Los domingos mueren más personas

Bajo la premisa del encabezamiento —el relato no deja claro en qué se funda salvo, quizá, en el hecho de que en la comunidad judía no se entierra el sábado por ser su día sagrado— asistimos a la historia coral de una familia de clase media judía en la ciudad de Buenos Aires. El elemento central de esta es David, un joven confuso, anodino e indolente que vive una homosexualidad, si no auto-reprimida, si manifiestamente llena de contradicciones y deseo insatisfecho. Hasta ahí podría ser igual a muchas otras, incluso heterosexualidades. Lo que hace particular la de David es que no encuentra conflicto aparente, ni en su familia ni en sus conocidos —no parece que disponga de muchos amigos— y es por eso que el espectador resulta tan confundido como el personaje: al menos a quien suscribe no le queda claro cuál es el problema de David. 

Como subtrama, un padre en coma a quien la madre y el chico visitan de vez en cuando en el hospital;  rememoran un pasado borroso al tiempo que la madre baraja la idea de desconectar al paciente —ignoro cuál será la responsabilidad penal en Argentina, pero imagino que existe—: lo librarán así de unos padecimientos que no demuestra y a ellos de la tediosa rutina de atenderlo. 

Como subtrama de la subtrama, el funeral de un tío que se produce en el país de origen de David encuentra a este en Roma (!). Ha de volver de urgencia y recorre el vuelo mendigando pastillas para dormir al resto de pasajeros: ha olvidado o se le han terminado las suyas. