Memorias legendarias de un lagarto del Chagre.
Memorias legendarias de un lagarto
del Chagre
0.
Parece
que
una vez muerto uno sigue haciendo las mismas tonterías que cuando estaba vivo,
hasta que cae en la cuenta de su nueva situación. A mí me gustaba chafardear a
la orilla del Chagre, y eso hice durante más de veinte años, cuando me dieron
pica aquellos rudos españoles. He tardado cinco siglos en percatarme de mi
estado. Durante ellos me he aburrido, ¡muchísimo! Hoy quieren plantarme fuego: “representa
un absurdo anacronismo exótico en la colegiata”, asegura el obispo desde El
Burgo. De modo que antes de ser pasto de las llamas, me gustaría compartir con
ustedes algún relato memorable que aún guardo bajo esta
1.
piel
coriácea.
¡Qué sé yo las veces que me habrán
rellenado de paja a lo largo de estos años, porque llegar, llegué sin asaduras!
¡De qué otro modo si no! Que un guiñapo de piel y remiendos parecía así me
subieron a la bodega de aquella nao. ¿Y las tripas? Pues allí se quedaron,
junto a las de ese pobre gallego que tomé aquella tarde a modo de merienda.
Nada tuve contra él. Es sólo que destacó más que el resto. Cara me salió la
colación pues hartas cuchilladas me dieron en todo el cuerpo, que un San
Sebastián parecía. Aunque sólo por la tripa y los sobacos pudieron zaherirme
aquellos cabrones, el resto del pellejo dura costra se les hizo. Ni para
socorrer a aquel hombre tuvieron agallas, sino que fue el hambre vieja que
traían la que los llevó a hincarme lanza y flecha de ballesta (no usaron
arcabuz por no malograr la carne). Nada de arrojo, cojones, o heroísmo. ¡Zarandajas!
¡Qué la falta de alimento pudo más! ¡Cómo para conservar las vísceras!
Pero, ¿lagarto? Cruel
ironía. Cientos de niños de esta villa milenaria han venido a comparar las
tristes lagartijas que capturan junto a los muros del castillo, con mi esbelta
figura de caimán. Aunque ya no tanto. Desde que un vago sacristán acordó
arrojar mis huesos a la lumbre, tal que padezco hidropesía. ¡Con lo que yo he
sido, Tomás! Pero lo que no te perdono son los ojos. Bien parece que cada
lustro, cuando el relleno asoma de nuevo a mis fauces inofensivas, me abran el
vientre como a un colchón para aventarlo. Que por primavera me rasquen la piel
con estopa por librarla de los goterones que deja el sebo de las velas. ¡Pero los
ojos! ¿Qué te hubiera costado? Dos sencillas bolitas de cristal pintado con que
mirar las caderas de las hembras endomingadas, los bustos perfumados bajo el
encaje de las mantillas; las virginales jovencitas cargando el reclinatorio a
sus piadosas madres. O, de no haber otra, a los emperifollados esposos y padres
soberbios; a los monaguillos torticeros, borrachines; al pueblo aldeano, ¡qué
carajo! ¡Cualquier cosa con tal de matar el hastío al que me condenaste
colgándome a la entrada de la iglesia!
Ni siquiera tú saliste
bien librado. ¡Con lo que bregaste! Ahí te ves, bajo esa losa de vulgar pizarra
rota, frente a un retablo más bien pobre, ante un sagrario de tercera. Por lo
menos el altar mayor, cómo hubieras deseado. Ni las últimas voluntades te respetaron.
Lo que no comprendo es que, si todo lo dejaste atado a la vuelta de Panamá —hasta
el detalle más nimio acordaste testar—, ¿por qué olvidarse del que fuera tu
confidente leal? Si no hacías más que repetirlo mientras escribías y hablabas: “unos
con fondo amarillo y negra retina. ¡Que den pavor a los que mucho hayan pecado
al entrar a confesar!”. Y arrancabas a reír socarrón, desde el pecho con fondo
de fuelle roto que las fiebres padecidas te habían dejado.
Pero dejémoslo estar, que
ahí viene Domingo —ese indio maricón— a ponerte tus velas: debe de ser viernes.
Hasta el sonido de sus andares cansinos y ese olor a cieno que se le desprende
del cuerpo me estragan el día. Al cabo, es el único momento en que no echo de
menos los ojos: así me ahorro sufrir sus contoneos. ¡A saber con qué cotilleos
te viene esta vez!
2.
El barco
cabecea en el maretón que ha dejado
la borrasca de anoche. Entonces daba pantocazos queriendo tragarse la mar que
le venía a la proa. Al menos el balanceo era regular. De amanecida el viento ha
cesado. Las olas que barrían la cubierta y metían agua a la camareta, también.
Lo agradezco: la sal cuartea mi delicada piel tropical. En cambio, se ha
quedado un meneo que descompone los intestinos del sarasa, “pone en tu rostro
un color cerúleo, te empaña la mirada como el vaho al ojo de buey” (sic,
eso ha dicho el páter animándolo “a salir un rato a cubierta”). Parece que la
espalda le “lacera, tras haber permanecido la madrugada encogido a tus pies,
Tomás. Acostado por no echar la bilis”. Sí, así de cargante se expresa el
indio. ¡Ya lo iréis conociendo! Nunca ha soportado navegar. Confía en alcanzar
de una vez por todas esa tierra reseca de la que Tomás habla más a menudo cada
vez, olvidar para siempre sus desventuras en el mar. Curiosa paradoja en un
caribeño. Por lo pronto ha de conformarse con abandonar la cabina y buscar en
la brisa algún sosiego para el cuerpo, ¡que el alma ya se la ha ganado el
diablo! Al salir trastabillando me pisa una pata. Ocupo el espacio bajo el
jergón de fray Tomás, entre una resma de papel organizada en cuadernillos
protegidos por bolsas de cuero —donde va vertiendo, con paciencia y
escepticismo, su Memoria de la Jornada en Indias—, y un pequeño baúl
donde guarda con celo la mitra obispal, los guantes, la custodia y la patena;
también algunas saquillas con oro y plata de buenos quilates fruto de sus
trabajos en el Nuevo Mundo —serán el padre y la madre de los proyectos que
ansía emprender el de Berlanga en su pueblo—. “A condición de que lo estibe vuestra
merced en su aposento, que la carga es mucha y el sitio escaso”, fue la
respuesta del maestre ante la extraña petición del fraile cuando le fue con la
cosa de embarcar un caimán.
—Ponme sobre aviso en San Vicente —solicita el obispo
al indio sin levantar la cabeza de sus escritos, una vez se incorpora y encara
la portezuela de salida.
—No entiendo, Tomás —responde este confuso en un
hilillo de voz.
Ruego para mí que no lo
entretenga o acabará por vomitarme encima.
—Es el nombre del cabo
que hay antes de alcanzar la barra de Sanlúcar, el estuario del río donde
acabarán tus pesares —indica el páter—, me parece haber escuchado su nombre a
la marinería.
—Procuraré estar atento —zanja
el taíno al abandonar el estrecho cubículo que les han asignado a proa de
estribor.
Celebro su marcha, de una
forma u otra el producto de los mareos acaba siempre por encontrarme.
—Pero, ¿por dónde iba?
—regresa el padre a su labor.
»Durante mi infancia
gobernaba Castilla la reina Isabel, “la Católica”. Pocas letras sabía yo
entonces, pero se conoce que aprender no me era dificultoso, a pesar de mi humilde
origen campesino; al poco pase al Burgo de Osma, y más tarde a Salamanca, donde
ingresé en el convento de San Esteban. Allí conocí las disciplinas regulares
que entonces se impartían a quien aspirase a una formación superior: Trilingüe,
Trivium y Cuadrivium. En Europa soplaban borrascas que agitaban nuestro
apacible claustro; las constantes idas y venidas de nuestros superiores camino
de Roma, Valladolid o Sevilla nos tenían al corriente de los vientos heréticos.
Los dominicos se plantearon entonces volver a los principios básicos recogidos
en la creación de la Orden de Predicadores: evangelio y pobreza. A la edad de
dieciocho años me presenté voluntario para enseñar la palabra de Dios en Indias.
