Plus Ultra
El volcán ilumina la noche al paso de
la partida. Sobre la mula que monta, hace días que las posaderas mortifican a
Blas Del Castillo: el espinazo se clava entre sus nalgas e impide cicatrizar al
forúnculo que padece. Pero ha sido requerido de urgencia en Panamá, por eso fuerza
las jornadas y trata de ganar tiempo. El fulgor rojizo que alumbra la senda es
más intenso a cada estallido. Ni la luna en cuarto creciente, contra la que se
recortan los árboles y matas del camino, aporta tanta claridad a la marcha. El
padre ha escuchado en León que los chorotegas realizan allí sacrificios humanos
para contentar a sus dioses, y se impone el propósito de detener ese tributo
macabro. En cambio, entre los indios que conforman la caravana corre el rumor
de que en su interior brota oro fundido. Del Castillo arrea los cuartos
traseros de su acémila con una vara de caña, y vuelve la vista atrás de tanto
en tanto, ensimismado.
***
«¿Pues no dice un dominico que hay
oro en el interior del Masaya? ¡Cómo voy a anotar esa estupidez en la Historia!
Otros volcanes en erupción se han visto desde que Cortés llegó a México. Y
este, codicioso y bien informado de los indios —¡hasta su mujer lo era!—, nada
dijo respecto del Popocatépetl. Claro que, de ser cierto, … ¡No habría palacio
mayor en todo Madrid! Se acabaron los destinos inciertos, el vagar de una parte
a otra de esta tierra infecta y calurosa. Volver a España, tener hacienda en
Asturias. Colocar a los hijos. Escribir mis memorias, cultivar la Botánica, la
vida palaciega… ¡Ah, pero olvida esas tonterías, Gonzalo! ¡Sueños vanos no
hacen fortunas!», se despabila el cronista dando cuenta de un chocolate
caliente a pequeños sorbos, antes de ponerse a redactar el borrador del
documento en que trabaja. Siente, eso sí, un vivo remordimiento por haber
comentado el hecho con su doncella, quien le calienta la cama desde la muerte
de su mujer, Catalina Rivafecha: « ¡desde entonces no deja de hostigarme con
“el caso del cura”!».
»Bien parece que nada le
baste al fraile. Buenas agarraderas ha de tener en la Corte, de otro modo no se
explica tanta porfía. Ya en el año veintinueve quedó informada Su Majestad, la
Reina Gobernadora: «Si oro, plata o cosas de valor hay en Masaya, serán cosas
escondidas en aquella socarreña que está debajo de la peña desde donde van
aquel hoyo y fuego…Lo del metal rico yo lo tengo por burla. Su materia, al
parecer mío y de otros, es azufre». Aquel año el gobernador y yo esperamos
durante cinco horas en “El monte de fuego”. Era el día de Santiago, bien me
acuerdo sin mirar libro alguno. Ahora, se me ordena dar cuenta de los sucesos
acaecidos durante los días de abril de este año treinta y ocho en que ese necio
fraile ha descendido por segunda vez al cráter. Allí, con gran peligro para su
vida, lo atravesó hasta llegar a la caldera fogosa donde mana esa materia densa
y rojiza. De no llevar casco, una peña le hubiera saltado los sesos, pues desde
arriba pudimos ver la manera en que «le hacía meter el pescuezo en el cuerpo y
temblar todas las carnes». Quienes le acompañaban arrojaron a aquel hoyo
hirviente cadenas y cubos con que extraer el supuesto metal. Una vez de vuelta,
y en presencia de representantes de las Ordenes de Predicadores, San Francisco
y la Merced, se pudo atestiguar que aquellas eran escorias de herrero y no
metal noble. Todos hicieron declaración de lo visto —incluso fray Bartolomé de
las Casas, dominico igual que él—, excepto fray Blas del Castillo”.
