El espantapájaros.

Lo primero que salta a la vista al asomarnos a esta película es la juventud de sus protagonistas: Gene Hackman (DEP) y Al Pacino, cuando aún no eran ni Pacino ni Hackman, es decir, dos estrellas en el firmamento de Hollywood, con todo lo que eso conlleva. Aquí se presentan dos actores muy frescos que parecen recién salidos del Actor's Studio, dándose la réplica en una suerte de Quijote (Hackman) y Sancho (Pacino) que transitan por la otra cara del sueño americano, cuando América era, todavía, un lugar con el que soñar, no el actual vodevil-dictatorial de Trump & friends. 

Llama mi atención no apreciar, en ninguno de los actores, la colección de gestos, miradas y lenguaje corporal que caracterizó más tarde a uno y otro y dieron lugar a su bagaje interpretativo, adoptando una personalidad reconocible de la que dotaron a sus personajes; pero ya nunca serían aquellos "muchachos" (en 1973 tenían 33 y 43 años, no eran tan críos) que parecían improvisar en cada toma, colocar en el film gestos y recursos recién aprendidos: Pacino jugando a las llamadas telefónicas consigo mismo, Hackman imitando el truco. Pacino haciendo de bufón para Hackman que se presta a sus bufonadas con aire de tipo duro, etcétera.

Dos personajes que, como en un relato homérico, parten de un punto para llegar a otro (donde no queda claro si son mejores o peores, simplemente diferentes). En su caso, recorren el país de las oportunidades sin tener demasiadas, en tránsito por los penales, los comedores benéficos y los trabajos de fortuna; saltando a trenes en marcha o haciendo autostop en las desoladas carreteras de Estados Unidos. Si alguna ayuda reciben, es de parte de sus familias; en el caso de Max/Hackman por parte de su hermana y en el de Lionel/Pacino de parte del propio Max, su única familia y siempre dispuesto a defender al más débil que él mismo, pendenciero y fanfarrón con buen fondo, sin embargo; aunque necesitado de un afecto básico que encuentra sólo en su hermana y... en Lionel: «porque me diste tu última cerilla y me haces reír», es la respuesta que da a Lionel a la pregunta de por qué le defiende. Los dos persiguen un sueño a través de la vasta América: Max, abrirá un lavado de coches; Lionel, será su socio; si trabajan duro, nada puede fallar: todo el mundo tiene un coche en ese país. Irán de una a otra ciudad, mostrando al espectador la dureza extrema de perseguir ese sueño en un país donde el débil no tiene lugar, sólo cabe triunfar o resignarse a ver cómo lo hacen los demás. «Estados Unidos no es un país, es un negocio», dijo en algún momento Guillermo Fesser. 

A Max le mueve la ilusión de conocer a su hijo, a quien abandonó junto a su madre sin esperar a que este naciese. El desenlace es tan brillante como esperado, que no previsible. Como comprobamos cada día, el sueño es el camino y no la meta. 

En el debate acerca de si la trama es quijotesca u homérica, personalmente me decanto por lo segundo: en el Quijote, los personajes se echan al mundo con la finalidad de "desfacer" entuertos, reparar injusticias y lograr amor y fortuna en el camino. En El espantapájaros, van de un lado a otro con un sueño por toda excusa.

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