Veinte de abril

El cuerpo se descompone, la mirada se pierde, la realidad se trastoca, el flujo cotidiano de las cosas abandona su cauce, descarrilan los hábitos, se instala una suerte de fastidio: es la muerte anunciándose. Incómoda incluso cuando no es a uno a quien busca. En cuestión de minutos la duda está resuelta. Se ha de viajar. La urgencia, la maleta, el neceser. ¿Cuántas camisas, pantalones, ropa interior? ¿Hará frío o calor? El viaje de ida, silencio en el coche, el hospital. La angustia crece a medida que el destino se acerca. ¿Cuál será la cara del hijo, del marido? ¿Cuánto su dolor? ¿Habrá sufrido? ¿Sufriré al verla yo? El recorrido inevitable, inaplazable por pasillos impolutos; sanitarios vestidos de blanco, azul o verde. Caras compungidas, empáticas, compasivas, risueñas. Alguien se presenta y pregunta con el mayor de los respetos, la más aséptica contundencia «¿familia de …?». Se trata de una oronda enfermera de blanco inmaculado, lejos de la cadavérica imagen con capa oscura y guadaña en las manos. Atravesamos puertas batientes hacia una sala donde algunas mujeres trajinan en silencio separadas por cortinas; goteros, cables, aparatos colgados de toda clase de soportes. Nos indican un espacio entre mamparas. Siempre es parecido.

Ahí está, cubierta bajo una sábana ligera, acostada en una cama de la Unidad de Vigilancia Intensiva; pálida e hinchada, la boca llena de tubos, de cables el pecho; rodeada de monitores por los que discurren líneas de colores encadenados, de números incomprensibles; el cuerpo aún caliente descansa sobre una manta térmica; respira —en apariencia— como resultado de los tubos insuflando aire a su interior. Todo resulta artificial, excepto la sonrisa o los ojos: permanecen cerrados, no se abren o reciben a uno como es costumbre.

Después del hospital, el duelo. Un restaurante: comemos, bebemos, reímos. Nos sentimos embargados por un sentimiento extraño: «¿Cómo es posible mantener esta actitud serena ante el final de una persona amada? ¿Es manera de asimilarlo?», nos decimos cuando las miradas se encuentran. Pero ocurre, se impone un intenso deseo de estar con los demás, de intercambio vital bajo el vuelo devastador de la parca. «¿Acaso los sucesivos internados donde gastamos la infancia — ella también— nos han provisto de una costra protectora frente a la adversidad, endurecido frente al dolor?» Resulta antinatural no derramar una lágrima, no sentir una cólera estremecida, rabiosa; una ráfaga de dolor helado ante esta vida exigiendo otra, luego de haber picoteado tan seguido entre nosotros.

Tanatorio, cortejo fúnebre, iglesia: «estamos hoy aquí reunidos para dar el último adiós», palabras huecas. Familia, amigos, conocidos, vecinos. Aquello que rechaza la razón y aprueba el corazón: la costumbre en forma de quienes presentan sus respetos y, una vez fuera, hablan y ríen, intercambian anécdotas, relatan historias familiares (no necesariamente relacionadas con ella). Lo hacemos todos cuando caemos del otro lado: son los hilos de la existencia entreverándose con los de la ausencia así esta llega. Rodeando el ataúd repleto de ramos de flores y cintas con textos sentidos, ampulosos, un aire ligero —falso— impulsado por el sistema de ventilación, agita un simulacro de realidad. En la sala repleta a veces, solitaria otras, en susurrante intimidad, se habla de recuerdos, proyectos, vacaciones, anécdotas, chascarrillos, afrentas o encendidas loas en su memoria. Se revive el drama o el regocijo sincero hasta olvidar el lugar donde estamos, como si fuese copartícipe, pues presente está. ¡Qué extraño todo! No sorprende, entonces, la actitud de uno: el llanto llegará cuando haya de llegar, como un torrente arrastrando las hojas muertas de la pena —ha ocurrido más veces— para dejar tan solo el rescoldo del recuerdo. Más tarde, entre brindis y rayos de tormenta primaveral, bajo el entoldado de algún merendero, trataremos de reconocerla en el bramido del trueno —una entre el resto—, realizaremos el intento vano de aferrarnos a él para evitar que se vaya del todo. Ya digo, será en vano.

Los pésames se suceden, las condolencias: personas incapaces de expresar, no, en cambio, de sentir. Faltan palabras, también respuestas. Hay quien se llegará al ventanal ante el féretro en busca de un abrazo, una mano, un beso. Es valiente. En ese instante uno se descubre desconocido para muchos: toda existencia pertenece a los demás, no es patrimonio exclusivo de la camada. Alguien menciona facetas desconocidas de su personalidad, así, en presente (ocurrirá durante días, semanas incluso), de pronto uno se descubre asimilando otras vivencias, incrédulo. Comprobamos (a menudo) la bondad del ausente, aunque, lejos de convertirse en bálsamo de la pena, se transforme en injusto dolor que aprehendemos.

Así vamos moldeando la tristeza, con fragmentos de rabia y alegría, recuerdos e impresiones de sitios dispares, felices casi siempre; entre amigos, familia y conocidos, no siempre serenos; hoy estamos heridos, estupefactos en medio de un paisaje rebosante de verdor, tan lleno de vitalidad que parece inconcebible la muerte.

De vuelta en casa aguardaremos el momento de esparcir sus cenizas. «Cuando tú quieras. No hay prisa. Allí estaremos. Donde tú digas», le decimos a él, que asegura, «el espacio se multiplica por diez con la ausencia». Y las paredes lo certifican en cada objeto, fotografía, utensilio o prenda con olor a tabaco o perfume. Las cosas pasarán, de pronto, a ser fantasmas. Cada manía o costumbre ajena se transformará en recuerdo vivo, doloroso, hasta acabar diluido en el tiempo del amor y la ternura para siempre.

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