Mi vida como un perro
En este tiempo pacato en que se revisan los cuentos infantiles —Matilda,
Roald Dahl—, se sobreprotege a la infancia desde la casa al colegio, los parques
para niños tienen el suelo de corcho, los columpios y toboganes carecen de
aristas, montar en bicicleta sin casco es casi motivo de denuncia, y permitir
que los niños jueguen solos puede exponer a los padres ante Asuntos Sociales
por abandono, supone un soplo de aire fresco ver películas como Mi vida como
un perro.
No porque los niños lo tuviesen antes más difícil —la historia
transcurre en los años sesenta; la perra Laika, eje conductor de la trama, ha
muerto hace poco en el espacio—, sino porque enfrentaban los “inconvenientes”
de estar vivos con más recursos y entereza de lo que ahora juzgaríamos adecuado
para su edad. Tomaban, sin compañía, trenes que los conducían a pueblos lejanos,
se aventuraban en la cocina con el fin de prepararse aquello que se comerían,
organizaban sus juegos sin ayuda de los padres, se escondían y exploraban sus
miedos, incertidumbres, sexos. Se exponían, en definitiva, sin la supervisión
constante de la mirada adulta.
Los mayores compartían sus vidas como una prolongación de la infancia
donde, al contrario de a lo que nos hemos habituado, regresaban con
frecuencia para ser cómplices (que no supervisores) de diversiones y experiencias. No hay
una línea divisoria en la vivencia de esta sociedad rural que se nos narra en el
filme: todos, niños, adultos y ancianos forman parte, con naturalidad, de la vida
de los otros sin una frontera definida entre un mundo y otro.
Las vivencias de esos muchachos remiten a las de cualquiera que
haya nacido en esos años. Entonces el descubrimiento del sexo, el amor, la muerte,
la soledad, el abandono, la alegría de estar juntos, la aceptación —o no— del cuerpo
de uno ocurría en la pandilla, el grupo; la profesión de los padres, sus anhelos,
frustraciones, obsesiones y fracasos, así como sus pequeños triunfos, eran
habitados por la piel social, vecindario, comunidad. Hoy se han perdido. Al
menos en el ámbito rural, que es donde transcurre la trama de esta historia.
La tecnología venía para liberarnos y entretenernos, abrirnos la
mente a nuevos horizontes. Pero el fracaso, como contrastamos a diario, es estrepitoso.
En esta historia aún se reúnen —nos reuníamos— las familias alrededor de la
radio para escuchar un combate de boxeo, o un partido de fútbol; las radionovelas,
el rosario, o el consultorio de Elena Francis en el caso de España. También un concurso televisivo
o un acontecimiento de orden mundial: la llegada del hombre a la luna. Hoy día
no es extraño que en las viviendas haya varios televisores, u ordenadores que
los jóvenes ven en sus habitaciones, a su manera.
Las vivencias de Ingemar, el menor de dos hermanos con un padre
ausente —se ha ido a recoger plátanos a Ecuador— y una madre enferma que
acabará por fallecer, se nos cuentan sin recurrir al sentimentalismo fácil, a la
autocompasión o el tono lastimero que podría esperarse de un niño herido cuya
madre terminará por morir: como la perra Laika a la que busca cada noche en el
firmamento, sobre su cabeza, pensará en todo lo que quedó por decir a su madre
y no dijo. Pero al día siguiente saldrá al bosque, a la fábrica de vidrio, al
campo de fútbol, a los combates de boxeo en el granero, donde diluirá su pena entre
amistad y juegos. Para volver de nuevo a ella cada noche, a abrir la herida que
cerrará a la mañana siguiente.
Sensibilidad, honestidad, belleza, resistencia; pero, sobre todo,
alegría de estar vivos, es lo que transmite Lasse Hallström en Mi vida como
un perro. Sin complejos ni otra pretensión que recordarnos cómo fuimos una
vez.
Hoy, en cambio, asistimos estupefactos a la alarma social que
provoca la alta tasa de problemas psíquicos en la adolescencia, la adicción al
juego, el acoso escolar, la idea distorsionada del sexo, el machismo, el culto
al cuerpo (también la exposición sin límites). El alarmante número de
suicidios.
Parece que la excesiva protección
no rige para el teléfono móvil, ese aparato que se entrega a los niños a partir
de los ocho años y donde, a partir de ese instante, su vida está más expuesta
que la de un párroco en un burdel. Aunque se haya familiarizado con él tiempo
atrás: una pinza sobre la barra de la sillita del bebé sujeta el dispositivo
con tanta eficacia, que logra que un vermú dure el tiempo que estimen los padres:
Pepa Pig se ocupará de que la criatura se mantenga entretenida, no
llore, no demande, no piense, no se frustre.
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