La reina Isabel dejó este mundo seis años antes de mi partida, en 1504.
»Por entonces el Papa
Alejandro VI confía y ordena la evangelización de los nuevos territorios a «varios
probos temerosos de Dios, doctos, instruidos y experimentados». Divide
el globo terráqueo en dos mitades y asigna a la Corona de Castilla las tierras
descubiertas 370 millas al oeste de Cabo Verde; a la Corona de Portugal, de ahí
hacia Levante. Un vasto mundo se abre ante nosotros: miles de seres aguardan
nuestra llegada para conocer la palabra de Cristo. Nos sentimos llamados a una
misión superior a nuestras vidas, un combate donde las almas que pudieran
perderse en Europa habrían de ganarse al otro lado del mar. Y Emprendimos
camino a pie hacia Sevilla. El entusiasmo pintado en las caras debió contribuir
de manera favorable a la limosna solicitada, pues nunca nos faltó alimento o
establo donde hacer noche camino de esa ciudad. Una vez allí no hubimos falta
alguna, pues ya su majestad el rey Carlos había dispuesto matalotaje para cada
dominico que partiese a
3.
La
Española.
Decías que aquel que hacíamos no era
bien visto a Dios. Y de hacer, era preferible con hembra a con varón, “que para
traer crías al mundo había puesto el Señor a unas un sexo y a otros el otro”. A
ellas, papayita rosada entre las sos piernas; a nos, plátano macho entre las
nuestras. Mas yo siempre encontré dulce y caliente el culo dellos, y
gusté más destos; y así que no sabías, cuando nos encontrábamos en la
jungla nos amábamos como dice tu Dios que “hemos de amarnos los unos a los
otros”, y los demás dioses (los nuestros), nunca ha visto con mirada severa.
Recién llegaste por el
mar en esa que los españoles llamáis nao y ya me salvaste la vida. Que aquellos
hombres fieros nos la querían quitar al otro y a mí. Traías blanca la cara del
hambre y la sed y los vómitos de la travesía; el rostro alucinado de quién no
ha visto jamás tierra tan verde, agua y cielo tan bellos. No era de extrañar
—luego lo supe— pues tuve ocasión de conocer los tus cielos y aguas y tierras
castellanas.
Así pusiste un pie en la
playa (apenas te tenían las piernas), corriste hacia el palmeral tratando de
detener a los que con las espadas afuera y las garrotas en alto querían
partirnos las espaldas.
—¿Cuál es su delito?
—preguntaste sin aliento en el pecho, la saya de fraile recogida entre las
manos por ayudar la carrera.
—¡El de sodomía, mi señor
dominico! —respondió un bruto arrodillado sobre las costillas quebradas de mi
compañero, que gritaba y gemía de dolor.
—¿Qué lo prueba?, pues yo
solo veo a un ser que sufre el daño que hacéis en él.
—¡La leche que le sale
del ojete, padre, que es de ese otro! ¿Acaso no lo veis?
Ese otro era yo. Por
aquel nada pudisteis hacer: llevaba el cuerpo roto por dentro de la tunda
recibida. A mí me alejasteis presto de allí y por nombre pusisteis, Domingo,
igual que al fundador de vuestra Orden —el original era Guarocuya,
sobrino de la reina Anacaona, de quién heredé talento y memoria: ella
era célebre por sus recitados poéticos en nuestros areítos—. Tras el incendio
por los tuyos del caney que habitábamos, logró escapar; yo fui entregado al
padre Las Casas para naborí hasta nuestro encuentro. Enseguida reparaste en mi
don de lenguas —toda mi réplica la hice en buen castellano—, caíste en la
cuenta de mi utilidad para la obra que recién comenzabas. Ya no nos separamos
jamás.
Fundaste casa y convento
y hasta prior alcanzaste a ser. Con modestia, discreción y gratitud trataba de
servirte mientras hacías denuncia a vuestro señor rey del escarnio que aquellos
hombres barbados y malolientes —nunca fueron de mi agrado para me holgar con
ellos—, hacían entre los nuestros.
El oro los trastornó. Así
supieron de su existencia, nada los pudo detener. Descendían de los barcos y,
con más saña cada vez, se entregaban al pillaje bajo las leyes de aquel reino
lejano que llamabais Castilla. Se convertían en encomenderos: vuestro rey «encomendaba»
nuestras vidas y almas a aquellos hombres para protegerlas y adoctrinarlas en
las leyes de Cristo Redentor. Pero bien sabéis lo que hacían, que a la venida
del Descubridor nos contábamos por un millón, y a vuestra llegada quedamos sólo
veinte mil de nosotros.
Las manos que labrasen la
tierra y arrancasen de las minas el oro, se agotaron. Los vuestros no cesaban
—a pesar de tus denuncias constantes al soberano— en la crueldad más extrema
para ablandar nuestra voluntad y ponernos a su servicio. Sin comida o agua de
que servirnos, forzados a trabajar hasta caer muertos en sembrados y haciendas,
diezmados por padecimientos desconocidos, se valían de feroces bestias jamás
vistas por estas selvas —dogos, mastines, alanos— para tratar de doblegarnos.
Fuimos cayendo hasta que se vieron obligados a buscar en otras costas las manos
que habían muerto en estas. Así comenzó la conquista de las Indias.
—Repite lo que viste,
Domingo, por caridad —solicita el dominico. Escucha sentado sobre un montoncito
de adobes secos que el padre Las Casas le ayuda a colocar sobre un tapial. Se
cubre el rostro con las manos dejando entrever los ojos enrojecidos por el llanto,
las manos delicadas, cuarteadas por el trabajo duro; la voz quebrada, abatida,
incapaz de asimilar la última tropelía de sus compatriotas.
—¿Saben vuestras mercedes
de la ceiba hermosa que hay en el camino que sale hacia Santiago de los
Caballeros? —cuenta obediente, llenando el relato de circunloquios.
—La conocemos —responde
con brusquedad el padre Bartolomé.
—Bajo su sombra perfumada
acostumbramos a amarnos «el prójimo» Hatuey y yo: así dijisteis que habíamos de
amarnos los unos …
—¡Ahórranos la introducción!
—grita fray Tomás con violencia— ¡Aquella infeliz madre, Domingo! ¿Qué le
ocurrió? Di al padre lo que a mí me contaste.
—Mientras sujetaba a
Hatuey por la cintura y él gemía, como cuando se quiere llorar.
—¡La india! —brama de
nuevo Tomás.
—Por sobre su cabeza y
bajo las sombras del árbol creí escuchar verdadero llanto —acelera su discurso,
los frailes se impacientan—, que al ser tan altas, las raíces apenas dejaban
ver con claridad. Pero después de soltarnos, de observar ocultos en cuclillas,
pudimos ver a un grupo de españoles (vestían calzas y poblaban barbas, y olía a
marrano incluso debajo del árbol fragante).
—¡Al grano, por Cristo
Nuestro Señor! —pierde la paciencia el padre Las Casas.
—Pues que la mujer
gritaba y pateaba y braceaba al arrancarle ellos del pecho el bebé al que
amamantaba.
—¿Y luego? Cuéntale al
padre.
—Y luego de disputárselo
a la madre, de lanzárselo entre ellos por ver quién de todos lo sujetase en el
aire, y de hacerlo entre grandes risotadas y chanzas,
—
—uno al que dicen por el
fuerte, Periquillo, tuvo en mala hora arrojárselo a los perros porque no habían
comido ese día. Causaban mucho terror los gritos de la madre, el sonido de las
mandíbulas al masticar, las burlas de los españoles cuando buscaba los restos
de su criatura entre la hierba húmeda de sangre. Eso dejaron aquellos mastines
sobre la tierra, y aún querían lamerla y acabarla, que hasta a la india se
hubieran comido si no los prenden.
Los frailes,
estremecidos, hunden los dedos entre el flequillo y la tonsura, sin ánimo para
expresar cosa alguna. Las palmas de las manos sobre las cuencas de los ojos,
las tripas sonando sueltas desde los estómagos vacíos. El padre Bartolomé
pregunta incongruente:
—¿No pudisteis hacer nada
por ayudarla?
