El triángulo de la tristeza

 

Creo recordar que son Yaya, el yate y la isla los apartados en los que el director sueco Ruben Östlund divide su última película, reconocida con la Palma de Oro en el Festival de Cannes en su edición de 2022.

Durante dos horas y veinte minutos (una hora más del metraje habitual) sin asomo alguno de tedio en mi opinión, Östlund ofrece su visión de un mundo enloquecido en manos del Dios dinero. El realizador se mueve entre la más ácida ironía y el drama; desgrana su visión del capitalismo feroz, donde todo está permitido al poseedor de la llave que lo posibilita: una abultada cuenta bancaria capaz de comprar los caprichos más absurdos. Y burdos. Nada importa que el origen de este sea legal o ilegal, moral o inmoral, lo importante es poseerlo, gastarlo y que los demás sepan que lo tienes; aunque el talento para hacerlo no acompañe al propietario; mucho menos el gusto o la elegancia: lo verdaderamente importante es la ostentación.

Y en ello se emplean los pasajeros de un crucero para millonarios donde la tripulación a su servicio (duplica, por supuesto, la del pasaje), atiende las excentricidades y demandas de nuevos ricos aburridos. Una de las muchas paradojas de la trama es que ninguno parece disfrutar verdaderamente con aquello que consume de manera compulsiva. Son los personajes de Östlund los que se ven alcanzados por el hastío de tener que gastar sus fortunas en un diario acontecer sin esfuerzo ni sobresalto.

De la chistera de una mente analítica, crítica en extremo, no exenta de un afilado sentido del humor, va extrayendo este mago sueco un conejo tras otro para retorcer su guion y hacerlo cada vez más interesante: sacude el sistema de clases, los principios elementales del capitalismo o el comunismo, el valor real del dinero cuando este deja de tener valor; las relaciones humanas de interdependencia, la fragilidad, la necesidad, el chantaje; la lucha por el poder o su incapacidad para ejercerlo; la Naturaleza agredida, utilizada, usada para solaz de los privilegiados.

Son tantas las referencias donde tratar de asir la consciencia en el tiempo que dura la proyección, que en modo alguno se hace larga. Porque uno de los muchos estímulos que encierra, además de las frecuentes sorpresas de esta historia de muñecas —y muñecos— rusas, es la carcajada delirante, la incredulidad a punta de boca, la sensación de que todo lo que se nos muestra puede estar ocurriendo en este mismo instante, en cualquier parte del mundo multiplicado por cien.

En absoluto complaciente ni —se agradece— edificante o moralista, el director se limita a mostrar lo que imagina —tal vez conoce— de este planeta sin remedio. Habitado por una especie que lleva haciendo lo mismo desde el día en que se irguió en las sabanas y fue consciente de sí mismo: si puedes, explota a tus semejantes; si no puedes, adáptate de la forma más lucrativa posible a quien te explota.

Amigo de los finales abiertos, al menos en anteriores experiencias (The square, Fuerza Mayor), el realizador nos lleva hasta una realidad incómoda que parece haberse ordenado de manera justa, para dejarnos a merced de nuestros pensamientos y seamos nosotros, los espectadores, los que desenreden la madeja de sus propuestas.

Memorable el guion, la dirección y la interpretación. Genial Woody Harrelson en el papel de capitán de yate borracho, cínico e irresponsable. También el resto de actores que con más o menos peso en la trama, componen una historia coral incomprensible sin alguno de ellos. Desconocidos, al menos para mí, dotan a la historia de credibilidad al reconocer, en los personajes que interpretan, seres tan anónimos como insultantemente ricos.

Ideas sensacionales: el paraíso no está exento de moscas, ni de bebes en los momentos más dramáticos, ni de la mezquindad más obscena, ni de la mierda asomando a borbotones cuando las cosas se complican: es en ese entorno donde con más crudeza se muestra.

En toda la trama subyace una idea inquietante: despojado de la fina piel del dinero que lo cubre, el ser humano es un lobo para el hombre (y la mujer).

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