La exclusión
No necesitó mucho tiempo Francisco Contreras Molina, Niño de Elche, para seducir a un público entregado de antemano. En otras palabras, el concierto se hizo corto, muy corto. Al menos para quien escribe.
Bien es cierto que la primera parte, la que sonorizaba el
delirante trabajo del video artista Lois Patiño (!), fue para mí del todo
incomprensible: es lo que tiene la vanguardia. Niño de Elche profería sonidos
desde la caja de resonancia de su boca crotorando (lo hace la cigüeña al golpear
las palas de su pico), chirriando; emitiendo quejidos, susurros, rebuznos; recitados
borgianos acerca de un burro de tres patas; alguna que otra voz; su guitarrista,
Raúl Cantizano, extraía sonoridades de su instrumento —el cuerpo de la guitarra
acostado sobre las piernas, las cuerdas perpendiculares a la boca de este— bien
con los dedos, bien con pequeños molinetes accionados eléctricamente que rasgaban/acariciaban
las cuerdas y suplían a sus dedos. Mientras, en una pantalla se proyectaban tras
ellos imágenes de burros apacentados —libres, primero en el monte; en lo que
parecía una tétrica granja, después— entre otros animales: cerdos, un gato, … Inquietantes humanos llevando máscaras venecianas en sus caras, aunque en comportamientos
embrutecidos. Tal vez, una llamada de auxilio hacia esa especie abocada a la
extinción por falta de necesidad práctica.
Tras los burros, escenas mostrando La crucifixión del
pintor renacentista alemán Matthias Grünewald, al parecer poseía virtudes catárticas,
sanadoras entre quienes acudían a contemplarlo en los primeros años del siglo XVI.
Prodigio vocal y experimentación al amparo de la obra del filósofo Ramón
Andrés, amigo del cantante, quien propone cuestiones como “¿acaba el exceso de
lenguaje con la propuesta artística? ¿Afectan todas las obras de arte que vemos
a nuestra vida? ¿Podríamos hacer ese ejercicio con las diez últimas que hayamos
visto/leído/oído?” En mi caso, la respuesta es sí; aunque deba reconocer que
acudir virgen a un concierto como el que se plantea en La exclusión es
una experiencia, cuando menos, turbadora. Bendita la simpatía de Francisco
Contreras para ayudarnos a digerirlo en directo: suena el disco mientras
escribo y temo que los vecinos llamen a la puerta para preguntar si me encuentro
bien.
La segunda parte de la función va más en la línea de lo que
hemos venido a escuchar (percibo que parte del público a mi alrededor tiene igual
sensación), lo que pone de manifiesto lo poco acostumbrados que estamos a
dejarnos sorprender, acudir a un espectáculo sin tener la certeza de que nos vaya
a agradar. Arranca el delicioso —y estremecedor— Informe para Costa Rica, oportuno
texto para el tiempo que vivimos, donde la pérdida de derechos y libertades
parece constante, una involución que creíamos imposible. Encara Nadie me
conoce, tema de su álbum Voces del extremo, donde afirma “Nadie me
conoce. Ni mi psiquiatra. Ni la alcachofa de la ducha. Ni mi taza
de café. Ni mis pestañas. Nadie sabe nada de mí. Nadie me
ha descubierto todavía. Nada entra en mi cuerpo. Todo lo cruza”; se
hace difícil decir más con menos, manifestar un individualismo combativo, asentado,
además, en la certeza inquietante de que cada segundo somos atravesados por miles
de millones de partículas procedentes del espacio exterior, los neutrinos. Tal
vez el texto vaya por ahí, tal vez no; en cualquier caso, me gusta pensarlo así.
Niño de Elche interpreta (y nos explica) el Fandango
Cubista De Pepe Marchena, contenido en Antología del cante
flamenco heterodoxo. Arranca risas entre el público al comentar la forma en
que los críticos abordan en ocasiones una propuesta artística. Así fue, en palabras
de Marchena, como definió uno de sus trabajos por eludir etiquetas: cubista. “Cuando
el cubismo todavía estaba en boga”, explica el de Elche. En definitiva, un
precioso fandango en la poderosa voz de este artista que se busca (y nos busca)
en cada nuevo trabajo. El Deep song de Tim Buckley, es una curiosa aproximación
al flamenco por parte de una de las figuras del rock experimental californiano.
Contreras lo explica bien al compartir con el público la manera en que este se
acercaba a la cultura española a través de Lorca, pasando sonoridades y textos —“no
eres más que un hombre en las carreteras de la muerte”— por el tamiz de la
contracultura estadounidense, la psicodelia y las drogas —el bueno de Tim no
tuvo mucha suerte con las últimas—. Personalmente, el
tema me recuerda al Javier Corcobado más críptico de los años ochenta. En
los fandangos y canciones del exilio el autor se acompaña a la guitarra y es
el tema con el que se muestra más cerca del respetable. Por un momento parece
que este esté a punto de corear las consignas que la letra indica, y el músico percibe:
“cómo os va la marcha”, advierte. Y es que “qué culpa tiene el tomate que está
tranquilo en la mata, si viene un hijo de puta y lo mete en una lata y lo manda
pa Caracas…”.
Magnífico, Raúl Cantizano en la guitarra (y en las palmas: acompaña
al cantante en un palo flamenco a capella que improvisan sobre las
escaleras del escenario: las luces encendidas, sin amplificación, el público abandonando
el teatro, … en cuyo texto se mezclan las bombas nucleares y los chicharrones (!):
no se puede ser más oportuno, ni divertido) cuando la toca de manera ortodoxa,
es decir, con los dedos en las cuerdas y los trastes. Lo otro, la
experimentación vanguardista, no está al alcance de este modesto escritor.
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