¿Qué vemos cuando miramos al cielo?

Pues depende, deberíamos responder a la pregunta que nos plantea el realizador georgiano Alexandre Koberidze. Depende en parte del tiempo que pasemos mirando, de la intención puesta en la mirada, o de la búsqueda o no de algo en concreto. En todo caso, el período que necesita Koberidze para contarnos una historia de amor sencilla y próxima es, a todas luces, desmesurado. Tanto quien esto escribe, como quienes le acompañan en la sala de proyección, se revuelven en las butacas una vez ha pasado hora y media de metraje y apenas ha ocurrido nada. Se nos presenta a los personajes de la historia, una mujer y un hombre jóvenes que se cruzan de manera casual en una calle, y, a partir de ahí, se busca la manera de volver a unirlos al final del proyecto, ¡150 minutazos después!

A pesar de las dosis de lirismo e inocencia que se aprecian —justo es decirlo— en esta cinematografía de tempo desconocido en occidente, de su aire documental, y de la ausencia de actores profesionales, lo que se echa gravemente en falta es la carencia absoluta de ritmo; tampoco el sentido de la elipsis parece ser del gusto de su realizador. Las escenas se nos brindan con una cadencia tediosa, intercalando largos silencios entre ellas; una sucesión de imágenes que se alargan durante infinitos segundos sin nada que aportar. Con total desconocimiento o suicida intencionalidad de la posibilidad que nos ofrecen el cine y la literatura en el uso de la elipsis. Esta herramienta hace innecesario relatar todo cuanto acontece entre un instante y otro —el espectador completará esos tiempos, irrelevantes para la obra, en su cabeza—, el director parece desconocer también dicha posibilidad. Cree necesario contar cada momento de la trama como si fuese indispensable para su comprensión: lo que logra es agregar minutos y más minutos de metraje en los que nada interesante sucede.

Mezcla, además, el pretendido enamoramiento que desea relatarnos con el omnipresente fútbol, en una suerte de obsesión enfermiza por aquel, hasta el punto de colocarlo en el relato como un personaje más. Todo parece pivotar en torno al campeonato mundial disputado en Catar, polémico donde los haya, y donde la figura de Messi sale reforzada. ¡Hasta Tiflis, Georgia, y más allá!, alcanza la pasión por este deporte alrededor del cual giran las vidas de —en mi opinión— de demasiadas personas.

Por resaltar algo positivo, se ha de señalar el turbador apunte de realismo mágico en que una cámara de videovigilancia, un arbusto, una vieja tubería y hasta el viento (!) hablan a la protagonista camino de su casa; la aconsejan respecto de la cita que está a punto de tener con su desconocido enamorado. Memorable la interacción que el realizador propone a los espectadores: se nos pide cerrar los ojos durante tres segundos para volver a abrirlos después. En ese espacio de tiempo los amantes, mientras descansan cada uno en su cama, son víctimas de un hechizo que reduce la altura de la una y deja al calvo otro. Luego han de transcurrir ciento cuarenta minutos de metraje más para romper ese filtro de amor, y que ellos recuperen su apariencia normal. Largos minutos en los que el espectador no deja de preguntarse «cuánto falta para el final».

En mi modesta opinión, un truño; con excelentes críticas, por otra parte.

 

Comentarios