Slalom
De eso trata Slalom, de la profunda inseguridad de
una chiquilla de quince años que debe afrontar en soledad la ausencia de sus
padres, junto al deseo irracional de convertirse en una figura del esquí.
Se subraya la palabra por la extraordinaria capacidad que tienen los jóvenes para
desear algo con fuerza desmedida y tratar de alcanzarlo, no por insensato o imposible.
No hay ninguna razón de peso (el personaje lo menciona en el transcurso de la
historia) que la lleve a adoptar ese reto, tan solo “saber qué se siente”.
Hasta aquí todo mal, pues lo único positivo es la capacidad
de la chiquilla para seguir adelante con su sueño. Todo lo demás juega en
contra. Sumado a la fisiología y el desconcierto propios de la edad, está la
separación de los padres, la ausencia de la madre por razones laborales, la
exigencia deportiva, académica; la sexualidad incipiente, las relaciones de
amistad y confianza y, finalmente, de poder. Es en este último donde se da el desastre: en la figura del entrenador (igual podría ser cura u obispo, tan de
actualidad), en cuyas manos es depositada, demasiado a menudo, la materia de voluntades
tan intrépidas como volubles. Sin otra justificación que alcanzar una meta
deportiva, desarrollar el crecimiento personal, mantener una vida sana o socializar,
los padres de medio mundo “entregamos” a nuestros hijos a depredadores capaces de
todo con tal de satisfacer su ambición personal, enjugar su fracaso o dar
rienda suelta a la sexualidad más abyecta: la basada en la autoridad y el
sometimiento. Lo que hace a esta vil y despreciable es el hecho de que la
víctima no es consciente de ella mientras ocurre—no me refiero al momento en
que se materializa el acto sexual, esto es manifiesto—, sino al proceso previo:
las maniobras de acercamiento, el esfuerzo diario por ganar la confianza; la
celebración de los triunfos ajenos como propios, el recurso a expresiones como “no
me falles”, donde la personalidad madura del uno (siempre son ellos) queda
instalada en la frágil mentalidad de la otra (el género del damnificado es
diverso); tratando de alcanzar la meta no para sí, sino para quién —en teoría— la
arropa, haciéndola creer en sí misma. Aunque al acecho esté el lobo.
El animal aparece mencionado reiteradamente en la película —es
el nombre del club con el que la chica compite; lo señalan entre la nieve desde
lo alto de una cabina, en el anochecer del bosque; se manifiesta de manera figurada
al hacer autostop— como encarnación del mal; cuando este no es otro que la
confusión de roles impuesta por quien ostenta el poder, al que se brinda siempre
el débil. Lo hace por una razón, esta sí, muy simple: porque confía. Confianza
es lo que solicita el mentor al solicitar que se olvide de sí misma en el descenso,
que se deje llevar por la sensación de velocidad, de ingravidez; de otro modo
no alcanzará el éxito, la meta a que todo deportista aspira: la participación
en unos juegos olímpicos.
No revelaré si Lyz López, así se llama nuestra protagonista,
alcanza ese triunfo; sí que su intérprete, Noée Abita, hace un prodigioso y
difícil trabajo para dotar de credibilidad a esa muchacha tan confusa como
tenaz. Jéremie Renier, en el papel de entrenador, hace una puesta en escena
comedida y rigurosa, donde la intención velada exigida a su caracterización no
se evidencia, sino que se intuye; no es tosca más que cuando se materializa.
Soberbia la intención de su directora, Charléne Favier, por sacar del contexto
habitual —cine, danza, religión, entorno laboral— los abusos sexuales.
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