Redes vacías
Esta ventana al mundo que es el cine nos lleva en esta
ocasión a Irán. El país, en la actualidad, visto desde la óptica de uno de los
artistas que reside fuera (Alemania) porque el suyo no concede las mínimas
garantías de libertad de expresión. Otro tanto ocurre con Marjane Satrapi (Francia),
dibujante y guionista de Persépolis y Bordados, y flamante Premio
Príncipe de Asturias 2024; o Nazaním Armanían (España) politóloga y escritora
obligada, como los anteriores, a exiliarse. Tres extraordinarias muestras de
una sociedad bastante más moderna y reivindicativa de lo que imaginamos —cosa distinta es acumular el coraje necesario para hacer frente a la
brutal represión a la que se encuentran sometidos desde la llegada de los ayatolás—.
Su trabajo sería una labor abocada a la represión violenta o el
ostracismo de continuar en su país.
Enmarcada en el ciclo “Ritos, tradiciones y familia” la película
hace hincapié en estos dos últimos. Familia y tradición condenan al fracaso el
amor más puro y entusiasta de una pareja de jóvenes abocada a poner fin a su
relación por causa de los padres de ella. No de manera directa, sino por la imposibilidad
del muchacho para conseguir un empleo estable y bien remunerado que satisfaga
las expectativas —la dote solicitada— que han establecido para esta: tantas
monedas de oro como el año en que nació.
Sería fácil juzgarlos, condenar, desde una mirada occidental,
un atavismo que no comprendemos y, sobre todo, del que no participamos. Observar
con displicencia un comportamiento que nos resulta distante, lejano en el tiempo
y las costumbres. Lo cierto es que cuando escuchamos el razonamiento de los padres,
una vez el chico y su madre viuda acuden a pedir la mano de la chica, siembran,
como mínimo, la duda en el espectador. Pues lo que ponen de manifiesto —y ella
acepta con naturalidad— es que desean lo mejor para su hija: su hermana se ha
casado en las mismas condiciones y no van a aceptar menos para ella. En la
muchacha se percibe un respeto rayano en el sometimiento a las costumbres y
modo de vida de sus progenitores. El mismo en el que ha sido educada y —tal vez—
traslade a sus propios hijos. Quizá se trate de un deseo aspiracional, pues los
padres viven de manera holgada y confortable; no así el chico, que lo hace de
forma digna, aunque muy precaria, en casa de su madre. Se nos muestra que allí
donde hay autoritarismo y represión no sólo la mujer es víctima de esa situación,
sino también el hombre, quien ha de lograr un estatus imposible para vencer la
inercia familiar. Los sentimientos se han de dejar a un lado, de no conseguirlo.
Otro aspecto de esta historia es la extraordinaria dificultad para conseguir un empleo decente que permita al chico llevar adelante sus proyectos. Una de las necesidades más apremiantes en un país donde el desempleo es galopante, a decir del director del film, Behrooz Karamizade. El que tiene como camarero en un salón de bodas y banquetes lo pierde por una decisión despótica e injusta de su jefe. A partir de entonces entra en una deriva desesperada que le lleva a emplearse como pescador en una cuadrilla de trabajadores semiesclavizados; a las órdenes de unos patrones delincuentes —comercian con partidas de caviar de contrabando obtenido mediante pesca ilegal—, y miserables: toman parte de sus sueldos en concepto de alojamiento, o los inducen a completarlo mediante las apuestas. Se pone de manifiesto una sociedad corrupta y autoritaria que lleva a sus habitantes a un modelo de comportamiento donde han de someterse y replicar el modelo en el más débil, o buscar la manera de salir del país para poder respirar.
Es lo que hace su protagonista al jugarse la vida en el mar.
Lo que hicieron su director y las autoras arriba mencionadas.
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