Luzzu

Parece obvio que la historia de los luzzu —pequeñas embarcaciones de pesca tradicional que faenan en la isla de Malta— y su deriva, cercana a la desaparición, es del mayor interés para su director, Alex Camilleri; este se ocupa, además, del guion, montaje y producción de la misma. Hombre sobradamente capaz, dirige con pulso firme a un elenco de actores no profesionales, a excepción de la pareja protagonista, Jesmark Sciluna y Michela Farrugia.

El poliédrico relato sigue el hilo conductor de una joven pareja que acaba de tener su primer hijo. Él, es pescador artesanal; ella, mantiene empleos precarios en la hostelería de la isla.  Los ingresos en el hogar no alcanzan. Si a esto añadimos que el bebé no crece según los percentiles, el conflicto está servido. Para colmo de males, el luzzu no podrá faenar durante algún tiempo: una vía de agua lo lleva al varadero. ¿Qué hacer para conseguir más dinero con que alimentar adecuadamente a la criatura?

De un panorama en apariencia prosaico, el autor extrae notables capturas, por utilizar un símil marinero. ¿Hasta qué punto continuar con la tradición familiar cuando las prioridades pasan a ser otras? ¿En qué medida las autoridades de la UE protegen los intereses de la pesca artesanal frente a las grandes industrias? ¿Son los mismos pescadores un grupo compacto en defensa de estos, o atienden a cuestiones personales cuando la necesidad atenaza? ¿Y los vigilantes, intermediarios, funcionarios, hosteleros, consumidores, no formamos todos parte del mismo problema? A saber, el expolio de los mares, la escasez de capturas, el descenso de la biodiversidad. Comenzando por el turista —motor de ese enorme y dorado negocio capaz de trasladar a cualquier hijo de vecino al país más lejano, sentarlo frente a la costa y poner ante él un plato de suculento pescado “fresco”: alguien ha de pagarlo— hasta llegar a la empresa de congelado o la factoría flotante; o el comercial, que desde su oficina ignora a qué huele el pescado; el subastero a pie de lonja, o los profesionales que no respetan las vedas. También quienes las respetan y se ven perjudicados por los anteriores.

La película tiene la virtud de poner el foco en el joven marinero, quién, a diferencia del pescador de El viejo y el mar, únicamente renunciando a su honestidad es capaz de salir adelante para, en última instancia, ser comido por los tiburones del negocio. “Entra salmón y sale atún” escucha Jes, el patrón, en boca del cínico tratante que lo llevará a medrar en esas aguas revueltas. A cambio, se resignará a dejar de lado la tradición familiar para “estar dispuesto a todo”, como le exigen. El marco, un inmenso portacontenedores donde cabría la producción entera de la isla de Malta durante varios años.

Aunque, para consuelo —pobre— de los profesionales europeos del mar, siempre haya quién esté en peor situación. Así ocurre con aquellos que proceden de Asia o África, y deben resignarse a vivir en los barcos donde faenan por carecer de papeles, aun siendo imprescindibles en el negocio.

Es bueno que la historia acabe mal, de otro modo no sería creíble: los caladeros se agotan, los peces se acaban. Y, como argumenta quien pasa a ser el nuevo patrón de nuestro protagonista: “¿acaso no lees?, pues deberías. ¿Qué harás dentro de veinte años, cuando la temperatura del agua haya subido y no quede ningún pez?" Pues eso.

Confiemos al menos en que estas hermosas embarcaciones embellezcan alguna rotonda. En Vigo ocurre.

 

Comentarios