Sirat

Esta película ofrece un torbellino de sensaciones capaz de enmudecer incluso a quienes toman palomitas en el cine; hablan, cuchichean o atienden al móvil en la oscuridad de la sala como acto natural en un arte en vías de extinción; a saber, compartir una historia a la sola luz de una hoguera-pantalla y dejarse llevar por las emociones que esta provoca. Y es que en Sirat desde la primera escena hasta la última, desde la sobreimpresión del título —ya bien avanzada la trama—, y hasta la cascada de títulos de crédito —tal vez por conocer dónde han sido rodadas unas escenas hipnóticas que atrapan y se ofrecen al final de estos— nadie abre la boca o hurga en sus paquetes de gominolas una vez las luces se apagan. Algo en sí mismo milagroso.

Acto seguido, comienza una catarata de emociones destinada a remover, sobresaltar e interpelar al espectador acerca de lo que ocurre en ese espacio vacío e inmenso que se muestra para poner rumbo directo y veloz al corazón de este. Un lugar, el desierto de Marruecos, donde tiene lugar una fiesta Rave a la que acuden multitud de seres a la deriva: blancos occidentales europeos, mujeres y hombres convocados por el sonido primigenio de la música electrónica —oxímoron posible en manos de Oliver Laxe y Santiago Fillol, sus guionistas—, en franca huida de un mundo en crisis —Europa—que boquea sus últimos estertores; restos del naufragio de la sociedad occidental que la marea arroja contra las costas de un desierto ancestral con Argelia como idealizada meta. Una travesía iniciática y transformadora donde ninguno de sus integrantes volverá a ser quien es: la vida tal cual.

Un niño, dos mujeres, cuatro hombres y sus potentes camiones adaptados —los de todos, mujeres y hombres: no hay aquí limitación alguna por razón de sexo—, que se revelan frágiles motas de polvo en el inmenso desierto del Atlas; barquitos de papel que arrastra el flujo inclemente de la vida entre una y otra fiesta; entre la huida y el afán; la búsqueda de alguien concreto o la necesidad de poner tierra de por medio entre la familia impuesta y la elegida. Todas las descritas resultarían divagaciones sin sentido si la propia mención de la trama no exigiera ocultar los hechos que mueven a los personajes. De revelarlos, se haría un flaco favor a quien no ha visto la película. Sí se puede mencionar, en cambio, el móvil que impulsa a estos. ¿La excusa? Una hija y hermana a la que se ha "tragado" una de estas convocatorias y su progenitor no puede o no quiere dejar de buscarla. Desde el primer instante, el autor apela a la empatía del espectador. «¿Serías capaz de atravesar el arenal inmenso en busca de un ser querido? ¿De sumergirte en otra cultura? ¿En otra forma de vida? ¿Con unos medios precarios? ¿Vencer el miedo, convivir con él? ¿Qué ocurriría entonces?» 

Que comprenderías que la libertad exige siempre un alto precio al ejercerse: estar dispuesto a compartir, a cooperar, a improvisar; apelar al talento o dejarse vencer por la adversidad para superarla y reinventarte.

Que tal vez el nihilismo fuese la única salida posible a un mundo en crisis, vacío de referencias y quebrado por conflictos que trascienden al ser humano y hacen inevitable esa huida. 

Que la energía —llámese agua, comida, espíritu o petróleo— es siempre un bien escaso aunque  fundamental; objeto de especulación, por tanto, hasta que la deriva de cada cual obliga al resto a compartir cuanto tiene —la vida si fuera preciso— y ponerlo al servicio del bien común, el de uno mismo en definitiva.

Que la vida es sucesión de palos de ciego, huellas en un camino donde han pisado otros antes que nosotros y conviene seguir, casi siempre, sin tener nunca garantía de acertar; y que no intentarlo es el camino seguro hacia el fracaso.

Que todo aquello que vemos forma parte de un todo muchísimo mayor donde nos agitamos sin cesar igual que partículas elementales en el interior de un átomo, pues no otra cosa somos los humanos en relación con el universo en el que nos hallamos inmersos. 

Que unido al espacio colosal del que queramos o no formamos parte se encuentra un ruido, un sonido, una percusión, una vibración de la materia que nos pone en contacto con aquella explosión primigenia que dio lugar a todo lo que conocemos y a lo que no conocemos  —con certeza mucho más—, también; luego no es descabellado que alguien busque esa conexión, espiritualidad o emoción en la música electrónica del mismo modo que nuestros ancestros lo hicieron al percutir un palo contra otro bajo las estrellas, danzaron a su son como expresión primera de las emociones.

Que el espacio vacío por todo horizonte y la locomotora que avanza sobre este sin destino aparente, llevando sobre sus lomos a un grupo de seres humanos que resisten como pueden los embates del tiempo, constituye una poderosa metáfora de nuestro devenir como especie.

Pues tales sensaciones experimentamos cuando nos alejamos de manera voluntaria, o nos alejan guerras, catástrofes naturales, pandemias, hambrunas, etcétera, de nuestra zona de confort y seguridad garantizada. ¡Como si tal cosa fuera posible en un tránsito vital con desenlace conocido!

Al final, siempre tendrá lugar otra fiesta, otra cita con el nihilismo más descarnado —«¡haz que pete!», solicita una de las danzantes, bailando en mitad de la nada, arrastrada por el sonido que la envuelve—, con un monolito-altavoz convertido en deidad o agujero negro hacia el que todo, invariablemente, se precipita para no dejar siquiera un resto de polvo o agitación por todo resto.

¡Cualquiera sabe! 

Es todo lo que se puede contar de esta historia sin desvelar la historia misma. No es poco.  

Notas: 

Mas no se puede hablar de ella sin mencionar a sus intérpretes. Encabezados por un Sergi López en estado de gracia que da vida a Luis, un padre desbordado, física, emocional y culturalmente, al que el espectador no puede dejar de creer y amar desde la primera a la última escena. Su gestualidad, expresión corporal, incluso transformación física para encarnar a su personaje harán memorable este papel por mucho tiempo. López, irradia ternura, arrojo, impotencia, confianza, sensatez o valentía en una variedad de registros que ponen al espectador en idéntica situación.

Lo mismo el pequeño Bruno Núñez, actor que encarna al niño que pone una fuerza y fe desmedidas en su padre, y es capaz de empujar su ánimo cuando desfallece. Con una interpretación contenida, aunque cargada de emotividad, pone el contrapunto de sensatez a esa pandilla de seres desvalidos que evolucionan por el desierto a la deriva.

E igual ese plantel de actores poco conocidos que dan vida a personas tullidas, melladas, expulsadas de una sociedad que tienen, en cambio, madera de superhéroes del día a día. Este espectador se los cree sin pestañear.

En cuanto al guion o la música que acompaña sin molestar —podría; es estridente; «aunque no es música, es ritmo bailable», viene a decir, más o menos, uno de los personajes— a los descarnados escenarios, o la fotografía que muestra la belleza desnuda de un mundo aún primitivo y sensual —desde la butaca del cine, desde luego— son magníficos; además de extraordinarios.

 

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