—Largo rato después que
se fueron tratamos de llevarla con nosotros hasta la ribera del Ozama. Tenía la
cara cubierta de sangre por haberla restregado todo ese tiempo contra la
hierba, pero no quiso acompañarnos.
—Y, la dejasteis, allí
—concluye el de Berlanga en un sollozo.
—Se agarraba a la tierra
con la boca y las uñas. Nosotros sólo fuimos quien de acudir a limpiarnos la
mierda que se nos había salido del vientre y corrido piernas abajo cuando
aquello ocurrió.
4.
México.
¡Si al menos me hubieras colocado
sobre una peana! ¡Qué sé yo, a la entrada de la iglesia, junto a la capilla en
que ahora descansas! Tal vez una urna hubiera sido demasiado pedir. Pero
habríamos formado un buen equipo: con la excusa de echarme un vistazo se
habrían acercado a la tumba y conocido tus hechos. Quizás sea mejor así,
suspendido a la entrada de una puerta lateral y con el morro hacia el suelo.
¡Pero sin pupilas, con urna o peana lo mismo había de ver!
Esta tarde de invierno me parece
sentir en la piel el salitre de aquella cabina húmeda. Dejábamos atrás para
siempre el mar de los Caribes. Recordabas junto a Domingo el regreso de un
viaje de vuelta desde España, por ahuyentar la melancolía que comenzaba ya a
morderos:
—Traías contigo una
planta de la que brotaron después, ¡güebos! —decía el taíno con picardía
rijosa.
—¡Plátanos, Domingo, eran
plátanos! Cargué el cepellón en Canarias, donde crecían por miles. Aún no se
conocían en tu tierra.
—Lo plantaste en una
esquina del patio y enseguida medró vigoroso. Me gustaba practicar vuestra
lengua bajo su sombra.
—En cuanto brotó la
primera penca no te separabas de ella —apuntabas, con ironía risueña.
—Me pareció milagrosa,
¡una fruta con esa forma! Si hasta soñaba que…
—Aguarda, Domingo. No
sigas por ahí —y le cortabas las alas por no escuchar sus elucubraciones
calenturientas —. Anda, ve e intenta conseguir algo de rancho en la cocina, que
se llega la hora de comer y estoy hambriento—. Y de ese modo lo largabas, para
que te dejase trabajar un rato en los escritos que ayudaban a ordenar tus
pensamientos.
Tenochtitlan nunca volvió
a ser aquella ciudad floreciente en mitad de una laguna cuando la tomaron los
españoles. Las hermosas avenidas que conducían al centro de la ciudad se
llenaron de ventas y alquerías, los templos fueron destruidos, los lagos
desecados, los ídolos aztecas sustituidos por nuestra cristiana cruz. Hernán
Cortés usó la estratagema de cortar las vías de agua dulce a la ciudad para
someterla después a un cerco implacable y tomarla a sangre y fuego. El botín
obtenido ascendió a seiscientos mil pesos del tesoro oculto de Moctezuma. El Adelantado,
enseguida se aprestó a enviar el Quinto Real, aunque no con el celo esperado.
Suplicó a la Corona que enviase religiosos con que cristianar el lugar: “pues
las tierras son muchas y el desconocimiento del Dios verdadero, grande y poco
conveniente”. Doce dominicos se aprestaron bajo mi orden en La Española para
acudir a la solicitud Real; seis murieron al poco de llegar, y otros dos lo
hicieron algún tiempo después. Con tan sólo cuatro frailes hubo de acometerse
pues aquella cruzada. Los vencía la «modorra», una suerte de fiebre que no
remitía más que con continuos sangrados y reposo. Deshidrataba y debilitaba
tanto a los hermanos que sucumbían al cabo de pocos días.
Pero no todo fueron pesares.
Por aquel tiempo —mil quinientos y veinte años—, la Reina Gobernadora había
creído conveniente mi ascenso a Prior Provincial de todas las Indias. Aunque el
Señor nos da a entender con premura que a grandes méritos corresponden grandes
trabajos, poco podía imaginar la magnitud que habían de alcanzar las tierras
bajo mi responsabilidad. Sólo aquellas nuevas que Cortés había añadido a la
Corona representaban un territorio inabarcable para nuestra labor
evangelizadora. Y surgieron las disputas. Sí, también en el seno de nuestra
Orden. Hasta Roma primero y Valladolid más tarde, hubimos de acudir el Padre
Francisco de Betanzos y yo mismo, para dirimir ante el Papa Clemente nuestras
diferencias por el territorio bajo cada jurisdicción. Entretanto, los conquistadores
dieron en pasar a Panamá, descubrir la Mar del Sur ,y, a través de esta, los
reinos del Perú.
Irrumpe Domingo en la
camareta con dos escudillas de frijoles con tomate, otro de los manjares
traídos de ese mundo nuevo—aunque va para tres décadas este no sean Las Indias
más que en la costumbre—. Haciendo equilibrios por mantener el cuerpo derecho
logra dejar cada una sobre el precario escritorio. Lástima haber perdido
también el olfato, el olor del humo que brota de ese guiso y se fija al cristal
del ventanuco, ¡capaz sería de volver la vida a un muerto!
5.
Yo
el Rey.
Pareció que con la salida a mar abierto
las entrañas del indio se asentaron. Ignoro la manera en que el paciente fray
Tomás soportaba los efluvios de aquel cubo que tenían por toda sentina. El
taíno lo llenaba enseguida, pues cuando no vertía por «proa» lo hacía por
«popa»; y no era cosa sencilla vaciarlo al punto según fuese el estado de la
mar. Así se encontró algo mejor, y por tratar de distraerlo, el de Berlanga
comenzó a rememorar los sucesos de aquel año:
—Estando en España para
dirimir el contencioso entre las provincias de Santiago y Santa Cruz,
—quise acompañarte, más
por conocer la tierra de donde venías que por mi afición a los mares, ¡que aún
no sabía nada de andar en naos! —interrumpe el relato de Tomás.
—No hubiera sido posible.
La Casa de Contratación sólo disponía pasaje para una persona. Bueno, a lo que
iba.
»Francisco de Betanzos
pasó pues a hacerse cargo de México. Clara idea tenía respecto de los
naturales, ya que escribió al Maestro General, Diego de Loaysa, asegurando que «por
un designio celestial, la gente indiana está condenada a la destrucción, por la
condición humanamente bestial que tienen». ¡Cómo no había de dolerme la
escisión del territorio ante semejante impío!
—¿Predicaba la palabra de
vuestro Dios al tiempo que nos tenía por bestias? —preguntaba Domingo desde las
sombras de su entendimiento. Digo para mí que tampoco andaba desacertado el tal
Betanzos si había de referirse a gentes que gustaban de acometerse contra
natura.
—No bien estuve de
regreso en Valladolid, una sucesión de cartas cambió para siempre el destino de
mis servicios a la Orden. En la primera de aquellas misivas se me urgía viajar
a Tudela de Duero para escuchar en confesión a la reina Juana de Castilla. Una
epidemia de peste asolaba Tordesillas y la prudencia aconsejaba alejarla de su
confinamiento.
—¿Llegasteis a hacerlo?
—pregunta impresionado.
—No. Alguien lo hizo en
mi lugar, pues justo antes de ponerme en camino recibí la propuesta de la Reina
Gobernadora para hacerme cargo del obispado de Panamá, vacante desde hacía
algunos años.
—¡Ave María Purísima! ¡Te
causaría gran halago! —Domingo, tras años de practicar el habla de Castilla y
haberse convertido en «lengua», era incapaz de aplicar tratamiento deferente a
quién hubiera de merecerlo. A todos trataba de tú. No entraba en su dura mollera
tropical esa merced. Sí, en cambio, la extremada facilidad con que captaba la
jerga de los pueblos por los que pasaba y, al cabo, reproducía y aun recordaba
pasado el tiempo.
