Slalom

Parece una evidencia que durante la etapa adolescente una (o uno) se vea superada por la realidad. Por las confusas expectativas que se hace de la vida y la infinidad de propuestas, tentaciones, deseos, hallazgos e incertidumbres (sobre todo) que pueblan la existencia. Ocurre porque nuestro cerebro está a medio hacer, aseguran los expertos. Las interconexiones de la corteza prefrontal, donde se alojan los “circuitos” que nos ayudarán a tomar decisiones sensatas, maduras y consecuentes, están sufriendo un agudo (y largo para los padres) proceso de adaptación a la edad adulta. Pues bien, esto que parece tan evidente, resulta no serlo tanto.

De eso trata Slalom, de la profunda inseguridad de una chiquilla de quince años que debe afrontar en soledad la ausencia de sus padres, junto al deseo irracional de convertirse en una figura del esquí. Se subraya la palabra por la extraordinaria capacidad que tienen los jóvenes para desear algo con fuerza desmedida y tratar de alcanzarlo, no por insensato o imposible. No hay ninguna razón de peso (el personaje lo menciona en el transcurso de la historia) que la lleve a adoptar ese reto, tan solo “saber qué se siente”.

Hasta aquí todo mal, pues lo único positivo es la capacidad de la chiquilla para seguir adelante con su sueño. Todo lo demás juega en contra. Sumado a la fisiología y el desconcierto propios de la edad, está la separación de los padres, la ausencia de la madre por razones laborales, la exigencia deportiva, académica; la sexualidad incipiente, las relaciones de amistad y confianza y, finalmente, de poder. Es en este último donde se da el desastre: en la figura del entrenador (igual podría ser cura u obispo, tan de actualidad), en cuyas manos es depositada, demasiado a menudo, la materia de voluntades tan intrépidas como volubles. Sin otra justificación que alcanzar una meta deportiva, desarrollar el crecimiento personal, mantener una vida sana o socializar, los padres de medio mundo “entregamos” a nuestros hijos a depredadores capaces de todo con tal de satisfacer su ambición personal, enjugar su fracaso o dar rienda suelta a la sexualidad más abyecta: la basada en la autoridad y el sometimiento. Lo que hace a esta vil y despreciable es el hecho de que la víctima no es consciente de ella mientras ocurre—no me refiero al momento en que se materializa el acto sexual, esto es manifiesto—, sino al proceso previo: las maniobras de acercamiento, el esfuerzo diario por ganar la confianza; la celebración de los triunfos ajenos como propios, el recurso a expresiones como “no me falles”, donde la personalidad madura del uno (siempre son ellos) queda instalada en la frágil mentalidad de la otra (el género del damnificado es diverso); tratando de alcanzar la meta no para sí, sino para quién —en teoría— la arropa, haciéndola creer en sí misma. Aunque al acecho esté el lobo.

El animal aparece mencionado reiteradamente en la película —es el nombre del club con el que la chica compite; lo señalan entre la nieve desde lo alto de una cabina, en el anochecer del bosque; se manifiesta de manera figurada al hacer autostop— como encarnación del mal; cuando este no es otro que la confusión de roles impuesta por quien ostenta el poder, al que se brinda siempre el débil. Lo hace por una razón, esta sí, muy simple: porque confía. Confianza es lo que solicita el mentor al solicitar que se olvide de sí misma en el descenso, que se deje llevar por la sensación de velocidad, de ingravidez; de otro modo no alcanzará el éxito, la meta a que todo deportista aspira: la participación en unos juegos olímpicos.

No revelaré si Lyz López, así se llama nuestra protagonista, alcanza ese triunfo; sí que su intérprete, Noée Abita, hace un prodigioso y difícil trabajo para dotar de credibilidad a esa muchacha tan confusa como tenaz. Jéremie Renier, en el papel de entrenador, hace una puesta en escena comedida y rigurosa, donde la intención velada exigida a su caracterización no se evidencia, sino que se intuye; no es tosca más que cuando se materializa. Soberbia la intención de su directora, Charléne Favier, por sacar del contexto habitual —cine, danza, religión, entorno laboral— los abusos sexuales.

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