Efecto Doppler

 

Cierto día levantas la mano, te pones en pie y haces saber al resto de la clase que sabes. A los compañeros, a la profesora; pero, antes que a nadie, a ti mismo. Un silencio expectante y cargado de incredulidad se adueña del espacio: nadie entre los presentes hubiera imaginado que ese muchacho zumbón, dotado de una habilidad especial para el chascarrillo y la bufonada, sería capaz de responder a cuestión alguna; menos aún, de forma voluntaria. Acostumbrado a sumergirte en esa zona del aula desde la que emanan los flujos miasmáticos del desinterés y la burricie —allí donde la profesora hace tiempo renunció a preguntar nada, conformada con que el murmullo habitual no se convierta en griterío— este día has decidido adelantarte, mostrarte a los demás; incluso a ella, sobre todo a ella quien, al saludar esa mañana ha enarcado las cejas y bajado levemente la montura de las gafas para verte, por encima de ellas, sentado en la primera fila. El acto de resituación ha despertado la perplejidad de la “charca” al fondo hasta enmudecerla, lo mismo al resto de la clase. Sentada a su mesa, la profesora ordena sus notas al tiempo que sopesa, desde el rabillo del ojo, tu determinación. La tarde anterior ha dejado en el aire una materia compleja, aquel que sea capaz de exponerla correctamente al resto de compañeros sumará cuatro puntos al examen parcial.

Un instante antes de alzar la mano permaneces resuelto en el pupitre, serio, concentrado; las mandíbulas apretadas, el tronco erguido, la vista al frente. Has estudiado el tema, lo has resumido y repasado una y otra vez; dicho en voz alta ante el espejo, a fin de ganar aplomo, tratando de evitar cualquier quiebro en la voz capaz de traicionar tu decisión: la definitiva e inamovible resolución de salir, de una vez y para siempre, de la ciénaga.

        Bien. ¿Quién de vosotros sabría explicar —ella hace una pausa dramática y pasea la mirada por la primera fila hasta detenerla en ti—, a los demás, el efecto Doppler? ¿Quién desea ganarse esos cuatro puntos extra?

Alzas la mano y te giras despacio hacia tus compañeros, cuando un gesto de su mano invita:

—Adelante.

 

El vecino se dirige cada jornada al centro de la ciudad. Antes, permanece sentado media hora bajo mi ventana hasta que alguien, cansado de su salmodia, llama a la policía municipal. Esta acude a veces, a veces no; es él quien acaba por marcharse a otra parte con su cantinela. La sucesión de sonidos inconexos, guturales y graves que salen de su boca son bien audibles cuando se acerca, algo menos cuando se aleja. No emite palabras, no se dirige a nadie; acuclillado bajo la marquesina del autobús que le da amparo y hace las veces de involuntario amplificador, semeja una rana sobre un nenúfar. Salvo que aquella deja de croar y se lanza al agua del estanque ante la presencia de otro ser vivo. En cambio, él recuerda a un bebé que comienza a balbucear y repite palabras sin sentido, por el puro placer de escucharse: Roo, aagh, paap, eepep, pronuncia sin descanso, fiii, magh, arppp, rooo, viaja su voz desde la parada a la pared de enfrente donde rebota y colma de sonidos la calle.

        Atrás quedó el tiempo de la culpa —balbuceas— no puedo sentirme responsable de quienes convirtieron en un grumo inconexo tu cerebro—. En el hospital, su madre mencionó entre sollozos que se había propuesto impresionarme, «hacer de aquel un día inolvidable»—.

Comentarios