Veinte de abril
Ahí está, cubierta bajo una sábana ligera, acostada en una
cama de la Unidad de Vigilancia Intensiva; pálida e hinchada, la boca llena de
tubos, de cables el pecho; rodeada de monitores por los que discurren líneas de
colores encadenados, de números incomprensibles; el cuerpo aún caliente descansa
sobre una manta térmica; respira —en apariencia— como resultado de los
tubos insuflando aire a su interior. Todo resulta artificial, excepto la sonrisa
o los ojos: permanecen cerrados, no se abren o reciben a uno como es
costumbre.
Después del hospital, el duelo. Un restaurante: comemos,
bebemos, reímos. Nos sentimos embargados por un sentimiento extraño: «¿Cómo es
posible mantener esta actitud serena ante el final de una persona amada? ¿Es manera de asimilarlo?», nos decimos cuando las miradas se encuentran. Pero
ocurre, se impone un intenso deseo de estar con los demás, de intercambio vital bajo
el vuelo devastador de la parca. «¿Acaso los sucesivos internados donde gastamos
la infancia — ella también— nos han provisto de una costra protectora frente a la
adversidad, endurecido frente al dolor?» Resulta antinatural no derramar una
lágrima, no sentir una cólera estremecida, rabiosa; una ráfaga de dolor helado ante esta
vida exigiendo otra, luego de haber picoteado tan seguido entre nosotros.
Tanatorio, cortejo fúnebre, iglesia: «estamos hoy aquí reunidos
para dar el último adiós», palabras huecas. Familia, amigos, conocidos, vecinos. Aquello que
rechaza la razón y aprueba el corazón: la costumbre en forma de quienes presentan
sus respetos y, una vez fuera, hablan y ríen, intercambian anécdotas, relatan
historias familiares (no necesariamente relacionadas con ella). Lo hacemos
todos cuando caemos del otro lado: son los hilos de la existencia entreverándose
con los de la ausencia así esta llega. Rodeando el ataúd repleto de ramos de flores
y cintas con textos sentidos, ampulosos, un aire ligero —falso— impulsado
por el sistema de ventilación, agita un simulacro de realidad. En la sala
repleta a veces, solitaria otras, en susurrante intimidad, se habla de
recuerdos, proyectos, vacaciones, anécdotas, chascarrillos, afrentas o
encendidas loas en su memoria. Se revive el drama o el regocijo sincero hasta olvidar
el lugar donde estamos, como si fuese copartícipe, pues presente está. ¡Qué
extraño todo! No sorprende, entonces, la actitud de uno: el llanto llegará
cuando haya de llegar, como un torrente arrastrando las hojas muertas de la
pena —ha ocurrido más veces— para dejar tan solo el rescoldo del recuerdo. Más
tarde, entre brindis y rayos de tormenta primaveral, bajo el entoldado de algún
merendero, trataremos de reconocerla en el bramido del trueno —una entre el resto—,
realizaremos el intento vano de aferrarnos a él para evitar que se vaya del
todo. Ya digo, será en vano.
Los pésames se suceden, las condolencias: personas incapaces
de expresar, no, en cambio, de sentir. Faltan palabras, también respuestas. Hay
quien se llegará al ventanal ante el féretro en busca de un abrazo, una mano, un
beso. Es valiente. En ese instante uno se descubre desconocido para muchos:
toda existencia pertenece a los demás, no es patrimonio exclusivo de la
camada. Alguien menciona facetas desconocidas de su personalidad, así, en
presente (ocurrirá durante días, semanas incluso), de pronto uno se descubre asimilando
otras vivencias, incrédulo. Comprobamos (a menudo) la bondad del ausente, aunque, lejos de convertirse en bálsamo de la pena, se transforme en injusto dolor que aprehendemos.
Así vamos moldeando la tristeza, con fragmentos de rabia y
alegría, recuerdos e impresiones de sitios dispares, felices casi siempre;
entre amigos, familia y conocidos, no siempre serenos; hoy estamos heridos,
estupefactos en medio de un paisaje rebosante de verdor, tan lleno de vitalidad
que parece inconcebible la muerte.
De vuelta en casa aguardaremos el momento de esparcir sus
cenizas. «Cuando tú quieras. No hay prisa. Allí estaremos. Donde tú digas», le decimos
a él, que asegura, «el espacio se multiplica por diez con la ausencia». Y las
paredes lo certifican en cada objeto, fotografía, utensilio o prenda con olor a
tabaco o perfume. Las cosas pasarán, de pronto, a ser fantasmas. Cada manía o
costumbre ajena se transformará en recuerdo vivo, doloroso, hasta acabar diluido
en el tiempo del amor y la ternura para siempre.
Siento el porqué de este relato,un besote.
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