Tres directoras, tres miradas


A lo largo de este año que comienza a desfallecer he podido ver tres películas singulares que desde miradas muy diferentes (opuestas a veces) ofrecen historias ricas, íntimas, bajo el denominador común de estar dirigidas por mujeres. Lejos de mi intención distinguir entre cine en clave femenina o masculina, pero me ha parecido apreciar en First Cow (Kelly Reichardt), Titane (Julia Ducornau) y Petite Maman (Céline Sciamma) tres maneras de abordar las relaciones interpersonales de manera poco convencional y, desde luego, muy alejadas del cine contado por hombres.

First Cow, un western en clave actual. Cuenta la historia de colaboración entre un cocinero y un inmigrante chino en la Canadá del siglo XIX. La primera vaca llega a una aldea remota en mitad de los bosques. El lugar está habitado por tramperos que se ocupan de la caza de castores con que confeccionar abrigos y gorros en las metrópolis europeas. La ausencia de mujeres —salvo algunas indias dedicadas a labores domésticas— es absoluta, cualquier forma de placer, inexistente. Los jóvenes se encuentran de manera accidental y acuerdan ayudarse, vivir juntos. Para salir adelante conciben la idea de elaborar y comercializar buñuelos a partir de la leche que obtienen de la vaca. Huelga decir que esta no es suya, sino de un acomodado vecino que se la ha hecho traer río arriba. Este goza de una desahogada posición económica al actuar como intermediario en el comercio de las pieles. Nuestros dos pícaros ordeñan al animal durante las noches y, con la leche robada, elaboran los dulces que después venderán en el pueblo. Las golosinas revolucionan la pequeña aldea, humanizando a sus habitantes a través de una suerte de sensualidad atípica en ese contexto de rudos cazadores: el simple olor del manjar remite al cálido hogar que antaño habitaron, su sabor a las madres o abuelas que un día tuvieron. En apariencia es una historia sencilla, anodina incluso. Pero lo relevante está en la relación que mantienen estos dos buscavidas entre sí: de confianza mutua, ayuda y esperanza en el futuro. Roles asociados a “lo femenino”, dicho con todas la reservas. Aunque sean bien reconocibles en el carácter y actitud de cada uno comportamientos tradicionalmente vinculados a cada sexo —si el uno cuida del hogar (una destartalada cabaña en mitad del bosque), cocina, y procura comodidades y provisiones para ambos, el otro se afana en las ventas, elabora planes de futuro y trata de multiplicar las pocas ganancias que obtienen—, lo que pervive por encima de la conducta de los dos es el espíritu de cooperar, ampararse, en mitad de una naturaleza hostil y con escasos medios. Su osadía será cada vez mayor, al punto de ser descubiertos y tener que huir y dar al traste con todo el proyecto.

Toda la acción se desarrolla a partir de una deliciosa elipsis que nos lleva desde el presente a la época descrita, en virtud a la aparición accidental de dos cadáveres en la ribera del río San Lorenzo. A través de la hermosísima metáfora en que un imponente carguero atraviesa la pantalla (desciende el río) de izquierda a derecha, de oeste a este, de América a Europa casi a cámara lenta, se nos habla de la codicia, representada en esos dos personajes, siglo y medio más tarde; de la especulación y la explotación de los recursos naturales como único medio de vida posible. Claro que lo hace de una manera tan sutil, personal y humana que nos traslada al momento en que estos viven, haciendo al espectador partícipe se sus inquietudes, llevándole a preguntarse ¿qué habría hecho él?, ¿qué hubiera estado dispuesto a discurrir para seguir con vida?, ¿colaboraría, competiría?


Titane
es otra cosa. Una fantasía delirante entre la ciencia ficción, la violencia explícita y sin sentido, la necesidad de mantener la esperanza ante una pérdida desoladora, la búsqueda de la identidad y la necesidad imperiosa de afecto. Y… hasta aquí se puede contar sin desvelar por completo la historia. Todo lo anterior narrado con una capacidad apabullante por parte de su directora y guionista para mantener hasta el último minuto —son 108— la capacidad de sorprender al espectador. De mantenerlo en vilo, sujetarlo a la butaca desde el primero hasta el último segundo de metraje. En este caso el consumo y la explotación sexual femenina están ya establecidos como material de usar y tirar. En el entorno de la Francia de nuestro tiempo, ciudad de Marsella, encontramos a una mujer joven cuya huida hacia adelante —ha sido bailarina y stripper, ahora es asesina; no se revela nada determinante— la lleva a encontrar refugio en el Cuerpo de Bomberos de la ciudad, haciéndose pasar por quien no es. Allí encontrará asilo, calor, amor incluso, de la mano de un hombre devastado por una pérdida que se niega a asumir. La relación entre ambos va desde el mutismo inicial de la chica hasta la más pura esencia vital compartida: la maternidad, su aceptación.

Aunque lo sustancial del film sea la manera en que su autora enfoca temas espinosos como la violencia, la necesidad de afecto, la compasión y el deseo de mantener viva la esperanza en un entorno de exaltación de la virilidad, donde la testosterona y la ciega obediencia a un líder condicionan la vida de un grupo de personas. Eso, y su ritmo vertiginoso, además de la pura curiosidad que Ducournau consigue mantener hasta el final. Uno sale noqueado de la sala. Así lo entendió también el jurado del pasado Festival de Canes al concederle La Palma de Oro a la mejor película.


Respecto a Petite Maman, una película a medio camino entre el medio y el largo metraje (74 minutos), considero que su autora no ha dado con la clave para mantener viva la ilusión del espectador. La historia, aun siendo corta, se hace reiterativa, confusa; aunque la propuesta sea en principio atractiva —la posibilidad de compartir infancia y juegos entre una niña de nueve años, y la que en su fantasía era su madre cuando esta tenía su edad—, no acaba de cuajar por falta de concreción, de un ritmo más vivo, o una mirada menos onírica a ese mundo que ambas comparten en la casa familiar, en medio del bosque. No ayuda la ausencia de la madre real, la presencia de una abuela imaginaria de cuya vivienda llega a hacerse cargo la familia de la niña tras la muerte de aquella. Una vez allí, entre el embalaje de cajas y la aparición de recuerdos de la Maman, las preguntas sobrevienen. Se establece la nostalgia, el paso del tiempo, las cosas que una hacía siendo jovencita; los libros y juguetes, la propia cama que ahora se comparte con la hija, las sombras que la atemorizaban y cómo las conjuraba.  Entiendo que la autora quiere confrontar los planos vitales de las tres mujeres, hacer al espectador partícipe de las vivencias de esta cría a través de la recreación y la pérdida, pero se pierde en una maraña de buenas intenciones. Aunque el punto de partida, insisto, es interesante: ¿cómo sería mi padre/madre cuando era como yo?, ¿cuáles sus temores?, ¿y sus deseos?, ¿cómo pasaría el tiempo, a qué jugaría?

Tres propuestas que enfocan su mirada personalísima hacia el mundo de las emociones, donde estas se salen del canon para llevarnos hacía vías que se nos habían contado a menudo de otra manera: ¿un entorno salvaje, natural y hostil donde los hombres colaboran de forma afectuosa? ¿Una mujer joven, violenta, inteligente y dueña de sus actos —o casi todos— en un mundo de hombres? ¿El juego intergeneracional, la perplejidad ante la vida desde la mirada de una chiquilla? Desde luego para mí, es novedad.

Nota: debería haber incluido Maixabel en la terna, pero ya he hablado de ella en este blog.

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