La película se titula, en el idioma original, La huida (The Escape) —la producción es británica—, aunque varíe en función de los países donde se exhibe. Así, en España se proyectó bajo el título La búsqueda de la felicidad; en Francia como Une femme heureuse, Una mujer feliz (!); cuando basta con ver cualquiera de los tres carteles promocionales para caer en la cuenta de que el aspecto de la protagonista del filme expresa todo menos felicidad. Por seguir con la intérprete, he de mencionar que su trabajo tampoco me parece para tirar cohetes —a la crítica especializada resulta que sí—. En mi opinión, resulta plano y sin matices. Gemma Arterton, así se llama la actriz, se limita a aportar a su personaje la belleza que sin duda atesora, y a colmar los innumerables planos de que disfruta con pucheros y algún que otro ataque de ira, una vez se ve superada por la anodina vida conyugal en que vive atrapada. Ni siquiera transmite especial emoción o anhelo cuando cree encontrar en el arte la vida de escape a su monotonía como ama de casa.
La huida, esa escapada que realiza a París para
contemplar la obra de arte que la ha cautivado en Londres, la ciudad donde
reside y donde descubre, por casualidad, el tapiz La dama y el unicornio —un tapiz del siglo XVI donde se muestra el viaje iniciático de una mujer bajo el texto "a mi sólo deseo"; La dama... hubiera
sido un título bastante más afortunado y consecuente que cualquiera de
los anteriores, aunque tampoco preciso, a tenor de lo que sabremos más adelante—,
no deja de parecerme el berrinche de una niña bien. No se sustancia en otra cosa que
un mal “polvo” adultero —la engañan igual que engaña—, y el consejo
de una dama, esta sí, que la socorre y acoge cuando vaga por París. La recomendación que
le da esta última será determinante, la llevará a cambiar de vida. O eso
se desprende de un relato que comienza y termina en el mismo espacio físico
donde comenzó, pero en un tiempo futuro: el apartamento de una mujer separada —que no
emancipada; lo sería si disfrutase, ay, de la independencia económica que la
historia no nos deja ver y es imperativa— que toma las riendas de su vida y comienza una
vida nueva lejos de una familia, la suya, que resulta ideal tan sólo para su
marido. En este (el actor Dominic Cooper), sí creo encontrar los matices que no
aprecio en Arterton: él se muestra capaz de ofrecer al espectador machismo violento (la amenaza,
agrede e insulta delante de los niños; también a espaldas de estos), ternura (trata de reconducir con torpeza la
deriva de su matrimonio mediante cenas, abrazos y besos a destiempo), desinterés (se reconoce lerdo en el trato que le dispensa), o un consumado egoísta (al buscar en
exclusiva el disfrute individual cuando practican sexo, bastante anodino, por
otra parte); también, cuando se considera afortunado al disponer —en eso basa
su relación con ella, en la pertenencia— de una mujer bella, dos niños monos, una buena casa y un
buen coche que sufraga con un trabajo agotador. De hacer que todo este universo
funcione se ocupa ella. En exclusiva.
La trama, en fin, no va más allá de mostrar una situación de
manifiesta desigualdad conyugal en la
que la mujer se ha ido dejando atrapar y que, por fortuna para ella, acaba por
abandonar. No sabemos si será feliz en su búsqueda —el mismo concepto está
sujeto a demasiados imponderables—: tal vez eche de menos a sus hijos, su hermosa
vivienda o el modo de vida capitalista de suburbio londinense, quién sabe. De lo que estoy convencido es de que la misma
situación en cualquier país del tercer mundo, o en una clase social con menos posibles resultaría
dramática.
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