Con la excusa de recoger
el orinal y ventilar la estancia, Agustina —una niña cuando comenzó al servicio
de la señora Catalina, se ha hecho mujer, y avariciosa— fisga por encima del
hombro del cronista en los papeles que maneja. Al escucharla entrar, este ha
dejado con sobresalto el esbozo del caso bajo otros textos, poniendo ante sí los
dibujos que ilustran los juegos de pelota practicados en esas tierras, y que
tan viva impresión le han causado. «¡Cuánto mejor harías en informar al rey de
los progresos del cura, en vez de perder el tiempo en juegos inútiles!», dice
abandonando el cuarto con aire displicente.
***
El emperador se asoma al mirador de
su alcoba en el palacio de Fuensalida. Contempla la cortada del Tajo, los
meandros dorados del río. Aspira el olor de las higueras que trae el otoño
avanzado. El sol está a punto de ocultarse tras los montes. No ha llegado
siquiera a calentar una jornada intensa de despachos, correos, embajadas y
reuniones sin fin. Ni tiempo ha tenido para echarse una siesta. Lleva
trabajando desde el alba y esas dos han sido las únicas evidencias de que el
astro ha salido ese día: el amanecer lo encuentra siempre al balcón, según su
costumbre. El que termina es veinticuatro de octubre. La reina Isabel, su
querida prima, cumple treinta y cuatro años. Lleva dos meses embarazada del
hijo de ambos.
El rey se ha despojado de
sus ropas hace rato, viste camisola de dormir. Una manta de piel de armiño le
cubre de hombros a tobillos. El aire es fino y seco, frio, pesado; tanto, que
no deja ascender la humedad que se vislumbra sobre el oro del cauce: densas
nubecillas a ras de agua sobre las que pasan apresuradas bandadas de patos. ¡Lo
que daría por estar apostado con un arcabuz entre los marjales!
Con una mano fuera de la
cobija se frota la nariz. Piensa. El pulgar apoyado en la base, el índice
recorriendo de arriba abajo el arco prominente. El codo, sobre el brazo cuya
mano cierra la frazada ante el vientre: «los venecianos se echan atrás y el
papado se acobarda. Préveza debería haber sido la tumba de Barbaroja y a punto
ha estado de ser la de Andrea Doria». Una ráfaga de viento helado estremece su
cuerpo al incidir en el único sitio descubierto —los tobillos—, sacándolo de
sus cavilaciones. Al pasar de nuevo el dedo por el apéndice nasal descubre
contrariado los pelos que crecen sobre este: duros como cerdas, largos y
oscuros igual que los que pueblan sus falanges. De pronto, comprende por qué
últimamente consejeros y embajadores se quedan absortos mirando su rostro,
llevados de una ausencia de la que vuelven atónitos una vez alza la voz o les
interpela: «¿disculpe, Majestad, decía?».
Abandona con urgencia el
ventanal cerrando la puerta tras de sí. Quiere evitar que escape el calor que
sale de la chimenea. La reina está a punto de entrar en la cámara y no desea
que se resfríe. Arroja la manta sobre la cama y, sentado a una silla frente al
espejo del tocador de esta se dispone a depilarse. No hay problema con los
mayores. Uno a uno los va desalojando, llenando el tapetillo bordado que cubre
la mesa de oscuras pilosidades. Acerca dos velones al espejo y aproxima la cara
a este intentando ver los más pequeños e inaccesibles (tendrá que recortar
también aquellos que brotan de las fosas nasales, convertidos ya en crines). Se
desespera: la miopía le impide ver con claridad; el mal pulso, trabajar con
eficacia. Se pellizca con la pinza. Maldice. En ese momento irrumpe en la
estancia Isabel de Portugal, su esposa querida. Tras una carcajada amorosa se
ofrece a ayudarlo:
—¿Acaso no tiene
servidumbre el Señor más poderoso de la Tierra? — Se mofa la reina acercando un
candelabro de plata.
—Prefiero que me ayudes
tú —responde el rey algo cohibido, dejando que le tome del prognático mentón y
vuelva su cara hacia ella. La reina la levanta para ver mejor y continúa con el
desbroce.
Hace meses que su único
contacto es epistolar. Durante la mayor parte de su vida de casados las
obligaciones imperiales del monarca los han mantenido separados. Tal vez resida
ahí el secreto de su amor: en la intensidad con que gozan de los escasos días
que pasan juntos.
