Leviatán


Nunca parece estar todo dicho acerca del Leviatán, “monstruo marino descrito en el libro de Job, que se interpreta como representación del demonio” (diccionario de María Moliner). En el texto se nos habla de Dios al hacer alarde de su poder frente a Satanás sirviéndose del desdichado —y paciente— Job (s. V a.C.). Muchos siglos más tarde será a Jonás (Libro de Jonás, s. V d.C.) a quién se introduzca en el vientre del monstruo por negarse a seguir los mandatos de Yahvé. Arrepentido, tras permanecer tres días en el vientre de la ballena, accederá a seguir sus designios y caminará hacia Nínive a pregonar la ira de Dios. A ese mismo sermón es al que acude el colérico padre MappleOrson Welles!), en el Moby Dick de John Huston (1956), tras encaramarse al púlpito trepando por una escala de cuerda y asomarse a él desde el bauprés que amenaza a sus parroquianos. Herman Melville escribió un compendio magistral de la maldad, la obsesión y crueldad humanas al perseguir sin descanso al cachalote blanco a través de los siete mares; hasta dar con este y perecer víctima de su propia obstinación en la novela Moby Dick (1851). En el campo de la novela gráfica lo abordó hace pocos años el cántabro José Ramón Sánchez, lo que le valió el Premio Nacional de Ilustración en el año 2014. Entonces, su viaje obsesivo a lomos de la bestia le tomó “tan sólo” dieciséis años, los necesarios para conseguir plasmar en deliciosas y estremecedoras viñetas a lápiz, en sobrio blanco y negro, las aventuras de Achab, Ismael, Tashtego, Starbuck y demás tripulantes del Pequod. Y hace apenas tres años lo puso sobre las tablas del teatro de La Latina el gran José María Pou, en una memorable interpretación donde las velas del barco de Nantucket se desplegaban ante el público, al tiempo que su voz bramaba sobre la tormenta que se cernía sobre la sala: “¡Por allí resoplaaaaa!”. Tuve la fortuna de asistir a la función y algunas madrugadas aún escucho estremecido su pierna de marfil golpear sobre la madera de la cubierta.

Ahora le toca el turno al artista plástico Ramón Trigo. Pero, ¿cómo ahora? ¡Nada de eso! Si acaso, constituye una víctima más de la escurridiza criatura, pues lleva tras ella más de una década, desde que en el año 2012 publicase su Leviatán haciéndose cargo del guion y las ilustraciones (como recompensa le valió el premio Lazarillo de aquel año). Su obra evocaba entonces a otras varias —o eso me pareció interpretar tras quedar atrapado anoche entre sus páginas—; al recorrer ese libro hermoso y breve es fácil que acudan a la memoria el Gulliver de Jonathan Swift (allí donde la ballena es capturada, varada y atada con estacas y estachas sobre la arena de la playa); o el Mundodisco de Terry Pratchett (al colocar un faro sobre el animal que se mueve “a lo lejos, de forma casi imperceptible”). O tras la referencia al bíblico Jonás quien, impaciente, “decidió actuar por su cuenta”, para ser engullido por las enormes fauces de un ser que destila ternura. ¡Qué poco que ver con aquel iracundo Dios hebreo! Las ilustraciones de Trigo ofrecen a la par amor y drama, delicadeza y sentido del humor, una ironía tremebunda que aviva la imaginación —incluso la más atrofiada— de quien observa sus pinturas o pasa con mimo las páginas de sus libros. En ellas hay lugar para la complacencia. El deleite tranquilo en que nos sumimos, desde la comodidad de la butaca, en las aguas tempestuosas de los mares polares. Y de súbito, brota una sonrisa tras una escena: cuando contemplamos al monstruo disfrutando de un baño de espuma, tomándose un respiro después de tanta persecución; o bien es perforado por la actuación del “troceador”, ¡y tan contento!, nadando en profundidades abisales mientras los peces pasan a su través. Al cabo, las aguas tormentosas vuelven a quedar en calma y los cetáceos a nadar en apacible manada. Sólo el Rachel navega —diminuto— entre las brumas del océano inmenso rumbo a Nantucket. Lleva a bordo al único superviviente del Pequod, Ismael, quien contará al resto su terrible tragedia.


En resumen, aquella podría haber sido la historia que ha llevado al artista a Caíón, pequeña localidad frente al horizonte atlántico gallego en el concello coruñés de Laracha. En el pueblo ya era conocida de antiguo la actividad ballenera, entonces vinculada a los vascos que acudían a sus costas para capturarlas desde el siglo XVI hasta bien entrado el XX. Hoy, sirve como pretexto a la reciente inauguración de un centro sociocomunitario (!) en la localidad, promovido por la Xunta de Galicia. Aunque, de momento, con más continente que contenido; pero en esto ya hay buenos precedentes en la Comunidad: A Cidade da Cultura, Santiago de Compostela. Eso sí, “el edificio tiene aspecto de ballena, y en el escudo del pueblo figura, una ballena”, acierta a puntualizar el alcalde en su vacuo turno de palabra a modo de justificación.


Volvamos a Trigo. Este pequeño Queequeg —hasta su calvicie, la cicatriz en su cabeza o el largo gabán que viste nos recuerdan al personaje de Melville— armado con lápiz o carboncillo como únicos arpones, defiende ante autoridades y medios su obra. A los representantes públicos igual les hubiera dado exhibir su anterior proyecto, Pantoque (en colaboración con el fotógrafo y vídeo artista, Eduardo Armada), ante los pocos curiosos que allí nos encontramos. Sin embargo él, en un derroche de generosidad y esfuerzo, concibió en tiempo récord nuevas pinturas, con distintas técnicas y soportes; todas ambientadas en la figura del bíblico ser como motivo principal, aunque no único: en algunos de sus dibujos, y usando la tinta china como herramienta, nos presenta la lucha entre este y el Kraken convocando también a Julio Verne a la fiesta. Por si fuera poco, nos ofrece un grupo de cinco esculturas bellísimas ejecutadas en madera policromada que representan a otros tantos “Leviatanes”. Arponeados unos, otros no. Supervivientes de los restos que el mar arrastra hacia las costas y se cubren después de algas, o troncos que el bosque guarda en su seno y sobre los que el musgo crece paciente. Ramón Trigo los devuelve a la vida, los dota de la poesía que el hacha, o algún naufragio lejano —quién sabe— les arrebató. Al igual que pinturas y dibujos basta contemplarlas un minuto para caer desarmado ante la sobrecogedora ternura que despiertan. Para mayor sorpresa todas las ballenas carecen de una de sus aletas pectorales. Al ser preguntado por detalle tan curioso el autor nos remite a los estudios sobre proporción áurea, a la resolución de problemas que la Naturaleza lleva abordando desde hace millones de años; de modo que los árboles, de los que proceden los troncos que emplea, no son simétricos en su estructura: las ramas se desarrollan sin dar lugar a una forma especular, un ingenioso caos al que deberíamos tratar de imitar, sin duda. Igual sus cetáceos: irregulares, tiernos, colosales, singulares. ¿Querían poesía?, atentos a Leviatán. Por mi parte, ya espero su siguiente muestra.




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