¿Qué vemos cuando miramos al cielo?
A pesar de las dosis de lirismo e inocencia que se aprecian —justo
es decirlo— en esta cinematografía de tempo desconocido en occidente, de su aire documental, y de la ausencia de actores profesionales, lo que se echa gravemente en falta es la carencia absoluta de ritmo; tampoco el sentido
de la elipsis parece ser del gusto de su realizador. Las escenas se nos brindan con una cadencia tediosa, intercalando largos silencios entre ellas; una sucesión de
imágenes que se alargan durante infinitos segundos sin nada que aportar.
Con total desconocimiento o suicida intencionalidad de la posibilidad
que nos ofrecen el cine y la literatura en el uso de la elipsis. Esta herramienta
hace innecesario relatar todo cuanto acontece entre un instante y otro —el espectador completará esos tiempos, irrelevantes para la
obra, en su cabeza—, el director parece desconocer también dicha posibilidad. Cree
necesario contar cada momento de la trama como si fuese indispensable para su
comprensión: lo que logra es agregar minutos y más minutos de metraje en los
que nada interesante sucede.
Mezcla, además, el pretendido enamoramiento que desea relatarnos
con el omnipresente fútbol, en una suerte de obsesión enfermiza por aquel, hasta
el punto de colocarlo en el relato como un personaje más. Todo parece pivotar
en torno al campeonato mundial disputado en Catar, polémico donde los haya, y
donde la figura de Messi sale reforzada. ¡Hasta Tiflis, Georgia, y más allá!, alcanza la pasión por este deporte
alrededor del cual giran las vidas de —en mi opinión— de demasiadas personas.
Por resaltar algo positivo, se ha de señalar el turbador apunte de
realismo mágico en que una cámara de videovigilancia, un arbusto, una vieja tubería
y hasta el viento (!) hablan a la protagonista camino de su casa; la aconsejan
respecto de la cita que está a punto de tener con su desconocido enamorado.
Memorable la interacción que el realizador propone a los espectadores: se nos
pide cerrar los ojos durante tres segundos para volver a abrirlos después. En
ese espacio de tiempo los amantes, mientras descansan cada uno en su cama, son
víctimas de un hechizo que reduce la altura de la una y deja al calvo otro.
Luego han de transcurrir ciento cuarenta minutos de metraje más para
romper ese filtro de amor, y que ellos recuperen su apariencia normal. Largos
minutos en los que el espectador no deja de preguntarse «cuánto falta para
el final».
En mi modesta opinión, un truño; con excelentes críticas, por otra parte.
Comentarios
Publicar un comentario