Los tonos mayores
Se hace difícil conectar con Los tonos mayores (!), una historia que no sabe hacia dónde va.
Igual que su protagonista adolescente, el espectador recibe una serie de indicios que le llevan a conjeturar una trama posible: una secuencia de sonidos que la chica recibe a través de una prótesis metálica colocada en su muñeca y hace las veces de antena es trasladada, con ayuda de una amiga que sabe leer e interpretar música, a ese lenguaje.
A continuación se
suceden largos minutos de metraje en los que tienen lugar escarceos amorosos, decepciones
en el plano de la amistad, inseguridades propias de la edad, salto generacional
—su padre es viudo, artista de segunda fila, y constituye la única familia de la joven—, o una nueva pista que orienta la “antena” del público hacia… las estrellas: tal vez las
secuencias que recibe no sean notas, sino constelaciones; o —¿por qué no?— mensajes
que la madre ausente envía desde el más allá; o bien, los nombres de una serie
de monumentos dispersos por la ciudad de Buenos Aires y a los que llega merced
a la oportuna intervención de un joven militar que domina el código morse: ¡Claro,
los mensajes estaban escritos en dichos caracteres y nadie se había percatado
de ello!
Me temo que el
espectador, tampoco.
El film sigue vagando por la ciudad, por la propia casa adonde acude —viene tan a cuento como el resto de señales — una antigua novia del padre. Tal vez las presente, tal vez no, … tal vez la joven continúe su recorrido por la ciudad en busca de nuevos lugares hacia los que canalizar su permanente inquietud. Pero lo único que logra es desesperar a un padre que, cuestiones del azar, termina por encontrarla en el puerto deportivo, el lugar hacia donde la ha conducido el último de los rastros.
Hace tiempo que nos olvidamos de la antena-prótesis.
En fin, una lectura
posible sería la desorientación y búsqueda de anclajes en una edad confusa y
llena de inseguridades como es la adolescencia.
Si a lo
anterior sumamos una interpretación francamente mejorable, un texto en lenguaje
porteño que hubiera agradecido unos subtítulos, y un sonido directo que hace aún
más difícil su comprensión, el que suscribe hubiera preferido menos rastros y
más certezas.
Los 101’ de duración se hacen largos, a pesar de no serlo en absoluto. Personalmente, detesto cuando tratan de conducirme hacia un destino que, a la postre, resulta no ser tal: "estirando el chicle", sería una manera figurada de nombrar tal intención. Quizá hubiera sido un título más adecuado.
Comentarios
Publicar un comentario