—No vayas a creer, venía
mermada la ilusión: dejar atrás mi iglesia, el priorato, embarcar hacia tierras
nuevas donde los peligros de enfermar, naufragar o ser diezmados por naturales
belicosos. No era tarea sencilla. Pero aquella había sido mi vocación en
Salamanca cuando profesé: evangelizar. Además, a una reina no se le da un no
por respuesta.
—¿Y el rey? —Interrumpía
otra vez, intentando abordar cuestiones que en todo superaban su flojo
discernimiento.
—¡Bastante tenía el rey
Carlos! Estuvo ausente de España la mayor parte de su reinado; fue su esposa
quien atendió en muchas ocasiones lo tocante al Nuevo Mundo y sus crecientes
necesidades. El siguió, eso sí, con vivo interés todo cuanto tocaba a la
Hacienda y la parte de las riquezas que al reino eran debidas.
Respondí a la reina
agradeciendo —y acatando— el ofrecimiento. Nuestra Santa Institución se veía
amenazada en el viejo mundo y todos en ella tratábamos de que la hemorragia de
fieles no se trasladase al nuevo.
Bastante cosa parecía
para un solo viaje. Mas, así me disponía a partir hacia Sevilla para embarcar y
hacerme cargo de mis nuevas obligaciones, una carta de Su Majestad vino a
solicitar de nuevo mis servicios. Se me pedía que informase acerca de «Las
calidades de la Provincia de Nueva Castilla; qué diezmos son los que hasta aquí
ha habido, qué cantidad de oro y plata y piedras preciosas se han encontrado en
la dicha Provincia; si hallarais que en el repartimiento de indios hay exceso
hablareis con el gobernador, Francisco Pizarro, para que lo enmiende y modere. Y
porque soy informado de que entre este y sus oficiales ha habido diferencias,
procuraréis ponerlos en conformidad para que nos puedan servir mejor».
Firmaba, el Rey.
—Apenas pude detenerme
unos días en Panamá, los necesarios para esperar una embarcación que me
trasladase al Perú
—Esa jornada la recuerdo
bien: era la primera vez que viajaba en barco. ¡Creí morir antes de pisar
Tierra Firme!
—Por Sanlúcar regresé a
La Española, donde embarcaste tú, y de ahí a Nombre de Dios, ya en Castilla del
Oro.
Sin apenas descanso
atravesamos
6.
El
Camino Real.
A su majestad doña Isabel de
Portugal, Reina Gobernadora
Es esta de Panamá una tierra tan
estrecha que de una punta a otra apenas separan seis jornadas, pues yendo de
Levante a Poniente enseguida se alcanza la Mar del Sur. Maravilla la enorme
cantidad de ríos que salpican estos valles, que a poco se transiten, enseguida
le viene a uno al entendimiento la posibilidad de unirlos y aun trazar una
senda fluvial que dé en juntar los dos océanos. Sería, además, la forma más
sencilla de atravesar estas sierras, pues a pesar de mediar tan sólo 18 leguas
castellanas, es tal la cantidad de vados en los ríos, angostura de los bosques,
resbaladiza la tierra y elevaciones que sufre, que se hace en extremo
dificultoso su recorrido.
La ciudad que
encargasteis fundar al gobernador Pedro Arias es referente en la partida de
expediciones hacia todos los puntos cardinales: desde ella se descuelgan hacia
el sur los navíos, costeando y levantando mapas y cartas con que marear en pos
de riquezas. Lo mismo hacia el norte, tratando de unir estas con aquellas otras
de los ricos reinos de México. Aunque es cosa triste ver que en la ciudad
apenas quedan unos cientos de personas entre locales y castellanos, del todo
insuficientes para mantener cultivados los campos, despejados los caminos y
seguras las calles de maleantes y aprovechados. Nadie está por la tarea de
radicarse en ella cuando el mal que a todos aqueja es más nocivo que la fetidez
de las paludes: la fiebre del oro.
Tampoco ha cuajado la
iniciativa de dotar de colonos castellanos estas nuevas sementeras. Algunos han
llegado, es cierto, pero enseguida han dado en imitar las malas prácticas de
quienes son del mismo habla (y peor ralea), para dejar a un lado arado y
azadón, tomar una partida de locales con los ahorros traídos de Castilla, y
pasar a hacerlos trabajar a su servicio, aplicándolos de sol a sol y reponiendo
unos por otros cual si de ganado se tratase, ¡Ni sepultura les dan cuando
fallecen!
Allá, en La Española, los
acercaban a la ribera del Ozama, el río que atraviesa vuestra villa de Santo
Domingo, y los lagartos daban cuenta de ellos en pocos minutos. De apariencia
tranquila, pacífica cuando dormitan al sol de las orillas, son fieros y
extraordinariamente ágiles en su medio. Basta el más mínimo despiste para que
se abalancen sobre un hombre y acaben con él en cuestión de minutos.
Acude a mi memoria un
episodio en que, vadeando el Boquerón, un afluente del Chagre, nuestro guía y
jefe expedicionario, Juan de la Estrada —gallego simpático, valiente y muy
dotado para su cometido— habíase internado hasta la media cintura en el agua
para indicar el lugar por el que el paso de las mulas era más conveniente.
Vuelto de espaldas a la caravana apremiaba a grandes voces al resto, antes de
que las aguas creciesen de repente o los grandes reptiles oliesen las heridas
abiertas por zarzas y ramajes en las patas de algún animal. Con la espada
desenvainada en una mano y una macana en la otra, se desgañitaba para hacerse
oír por encima de la corriente que golpeaba las piedras. Uno de los cargadores
resbaló dando un traspié y dejó caer el fardo, yendo a dar en las corvas del
gallego. Este, compasivo, volteó envainando la espada y arrojando la macana a
un rápido le ofreció su mano, agarrando el bulto que portaba desde el extremo
de un dogal. Así lo cargó de nuevo sobre los hombros de aquel, algo trastornó
de pronto el semblante del guía. Un grito estridente se elevó sobre la fronda
levantando con él bandadas de pájaros de muchos colores que paraban sobre la
ramada. Él pugnaba por sacar de nuevo el arma mirando incrédulo a la superficie
del agua. El indio se acobardó, y en vez de ofrecerle socorro dejó caer el
atado y huyó hacia la orilla. Los demás nada pudimos hacer. Cuando acertó a
desenvainar, ya una cola poderosa como el tronco de un árbol se agitaba
chapoteando sobre la superficie, arrastrando al guía a aguas profundas al
tiempo que lanzaba cuchilladas desesperadas al aire. El animal le abrió el
vientre tal si de mantequilla se tratase. No eran humanos los alaridos que
emitía el pobre hombre cuando, desesperado, luchaba por mantenerse a flote mientras
las aguas se teñían de rojo. No dejó de gritar hasta que la bestia fue quien de
hundirle la cabeza, pero antes, los que entendíamos su habla escuchamos con
claridad: ¡válganme la Virgen María y Nuestro Señor Jesucristo!
Una vez la bestia emergió
arrastrando el cadáver hacia una arenosa orilla, fueron los nuestros capaces de
rodearlo, acometerlo y darle muerte. Del gallego apenas quedaron restos que
sepultar; aún me costó Dios y ayuda hacerles cargar el lagarto: por guardar
memoria de aquel desgraciado incidente y servir de ejemplo a otros hombres
confiados que se allegaban al Nuevo Mundo. También para recordar a aquel
piadoso varón.
Reverendo padre en Cristo, Tomás de
Berlanga, Obispo de Tierra Firme,
a día quince del mes de febrero de
mil quinientos treintaicinco.
Tras plegar y dar lacre
—sin haber tomado siquiera posesión del obispado—, reflexionabas acerca del
encargo de Su Majestad el rey: solicitaba «acudir a Nueva Castilla y platicar
con el gobernador para que se enmiende y modere», ¡tratar de poner paz entre
Pizarro y Almagro! Ellos pugnaban y se hacían la guerra en un afán codicioso y
destructivo, ¡cómo si desconociesen la cólera de Dios o del mismo emperador!
7.
¡Galápagos!
Domingo ronca hace rato, el cabo de
vela se ha extinguido, la cera rebosa en la palmatoria; con los riñones
agarrotados por la humedad y los años Tomás se incorpora haciendo crujir la
tablazón, arroja al cubo el líquido humeante y viscoso, so pena de meter fuego
al barco. Queda en el aire un olor acre, a meados y humo en el camarote oscuro.
Antes de acostarse murmura algo sobre aquellas islas:
“Qué asombros, lugares y criaturas el
Señor Dios ha dispuesto sobre la corteza de la Tierra, que de no habernos
perdido en la mar ignota, no habríamos sabido de aquellos animales parecidos a
las sillas de montar de las mujeres, que llaman galápagos. Y así las quise
nombrar yo en carta al rey: Las Islas de los Galápagos, por estar destos
muy pobladas, que tal parecen sueño o pesadilla al desplazarse”.
El alba le encuentra
rememorando en voz muy queda:
«¡Hoy, catorce de marzo
de 1535 yo hago sacar a tierra recado para decir misa!».
De un tiempo a esta parte
le ha dado por decir en alto todo cuanto escribe y piensa. Al menos rompe la
monotonía de las olas golpeando el casco, el incansable rasgar de la pluma de
buitre sobre el papel.
Estos días se ocupa en
describir las fatigas que él, y quienes lo condujeron, pasaron cuando intentaban
arribar a las costas del Perú. Bien sabía el piloto que no debía separarse de
la costa sino unas leguas, tenerla siempre a la vista para navegar sin
contratiempos. Pero aquella mar desconocida aún, calmosa la mayor parte del año
y sometida a fuertes corrientes, resulto ser una inmensa trampa que a punto
estuvo de costarles la vida.
Habiendo salido de Panamá
dieciocho días antes, las encalmadas, y aquel torrente marino en superficie,
los fueron engolfando hacia Poniente sin que pudieran hacer nada por evitarlo.
Al poco se encontraron en medio del mar y con reserva de agua para dos
jornadas. Quiso el Señor que acertasen a ver una isla en mitad de aquel
piélago, aunque, para su desconsuelo, ese flujo desviaba el barco a capricho,
impidiéndoles tomar tierra según sería su gusto. Al fin, una mañana de dos días
después alcanzaron la playa con gran regocijo de marinería y oficiales, ¡hasta
fray Tomás levantó los ojos al cielo y dio gracias juntando ambas manos!; pero,
así la alegría en casa del pobre, poco había de durar el alborozo. Pronto
cavaron en muchos sitios —a varios palmos de profundidad y suficiente distancia
de costa—, brotando un agua tan salobre que parecía de la mar misma. Se
cansaron de hacer agujeros, de apartarse más y más, de volverse en busca de algún
verdor que pudiera indicar la presencia de agua dulce. Nada. Hubieron de
conformarse con masticar unos cardones de algo parecido a la chumbera,
abundantes en esa isla y ricos en unos jugos amargos con que engañar la
necesidad de beber. Y de nuevo a bordo. A confiar en que aquella otra isla
situada algo más de una legua al oeste de la primera, les deparase fortuna
mejor. En esta ocasión, sí. Tras desembarcar y caminar largo trecho colina
arriba, después de dejar atrás playas de negras arenas y hanegas de escorias,
alcanzaron una profunda cortada de verdor entre el monótono derredor de azul y
calor húmedo, de litoral transparente y animales extraños —semejaban embobados,
dejábanse atrapar sin huir, confiados y curiosos—, pues todo aquello se
divisaba desde lo alto de ese otero pardo.
Entonces se saciaron. Las
bocas pegadas a las rocas del barranco hasta quedar heridas, abiertas las pupas
de los labios resecos, intentando llevar al estómago tanto líquido como a un
odre. Hombres cubiertos de barro, las caras hundidas en la vegetación cual
bestias que ramonean en la hierba, se sentaban en el suelo y agradecían a Dios
con la mirada perdida, vidriosa de los desesperados. El obispo guardaba las
formas, se llevaba parsimonioso a la boca una pequeña calabaza seca y abierta
que siempre portaba con él colgada al cuello, oculta bajo algún pliegue de las
ropas. Parecía que la sed de los demás no fuese la suya propia, observaba a
aquel tropel de desharrapados con cara de asombro: “¿cómo saldremos de esta,
Dios mío?”.
Tras de hacer aguada nos
volvimos a embarcar. Por dejar marcación de aquellas tierras, más que por
pensar fueran de algún provecho a la Corona, «procuré tomar aquel día la altura
del sol. Y hallé que estábamos tres grados a la banda del sur, y vi que por el
rumbo que llevábamos, que más nos engolfábamos, que no llegábamos a la tierra,
porque íbamos al sur». Mayor fue mi preocupación cuando el piloto, llevándome
hacia una borda con reservas preguntó: “¿dónde estamos, padre?”, al verme hacer
uso de ballestilla y astrolabio con solvencia. «E hice virar del otro bordo».
El viento entablado de dirección sureste había de llevarnos, según mi cálculo
de la derrota, a la proximidad de la Tierra Firme del Perú. Aunque avanzábamos
con lentitud, a la vuelta de pocas jornadas dimos en avistar de nuevo la costa.
La alegría fue más intensa que en las islas ya que esta no tenía fin de una
punta a la otra de la mirada. Tardamos algunos días en alcanzarla, pero
respiramos aliviados. El agua había vuelto a escasear y hubo de mezclarse con
vino; para al final, tomar solo vino —lo que contribuyó al contento de la
tripulación—, mas estábamos ya a la vista del continente. Fernando de Santurce,
el piloto, gritaba órdenes a los gavieros; sin soltar el botijillo que portaba
en su mano voceaba grados y cuartas con ojos colorados, experto conocedor de
los fondos, arenales y bajos de aquel ancón de Caráquez. De pronto, repara en
mi presencia y me ofrece el botijo, risueño. Lo tomo entre las manos y echo un
trago corto, inapetente, por no hacerle de menos. Al acercarse a mí para
retirarlo me dirá con tiento al oído, “gracias”. Y los dos entendemos.
8.
El
Perú.
—¿Y qué tenemos en el
Perú, Tomás, si no es esa nuestra casa?
—Me envía nuestro rey,
Domingo —responde el padre con desgana.
—Pero antes te mandó a
Panamá, y aún antes a Tenochtitlan, y antes aún a la Española. ¿Puede un rey
mandar tanto? —pregunta el taíno en verdad confundido.
—¡Tanto, y más! —dice el
obispo levantando un instante la vista del montón de legajos que cubren su mesa.
Está sentado sobre un
tosco banco como Dios lo trajo al mundo, mientras el indio se aplica en frotar
con cuidado la humilde túnica que lo cubre a diario, el escapulario que le
abriga los hombros. La tela se ve tan debilitada que se impone cuidado: el sayal
venía maltratado, pero la estancia en las islas terminó de estropearlo.
—De seguir así esta tela
acabarás desnudo igual que nosotros —a Domingo le entra una risa floja que no
es capaz de contener. A su mente sencilla asoma el poder que el hábito claro y
el manteo oscuro imponen a los demás. ¿Le respetarían igual de no llevarlos? ¿Y
si fuera él quien los vistiera, le abrirían las estancias, se pondrían firmes
los soldados que guardan las puertas de los palacios? ¿Le ofrecerían sitio en
las mismas mesas que a Tomás?, ¿los manjares que este se niega siquiera a
probar?
—Conozco esa risa,
Domingo, ¿en qué extrañas maquinaciones andas?
—No es nada, señor, le
imaginaba en cueros por las calles —responde sin dejar de reír—. Pero, dime
¿por qué vamos al Perú? Dizque que allí solo hay maldad y mucha muerte.
—No me llames señor,
Domingo; yo no soy tu igual, pero sólo hay un Señor y ese es Jesús. Vamos
porque los asuntos del rey están en dudas y él me envía a revisarlos. Que no le
cuadran los números, o las cantidades en oro y plata de su Quinto Real.
Ya desconcentrado,
apartando a un lado los papeles atiborrados de cifras, equivalencias entre
pesos y maravedís, quilates, proporción de aleaciones, porcentajes, gangas,
medidas, balances pasa a contarle a Domingo, en palabras que pueda comprender,
la Jornada del Perú. Le dice de las guerras de Atahualpa y su hermano
Huáscar, del reparto del reino entre sus hijos por su padre, Huainac. De la
ambición por hacerse con todo de uno de los dos. Y de la llegada providencial —para
el Reino de España— de Francisco Pizarro y su pequeña tropa, quienes, en un
golpe de mano, se hicieron con un tesoro fabuloso que avivó la codicia del
imperio.
—Los Incas perdieron el
suyo y los españoles lo ganaron, repleto de fortunas fabulosas y espacios sin
fin. Los terrenos inmensos que vemos, la plata y el oro que se acuñan, los
pobladores todos de estos sitios pertenecen al rey Carlos; y la quinta parte de
cuanto esto suponga en dineros, a él se ha de entregar, pues en su nombre
llegan los conquistadores. Y, puesto que está echando a faltar parte de ese Quinto,
es por eso que me envía, para que averigüe por qué —concluye.
—¿Y por qué no acudió él
a ganarlo, a parlamentar de igual a igual con el tal Atahualpa? —toma el
vestido por los hombros y lo pone a escurrir sobre un cordel en el patio de la
vivienda. La tela, siquiera deja el cuarto en penumbra a través del ventanuco
que los comunica.
—No lo sé, pero yo he de
obedecer los dictados del rey, pues a él se los dicta Nuestro Dios —se ve incapaz
de hacerle comprender las servidumbres de los imperios, así que se conforma con
que entienda su cometido principal—. Y a los dos nos dice que las almas que
aquí se hallaren, tienen derecho también a conocerlo y servirlo. Es por eso que
vinimos aquí.
—Lavaré también mis ropas
mientras se secan las tuyas —decide de pronto Domingo, tienta la suerte con una
insinuación velada, sensual en la mirada.
—Debo salir a negociar
con los guías que nos conducirán a la Ciudad de los Reyes y el puerto del Callao.
Prepara algo para comer y lo haces después —ordena el páter.
Prefiere el obispo regresar a sus
quehaceres antes de tener ocasión de ofrecer a ese indio libidinoso —¡y en
cueros!— su desnudez. No duda de la firmeza de sus creencias, pero desconfía de
las de Domingo, incapaz de reprimir sus pasiones. Le dolería tener que llamar
su atención. Recordar que cualquier desliz fuera de su protección le costaría
la vida.
9.
Felipillo
no hacía ascos a que lo montasen
desde atrás. De modo que cuando mi señor, fray Tomás, y el señor gobernador de
la Provincia de Nueva Castilla, Francisco de Pizarro junto a sus notables y
principales comenzaron aquella grave sobremesa en Cajamarca, el «lengua» y yo
nos escabullimos hacia las caballerizas del palacio. Él había estado presente
en la detención, encarcelamiento, juicio y ejecución del desgraciado Atahualpa
en calidad de intérprete. A mí me asignaron a su compañía nada más llegar a la
ciudad. No dominaba todavía el habla del Inca, pero bien sabía de otras artes
que a Felipillo habían de agradar más: por muy macho español que se tuviese en
público el agraciado mozo, así nos presentaron,
noté en su mirada y maneras que el tal Felipe gustaba más de gozar por el ojete
que por el castillete. Tras revolcarnos cual animales sobre la paja del establo
y beber con ansia en nuestras bocas —¡me pregunto cuánto quechua conozco merced
al intercambio de aquellos jugos!—, lo penetré tan despacio y gustoso que el
hombre, una vez vertidos, se arrebujaba a mi cuerpo igual que una gata que está
con el celo, aunque el felino más sucio de esta provincia huela mejor que
cualquier servidumbre española.
—Habías de ver cómo
lloraba aquel pobre desgraciado —recordaba Felipillo dejando vagar la mirada
entre las vigas del techo—, que hasta el momento mismo en que le pusieron el
hierro al cuello y el tornillo a la nuca continuó ofreciendo habitaciones
colmadas de oro y plata para salvarse. El padre Valverde, ¡ese hideputa
malnacido!, lo rociaba con el hisopo mientras le decía un siniestro Kyrie
eleison y caminaba alrededor. “Agradece hijo mío, que de no haberte
convertido a la fe cristiana hubieras padecido el tormento del fuego”,
sermoneaba el muy cabrón con esa voz mansa que ponen los curas. Por lo menos la
muerte fue rápida, brutal. Toda la plaza quedó bajo un silencio de sepulcro.
Sólo se oía el viento helado que bajaba de la sierra, se lo escuchaba silbar
entre las columnas atestadas de naturales, pues los españoles estaban todos
aupados a un palco, o con las armas desnudas y los cascos y petos vestidos, de
cara al gentío que los miraba grave. Y sin decir una palabra, se fueron todos
cuando el gobernador se levantó: quedaron los rezos fatuos del cura flotando en
el espacio vacío.
Tras del sosiego que
sigue al goce, entre el rumor manso de las bestias, me contó el muy canalla cómo
ocultaba a Los Pizarro muchas de las cosas que el Inca le decía. O le mudaba el
sentido en favor propio, o a cambio de prebendas que los poderosos ofrecían, o
confundía sus palabras para decir lo que a Valverde le cuadrase mejor. Le hacía
hablar del Cuzco para irle después con el cuento a Almagro, del lugar en que
estaban enterrados fabulosos tesoros. Del número y calidad de aquellos. De los
templos mejores de sus dioses y de las decoraciones más ricas. También supe por
Felipillo de la inteligencia del Inca. Este pronto cayó en la cuenta de que no
hablaba con igual cuando se entrevistaba con el gobernador: aquel se hacía leer
los documentos y aun los dictaba, pues tampoco dominaba la escritura, en
cambio, sí lo hacían muchos a su servicio: con ser principal, no era soberano
igual que él, y por eso entendía menos tenerse preso. Por aquel maricón conocí
de ese proceso, y de las maneras en que se manejaban los dueños de aquel Perú
remoto: todo engaños y desvíos y robos y fraudes sin cuento que hacían merma en
el Quinto Real. Cuando me pareció conveniente se lo hice saber al de Berlanga,
que para eso nos había enviado allí Su Majestad.
10.
Como
un chasqui el altiplano, así las nuevas el mar.
A su majestad, el Rey Carlos I
Me pareció fría la acogida del gobernador
Francisco Pizarro. Cuando llegué a aquellas vuestras tierras de la Nueva
Castilla me dispensó un trato desabrido e impropio entre dos representantes de
Su Realeza y de Dios Nuestro Señor. Hasta vino a decir que «al tiempo que
andaba conquistando la tierra y con la mochila a cuestas, nunca había recibido
ayuda, y ahora que la tenía ganada y pacificada, le envían un padrastro». Por
referir las hostilidades tenidas con Diego de Almagro aún añadió que, si en
algún momento «ha habido pasiones, ahora están superadas». Cosa que no parece
tal, por lo que he podido averiguar.
«En fin, según lo que yo
he visto en las islas y Nueva España, en ninguna parte de las Indias ha habido
peor recaudo en la Real Hacienda de Vuestra Majestad, que en el Perú».
Fray Tomás de Berlanga, Obispo de
Tierra Firme
Puerto del Callao, a 3 de febrero de
1536
Las cartas saltaban de un
continente a otro tal si no hubiera un océano de por medio,
Reverendo Padre en Cristo,
Os supongo al corriente
del conflicto de lindes en la gobernación entre las provincias de la Nueva
Castilla y la Nueva Toledo, al cargo de los conquistadores Francisco Pizarro y
Diego de Almagro. Como quiera que al primero se le han concedido 270 leguas
hacia el sur, contadas a partir del río Santiago (“algo por sobre la línea del ecuador”),
y al segundo 200 más a partir de las anteriores, se halla en fuerte discusión
la riquísima ciudad y región del Cuzco, capital del imperio Inca. La disputa
tiene su origen en el cómputo de las tales millas, ya que, según me he
informado de expertos pilotos y conocedores de los nuevos reinos, así se
cuenten estas millas siguiendo la línea de costa o se mida la altura desde el
centro de la plaza de la dicha ciudad, caerá bajo una u otra autoridad.
En nombre del rey, y en el mío
propio, os mando que hagáis la medición de las tales alturas y pongáis, con
vuestro veredicto, fin a las luchas y a la mortandad de tantos cristianos en
aquellos Nuestros Reinos.
La Reina Gobernadora
En Valladolid a 31 de mayo de 1535
aunque no siempre orden y
fecha encontrasen acomodo en el mismo tambo.
A vuestras majestades el Rey Carlos I,
y la Reina Gobernadora
Es preciso indicar que al
recibo de la carta de Su Majestad la Reina, por demora en los comunicados entre
los Reinos de España y las Indias, me encontraba ya fuera del Perú. Aunque no
he podido dar satisfacción personal a su demanda, queda al cargo de tal
cometido el padre Bobadilla y varios pilotos de su confianza. Él hará jurar a
ambos contendientes el respeto a su decisión.
Aunque no deba dejar de indicar que, «si
Vuestra Majestad fuere de ello servido, ni a Pizarro ni a Almagro sería
prudente entregar el Cuzco, sino para Vuestra Majestad, pues es cabecera. Y aun
cuando la medición resultase satisfactoria (será cosa de muy pocas leguas), las
humanas pasiones vendrán a ponerla en duda».
Fray Tomás de Berlanga, Obispo de
Tierra Firme
Ciudad de Panamá, a 3 de febrero de
1536
Y no se equivocaba el
obispo, pues si sus consejos se hubiesen tenido en cuenta se habrían evitado
veinte años de cruentas guerras civiles entre antiguos compañeros de armas,
cuyo único saldo fue el vil asesinato de ambos.
11.
«Sin
Panamá, no fuera Vuestra Majestad señor del Perú».
—Asimismo lo sentía,
Domingo. Y así lo hice saber al rey tan pronto puse un pie en la ciudad, ¡tan
desamparada y lastimada la veía a mí regreso de España!
—Tú eras el lastimado,
Tomás. Se veía en tu aspecto, pero aún más en tu corazón, en la mirada
desprovista de brillo con que atravesaste el umbral de la casa —asegura
compasivo.
El
indio parece haberse adaptado al balanceo del barco y ya es capaz de atender al
relato del páter. Este no lee aquello que escribe, sino que lo comparte con él;
busca en la memoria de Domingo lo que no encuentra en la suya. Hace rato que tienen
la costa de Huelva a la vista y los dos van exultantes.
—¡Aquellos pilotos,
cuánta incompetencia! Después de atravesar un océano ir a naufragar a la puerta
de casa como quien dice.
Los que lograban alcanzar
el batel decían el Ave María Gracia Plena, aunque sólo hubiesen
conseguido encaramarse a horcajadas sobre él y aún faltase un trecho hasta la
playa. La mayoría habíamos pasado la noche agarrados a los pedazos de la nao,
sintiendo los lamentos de quienes luchaban contra la mar y el cansancio hasta que,
…dejábamos de oírlos. De ese modo cruel perdí dos sobrinas con sus maridos,
¡los que habían de ser mi consuelo en la vejez! También a los maestros canteros
y albañiles contratados para levantar la catedral. Las cédulas y permisos de Su
Majestad que me acreditaban como Salvador de Indios, los Requerimientos
escritos de su puño y letra, todo venía conmigo, todo ahogado.
—¿Los Requerimientos?
Pero, entonces ¿cómo es que los adelantados los leían a los naturales en su
nombre?
Una vez más el absurdo
taíno da muestras de falta de entendederas, pretende recordar a fray Tomás lo
que conoce de sobra: para que no hubiera matanza sin que los naturales
conocieran el porqué, se dio en redactar un Real Decreto donde se les informaba
de que sus tierras pasaban, a partir de la lectura del mismo, a ser
propiedad del rey de España. Al comienzo escuchaban sin entender nada. Más
adelante, porque los soldados sacaban las armas y comenzaban a incendiar las
aldeas así terminaban de leer, dieron en huir al verlos desplegar aquella foja
que decían después en alta voz. Al final no había nadie a quien leer el tal
Requerimiento, pero este era dicho de igual modo: a las hojas del fique, a los
ejidos, al agua de los ríos, a los pastos, a los cerros. Los poblados se
quemaban en cualquier caso.
—Hasta la llegada de las
copias solicitadas a la Corte, se decía el texto de aquello que retenía en la
memoria por haberlo conocido en el navío.
—Los reyes miraban hacia
otro lado ante esas muertes.
—¡El oro, Domingo, el
oro!
Respondía un Tomás
escéptico —casi cínico— tras la etapa en el Nuevo Mundo. Su ánimo imbatible
dejaba traslucir ahora cierta melancolía por los sucesos ocurridos, al tiempo
que lo invadía una ilusión renovada por el retorno junto a sus «ovejas» —así
nombró en todas partes a sus feligreses— castellanas, su proyectado convento
con los ahorros que había logrado reunir luego de una vida de trabajo y
privación.
—Los tesoros llegaban a
la Corte tal que el agua a un río, y Panamá era el puente, ¿qué más podían
desear?
Después de veinticinco
años al servicio del fraile, tras haber tratado a humildes y poderosos como
«lengua», de habitar bohíos y caneyes; de atravesar paludes o remontar las
sierras, de ver con sus ojos el sufrimiento en minas y haciendas, la opulencia
en los palacios, Domingo era incapaz de comprender el significado de la palabra
codicia. La que había empujado desde el día primero a los soldados y, por
extensión, a sus señores los reyes.
—Así echemos pie a tierra
lo entenderás. Conocerás Sevilla, Toledo, Valladolid, la Corte, el despilfarro
y las docenas de conflictos que aquel sufrimiento paga.
—Ya.
Intentaba comprender, pero no había
desarrollado la astucia que siglos de vileza dejan en el alma del soldado más
rufián, del más noble veedor, injusto gobernador y, ¿por qué no decirlo?, del
más taimado hombre de Dios.
—Pero, te nombraron Salvador
de Indios.
A Tomás se le descompone
el gesto tras una risotada gruesa, sibilante, sus ojos se llenan de lágrimas al
tiempo que hace esfuerzos por contener la risa sin conseguirlo. Se atraganta
con su propia saliva y un estallido de tos hace temer al taíno por él, quien se
vuelve hacia la portezuela del tambucho y la abre de par en par, tratando de
renovar el aire y ayudar en la respiración del páter.
—Gracias, Domingo —dice
el fraile en un último espasmo al tiempo que recobra los sentidos— ¡Ah, ya me
parece oler alcornoques, olivos y jaras! ¡Echaba de menos el aroma de mi
tierra! Aunque no sepa bien cuál es esta después de tanto tiempo fuera. Salvador
de Indios, decías —a punto está de romper de nuevo a reír—, y Delator de
Clérigos en Hábito de Soldado, De Mujeres que Pasen Solas a Aquellos Reinos; De
Gentes que Mueran ab intestato, “naturales herrados”, Garante de los
Fletes de Su Majestad, Auditor del Quinto Real, además de atender al obispado
sin un peso en las arcas. ¡Demasiadas labores para un simple mortal!
—
Vuelve la carcajada. Esta
vez en un brote que lo obliga a doblarse por la cintura e impide respirar, a
pesar de la brisa cargada de yodo que entra desde cubierta a la pequeña
camareta. Por tratar de distraer la tos del obispo, Domingo le hace una
confidencia. ¡En mala hora habló!
—¿Recuerdas los hechos de
Cajamarca? — ,dice el taíno con temor. El regocijo del de Berlanga se detiene
en seco, los ojos anegados en lágrimas contrastan con el aspecto grave que ha
mudado a su rostro.
—¡Cómo olvidarlos! ¡Allí
robó al rey hasta el último lacayo! ¡La cosa era probarlo! Asesinaron al pobre
Atahualpa tras un proceso injusto, saquearon el Cuzco, pero, ¿qué quieres decirme,
Domingo? ¡Vamos, habla!