—¡Dios mío!, ¿cómo te has
dejado tanto? —dice pasado un rato de trajín silencioso. Toma unas tijerillas
para recortar los pelos que brotan silvestres de los reales cornetes.
—¿Y tú? —aduce el
emperador pasando una mano sobre el vientre incipiente de la reina, desnudo,
cálido bajo el camisón.
—¿Tú sabrás, primo, algo
habrás tenido que ver? —Carlos V desliza su otra mano sobre las nalgas de la
reina al tiempo que intenta permanecer con la cabeza estática sin conseguirlo—.
¡Quieto, o acabaré por cortarte! —replica dándole un cachete en la mano—.
¡Espera, aún no he terminado! —. Insiste aplicada ahora sobre los pelos
rebeldes en las cejas del monarca.
—¿Me reconocerán mañana
en la Audiencia? — Bromea ante la diligencia de su esposa.
Esta se entretiene
buscando asimetrías en barba y bigote. Dando sutiles cortes aquí y allá. Las
manos del rey, desacostumbradas, perdidas bajo el camisón, todavía la hacen
estremecer de placer tras doce años, cuatro partos y un aborto; sus labios,
llegando un rato después que su barbilla, picotean en su busto. Consiguen que
se abandone. Deja caer las tijeras. Cierra los ojos. Toma la rala cabellera
real entre sus manos y atrae hacia la suya su boca en un beso dulce, delicado.
***
Mojando en el tintero la pluma de
buitre, fray Tomás de Berlanga, obispo de Castilla del Oro, encabeza una nueva
misiva a su rey. El asunto es delicado. Más cuando es consciente de la cantidad
de problemas que lo hostigan: Suleiman en Viena, «humeante» el sacco di Roma; la guerra
con Francisco I, el polvorín Mediterráneo; Lutero y sus seguidores… «Quién
sabe, tal vez este sea un episodio ridículo o la solución a sus constantes
problemas financieros». Desde que se reunió el pasado verano con Blas del
Castillo no ha dejado de fantasear con ese «infierno». Aquel le describió con
vivo entusiasmado su descenso a la plaza y el acto de clavar sobre una peña la
cruz de Cristo. Acercándose a la caldera vio con sus ojos que aquello que brotaba
era rico metal, aun a pesar de que los notables que esperaban fuera
certificaran escorias. Del Castillo tenía por envidiosos a los demás frailes,
por cobardes al cronista y al gobernador. Él piensa, por poco perder al
acreditar sus palabras, «ser una de las cosas más admirables del mundo, y si
fuera a ser metal rico como algunos creen, es un tesoro que se acabará cuando
la mar se secare».
***
«Has muerto, reina mía. Hoy, primero
de mayo. Desangrada al dar a luz a nuestro hijo. Cinco agónicos días para dejar
este mundo sembrado de dolor. ¿Existe algo más triste que morir en primavera?
Siento entrar en el pecho el olor de las flores, desplegar al arrayán su aroma
a mediodía; escucho el rumor lejano de las aguas del río, los álamos agitados
en la ribera; los pájaros alborotando el jardín… ¡Todo renace y tú, mueres!
Paseo mi desolación sonámbula por nuestra alcoba, convertida en espacio cruel.
Lúgubre. Fantasmal. Repleto de risas y palabras dulces, susurradas, que ya sólo
escucho en mi cabeza. Contemplo tus objetos, tus ropas, las joyas, los libros
que acompañaron mi ausencia… Y no puedo evitar pensar que vivieron en ti más
que yo mismo. Al menos, abrigaron y cubrieron tu cuerpo, lo embellecieron;
distrajeron tu tiempo. Me reflejo en los espejos que te reflejaron e imagino tu
cara asomada a ellos: los pechos colmados, el vientre hinchado, descubierto,
liso; desbordado en el botón del ombligo. Lo acariciarías delicada al tiempo
que esbozabas una sonrisa blanca. Enigmática. Tal vez pensaras en mí, igual que
lo hago yo desde la imagen melancólica que el vidrio devuelve: contraria a toda
belleza, esperanza o alegría. A toda tu ternura, atrapada en el azogue para
siempre. El rey, ha muerto contigo, aunque haya de seguir viviendo».
