela, a tres jornadas de viaje por caminos de montaña. En una grotesca ceremonia un grupo de abuelas recibe a la criatura en el seno de la comunidad cuando es entregada a la mujer que se hará cargo de él.

La traca final es que esta es la historia del propio director, quien no justifica o explica la cruel costumbre. 

La película se proyectó en la 71 edición del Festival de San Sebastián dentro de la sección Nuevos Directores. El niño que interpreta al personaje protagonista es el propio Yersultan Yermanov, del mismo nombre en la ficción. 

 


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