Alcarrás
Justo la que trata de insuflarles Carla Simón con su relato y se
pierde en parte, ay, al trasladarla al español. Pues uno de los planos donde
pivota la narración es precisamente la familia. Esa malla donde conviven como
en una madriguera, abuelos, padres, hijos y nietos, haciéndose copartícipes, cómplices,
y camaradas de las alegrías y sinsabores cotidianos. Tanto cuando las cosas
resultan favorables (pocas: la sombra de una amenaza creciente se cierne a
menudo sobre su ellos), como cuando son adversas. La familia como núcleo duro,
dotado de una fuerza capaz de hacer frente a cualquier calamidad. Integrada con
cariño y cohesión a pesar de las turbulencias que la sacuden.
Los niños juegan, se divierten, crecen y descubren la vida a través
de una naturaleza feraz, paradisíaca; de campos de frutales, huertas y cuadras con
animales que todo niño debería conocer en su infancia. Ajenos, aunque próximos,
a los contratiempos que preocupan a sus mayores y de los que no son responsables.
Sus padres lidian con una vida dura; de labor y desvelos para
sacar adelante esos campos como único modo de vida. Aunque no les pertenezcan más
que por un acuerdo verbal de la generación precedente. No media papel alguno
que garantice su posesión comprometiendo, por tanto, la explotación futura. Esa
situación trastoca el carácter del padre de familia que, sin ser un hombre
amargado, acaba por parecerlo. Vive un conflicto permanente con un entorno cercano
que no parece comprender lo que se avecina.
Los abuelos han creído siempre en la buena fe de unos vecinos (los
Piñol) que les han permitido cultivar en las tierras de su propiedad durante
toda una generación. Así han sacado adelante a esa familia que ahora se
enfrenta por la imposibilidad de reparar el daño de cara a un futuro
incierto.
Ese daño no es otro que la codicia. Los campos serán más rentables,
opinan sus legítimos propietarios, si se explotan con placas solares. Después
de todo, la fruta la pagan en los supermercados a la mitad del precio que cuesta
producirla. ¿Para qué trabajar de sol a sol si este lo hará por sí solo y dejará
más beneficios? Es la disyuntiva que se plantea en esos campos que son un modelo
de explotación familiar, sostenible, ecológica y, lo que es más importante:
comestible. ¿Podrá comerse la energía eléctrica generada? ¿Dará trabajo a las
familias que habitan ese territorio? ¿A los hijos de estas? ¿A los temporeros e
inmigrantes que las cosechan? ¿Al resto de especies animales y vegetales que
habitan ese espacio? ¿Vale todo en nombre de la economía?
El reparto de actores noveles resulta muy creíble —lengua mediante—. Adecuado a una historia que no precisa de grandes estridencias interpretativas, sino de comportarse con naturalidad ante un relato rural, intergeneracional y cotidiano. Tal vez el reto sea ese, hacer universal lo habitual. Después de todo, a situaciones similares se enfrentan en todas partes en todo el mundo. Así lo entendieron también en Berlín al concederle el Oso de Oro a la mejor película y, aunque en la treinta y siete edición de nuestros premios Goya no recibiese ningún galardón, sí recibió el reconocimiento del público y la asistencia a las salas.
Un año donde lo rural parece haberse puesto de moda (As bestas, El agua), pero que no deja de ser más que una muestra de las preocupaciones que cada generación plasma en su forma de entender la vida y lleva al cine como medio expresivo. Esa mirada al pueblo, al origen, se universaliza y hace extensiva a la aldea global, a la preocupación que la generación de cineastas actuales ha adquirido por el medio natural sin dejar de manifestar otros conflictos e inquietudes. Todo cabe si la mirada es honesta, y la de esta directora lo es.
Enhorabuena, Carla Simón.
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