Desde el balcón observo a
los cortesanos en el patio. Se desplazan sobre la grava, susurrantes.
Enlutados, alzan las cabezas cuando asomo y cuchichean. Se detienen, callan.
Vuelven a caminar sin saber qué hacer con sus cuerpos, con el dolor propio o
ajeno. Fúnebres en mitad de una Naturaleza que estalla.
«Me pregunto cuántos de
ellos hubieran apostado por nuestro amor: dos jóvenes desconocidos, que hablan
lenguas distintas. La una hermosa, feo el otro. Criados en Cortes y costumbres
diferentes: Lisboa, Gante. Ella, nacida entre algodones; él, en un cubo de
excrementos. Unidos merced a una dote, un interés ajeno al afecto. Que apenas se han visto en un centenar de
ocasiones a lo largo de su matrimonio. Y, sin embargo, se han amado».
Entre los dedos, en el
fondo del bolsillo del jubón de terciopelo negro, acaricio la pinza de plata
que encontré revolviendo los cajones del tocador. Nada más entrar al cuarto me
dirigí hacia él apremiado por el deseo de hallar algo de consuelo entre tanta
desolación. Una vez en mis manos actúa como un bálsamo que, sin llevarse el
dolor, lo aplaca. Entonces, una mueca acude a mi rostro y, por un instante,
evoco el tuyo entre las nubes de polen que agita el viento entre los pinos: «es
tu aniversario; veo tu cara risueña ante mí; el cabello desbordado sobre la
almohada; nuestras piernas permanecen arrolladas aún. Juegas con los dedos en
mi espalda y disuelves en la mía una mirada de amante; para comprender que algo
la turba, que no hay gozo que dure demasiado en el ánimo de un soberano».
— ¿O que o aflige?—.
Desde los primeros días en Sevilla hablas portugués en la cama. Me agrada: en
esa lengua dices osadías que de otro modo te avergonzarían.
—El dinero —respondo
brutal. Ni siquiera hago el esfuerzo de mentir—. Ninguno alcanza.
—Esqueça hoje, pelo
menos esta noite—. Y esa lengua que adoro —ampulosa, grave—, arranca una
sonrisa que me devuelve al cuarto caldeado, a la penumbra de las velas, al
crepitar de los troncos en la chimenea, dejando para el viento que arrecia
fuera guerras, alianzas, intereses, préstamos…
«A la mañana siguiente,
durante el desayuno, a poco me atraganto con el pan y las mermeladas que
prescribes —intentas mitigar los efectos del consumo desmedido de carne— al
escuchar tu insólita propuesta».
—¡El volcán! ¿Quién puede
asegurar que no sea la solución a los problemas financieros?
—Pero,… ¿cómo sabes?…—
Disimulo. Está claro de qué hablas: han hecho llegar a Niza la carta del
obispo, pero, en medio de las negociaciones de paz, no he querido prestar
atención a tan descabellado proyecto. Aunque bien conozco que este juega a
todos los palos cuando algo le interesa.
—¡Masaya! —. Exclamas de
pronto, cargando de intención la palabra—. ¿No es ese tu lema? Más allá, além
o Plus ultra,… ¡Qué importa!
Nada pierdes con probar. ¿Acaso nuestro amor resultó cercano? —interroga alargando
el brazo, deslizando delicada la yema del pulgar sobre la protuberancia de su
nariz.
***
Desde el balcón, ordeno al escribano
que suba y redacte una carta a la Casa de Contratación de Sevilla. En ella
solicito «licencia de pase de regreso para fray Blas del Castillo, de la Orden
de Santo Domingo, pues se me ha hecho relación de que se quiere volver desde la
provincia de Nicaragua, donde ha residido, y me ha suplicado que le diese flete
y matalotaje desde Nombre de Dios».
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