—También se robó desde la
Iglesia
—¡¿Qué iglesia?! —Tomás
enjuga el llanto con la manga del hábito y se sorbe los mocos estremecido. Con
un gesto indica que cierre la portezuela.
—La tuya, en Panamá, el
obispado que recibisteis de manos del maestrescuela.
—¿Hernando de Luque?
—tuerce la cabeza, entorna los ojos interrogando con la mirada, aquel asiente
—, pero ¿cómo supiste? ¡Vamos, di!
—Felipillo —balbucea
Domingo trayendo a la cabeza del obispo la imagen del bujarrón que hacía de
interprete para los hermanos Pizarro y su capitán, Diego de Almagro.
—¡Malditos seáis,
maricones de mierda! —estalla fray Tomás, y otra vez se atraganta. Tras un
estertor escupe su ira—: ¡¿Y me lo cuentas ahora, veinte años después?! ¡Malditos
vosotros y vuestro vicio! ¡Debí dejarte morir en La Española! ¡Quítate de mí
vista!
El taíno salta a cubierta
temeroso de la cólera de su señor. La tripulación bracea velas rumbo a la barra
del Guadalquivir cuando, alarmada, voltea a mirar el camarote donde brama el
obispo al conocer el origen de sus desvelos: la falta de recursos en su
iglesia, la impotencia al abandonar Castilla del Oro sin ver levantada la
catedral, el honor mancillado por haber faltado a la palabra dada a su rey, a
la Reina Gobernadora, después de haber depositado en él su confianza. ¿Qué
podía hacer ahora, revelarlo? ¿Dos décadas más tarde? ¿Muerta la reina, en la
vejez del emperador, tras los crímenes contra Pizarro y Almagro? ¡Todo sería en
vano!
En ese momento maldijo su
suerte por tener aquel indio a su lado con la misma intensidad que en otros
muchos se había felicitado por lo milagroso de su don. Sin la habilidad para
comprenderlas y hablarlas de los intérpretes hubiera sido bien distinto el
destino de aquel Imperio.
—¡Sanluuuuucaaarr, tierraaaa,
tierra a la vistaaaaa¡ ¡Alabado sea Dios y Nuestra Señora de la Esperanza! —se
oye gritar a voz en cuello desde la cofa, una vez comienzan a verse las
primeras casas de la costa gaditana refulgiendo en la distancia.
—¡Viva la Virgen de
Triana! —responden docenas de hombres desde cubierta.
—¡Y su Capilla de los
Marineros! —se oyen viriles voces desde masteleros y vergas.
12.
Auto
profano.
Junto a la Plaza del Mercado el aire
fino de diciembre dispersa aroma a resina de piñas ardiendo, ramas de carrasca
dispuestas en hoguera sobre aquellas. Justo al lado, el sacristán recorre
nervioso la colegiata de Santa María desde el pórtico al altar, patea el bajo
de la sotana con su andar vigoroso —fru fru fru—, con voz meliflua reprende al
operativo municipal, que busca una escalera lo bastante alta: “¡el obispo está
al llegar y todavía no habéis descolgado al bicho!” ¡Bicho! ¡Válgame el cielo!
El prelado ha confirmado su asistencia,
sobre todo a la degustación de cabrito al horno en Casa Vallecas, una
vez termine el «auto profano». ¡La de clérigos que habrán pasado bajo estas
fauces para que ahora me tachen de alimaña! Mas ninguno te ha hecho sombra,
Tomás. Ni a Domingo si me apuras. ¡Al final se hizo monaguillo! ¿Puedes
creerlo? Después de tanto pecar debió de verle el rostro al diablo y se
convirtió en el más piadoso del pueblo. De misa diaria y comunión semanal, daba
réplica cada tarde a las beatas durante el rezo del Santo Rosario. Lo que son
las cosas, si hasta aquí llegan los ecos de la bronca que le echaste en la
playa de Nombre de Dios, horas antes de partir para siempre hacia España.
Los corsarios vigilaban
la bahía y si no se decidían a entrar, era por pensar que los navíos del rey
allí fondeados estaban más artillados de lo que era cierto, aunque no por eso
se privaran de arribar a los arenales—. «Anda tan buena gente por acá de
marineros que, en viendo a los franceses, se van con ellos de bolla», dejaste
escrito de los españoles, tan dados a la francachela. Líparos, griegos y
levantiscos frecuentaban aquellas costas en busca de fortuna. Y precisamente un
natural de Lipari, «habiendo renegado de su fe hacía dieciséis años (estaba
circuncidado), pidió penitencia y solemne se reconcilió. Y aún después la
justicia seglar lo quemó por el pecado nefando». Si no ardió él también fue
porque acertaste a llegar a tiempo para meterlo en la nao, que el alguacil los
encontró enganchados y a los dos quería tener presos. De esa forma ignominiosa
cerraste tu estancia en Indias, igual que la comenzaste.
Al cabo, terminé por
apreciar al sodomita. Ya sabes, el tiempo todo lo aplaca y sobre esta piel ha
pasado mucho. Siempre te tuvo en alta estima. Hizo cuanto estuvo en su mano por
hacer valer tus deseos, ¡si hasta a la lectura del testamento lo convocaron en
calidad de testigo (más por hacer el paripé que por otra cosa, pues al final
dispusieron a su antojo)! Al menos influyó en la obtención de las capellanías.
Pero el Convento para la Formación de Misioneros se levantó en Medina de
Rioseco, y no en Berlanga como dejaste escrito (¡y pagado!), «por ser lugar con
que ganar más almas para la orden», alegaron desde la Catedral del Burgo.
¡Cabrones! Si hasta el último aliento te tuvieron peleando por los diezmos
ganados con tanto esfuerzo, insultándote al solicitar «testimonio de cómo eras
vivo» para poder cobrarlos. ¡Ah, quién fuera ilustre servidor del rey Carlos,
de la reina Isabel, del mismísimo príncipe Felipe (este todavía tuvo el cuajo
de conminarte a regresar a Panamá, una vez tus fuerzas rindiesen)! Te veías con un pie en la tumba y aún
solicitabas quedar librado de almojarifazgos, no por tacañería o codicia, sino
por ser cosa justa disponer de los bienes que a uno ha costado tanto ganar.
Domingo murió cinco años
después. Cada viernes se acercaba entusiasta a traerte el parte de unas obras
que no acaban de comenzar. Venía entonces a rememorar junto a tu lápida las
aventuras vividas por ambos en el Nuevo Mundo, así me informé de los hechos que
desconocía por no estar presente. Lo enterraron en sagrado, después de haber
hecho méritos en su etapa final, no reincidir en antiguas pasiones y, sobre
todo, ser desconocidas de las autoridades de aquí.
Pero llega mi hora. Al son de
dulzaina y tamboril soy conducido a mi destino postrero. Cuatro mozos sujetan
mis patas intentando que la piel no se desbarate y deshaga entre sus manos
camino de la hoguera. Me consta que lo hacen con pesar. ¡Han sido tantos los
zagales que han acudido a misa con una lagartija escondida en el bolsillo del
pantalón!, para liberarla después, al salir; sus padres los acobardaban
diciéndoles, “si la alimentas cobrará su tamaño y entonces, adiós niño”.
Antes del almuerzo
arrojarán mis cenizas al Escalote. Aquel se vierte al Duero y este al
Atlántico. Acaso la corriente que impulsó a las carabelas, y los vientos
Alisios, me devuelvan de nuevo al Chagre.
13.
“Sic
transit gloria mundi”, fueron las últimas palabras del
obispo. Vino a relacionarse con las mentes más preclaras, nobles, perversas,
crueles, poderosas y piadosas de su tiempo; a vivir las más extraordinarias
peripecias que, de no haber sido este pellejo testigo y confidente, nadie
tendría por ciertas. Yace para siempre en la Nave de la Epístola, bajo una
humilde lápida en lugar que no deseó, pero ¿acaso alguien conoce el lugar donde
descansarán sus huesos?
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