La piel.
Personaje clave en la película, no muy lejos de la realidad de cualquier conflicto antes, durante y después del periodo que se narra, Malaparte es un "local" bien situado en la escala social, que comprende a la perfección el lugar que habita, y es capaz de "traducir", al ejército invasor (o liberador; aunque no se muestre, bien podría haber trabajado antes para los alemanes, pues las necesidades de todos son las mismas), no sólo la lengua, sino lo que esta esconde: las claves para entenderse con una sociedad y sus integrantes, si se quiere sacar provecho de la situación o, simplemente, lograr que el día a día funcione.
Eso es lo que Cavani ofrece sin ahorrar brutalidad o escenas escabrosas (lo contrario sería inverosímil, se nos está contando la guerra y sus consecuencias): prostitución infantil, juvenil y adulta a cambio de un pedazo de pan, un trozo de jamón, o un pequeño ascenso en la escala social a cuenta de los vencedores. Es particularmente violenta la forma en la que las madres napolitanas ofrecen a sus hijos varones a los soldados magrebíes, integrados entonces en las filas norteamericanas. Pero no es el único caso de violencia explícita: Una mina destroza a un soldado, un tanque aplasta a un civil, una joven pierde la virginidad delante del padre que la prostituye a manos del hombre que pretende casarse con ella ...
Mencionaba la brutalidad presente desde el primer fotograma en el comportamiento de unas tropas norteamericanas que, después de haber tomado la plaza (con sangre, sudor y lágrimas, no se oculta), acuden en tropel a los burdeles como si de ello dependiese el curso de la guerra. Un derecho de pernada del cual se creen acreedores a cambio de su esfuerzo y no dudan en canjear por poco dinero o baratijas. Lo hacen de manera tosca y ruin frente a una población hambrienta y desnutrida.
Otra forma de tosquedad es el ejercido por los militares del alto mando aliado, incapaces de comprender —si no es con la intervención del mediador—, dónde se encuentran, cuáles son los códigos que rigen allí, cómo se logra el canje de prisioneros; la comida con que agasajar a un as femenino de la aviación dispuesta exhibirse en mitad del conflicto en condición de mujer de un político a la caza de votos, también por alimentar su propia vanidad. La entrada, en fin, de ese mismo ejército en Roma; su avance a lo largo de la Vía Apia entre tumbas de emperadores y filósofos:
—¿Qué son esos monumentos, capitán?
—Tumbas, señor: Julio César, Agripa, Cicerón... —responde el capitán Malaparte con marcado cinismo—. Por la noche, también vienen las putas.
La delirante negociación entre el general norteamericano y un mafioso local para intercambiar, al peso, prisioneros alemanes por dinero; allí, se pone de manifiesto que nada puede la fuerza de las armas o el imperio contra el salvajismo local:
—Si no llegamos a un acuerdo en el precio, convertiremos a los alemanes en jabón: el jabón también es muy necesario en Nápoles —responde, ante la negativa del general a pagar el precio exigido.
No debemos olvidar que fue la mafia norteamericana —Lucky Luciano, Vito Genovese—la que propició el desembarco en Salerno o la toma de Sicilia por las tropas americanas. La mafia estaba prácticamente descabezada bajo el gobierno de Benito Mussolini; fueron los americanos quienes propiciaron su vuelta al ofrecerles puestos en las alcaldías y grandes cuotas de poder, a cambio de ayudar al desembarco en el sur de Italia.
Y en medio de toda esa barbarie, la belleza de un pueblo donde todo ha pasado ya: la isla de Capri, la hermosura de sus acantilados; la casa —real— del propio Malaparte encaramada sobre un promontorio rocoso y abierta al Mediterráneo; el amor entre el protagonista y una bellísima Claudia Cardinale, una de sus amantes; la propia ciudad, sus callejones, palacios y galerías como actores del mismo drama.
Por último, es la naturaleza la que viene a sumarse al caos de manera inopinada: el Vesubio estalla en mitad del conflicto y, aunque su ira se aplaque con los ruegos religiosos y la —supuesta— intervención divina, también deja su lluvia de bombas, destrucción e incendios.
Esta última es licencia de la directora, pues fue la RAF y no el Vesubio quien devastó las ruinas y restos encontrados en Pompeya desde el año 1738 en adelante, cuando el rey Carlos VII de Nápoles (después Carlos III de España), ordenó excavar y estudiar la ciudad sepultada por el volcán en agosto del 79 d. C. El brutal bombardeo de agosto de 1943, que se repitió después en septiembre con mayor virulencia, no tenía otro sentido que demostrar el poderío bélico británico frente al norteamericano, en ese momento en las playas de Salerno.

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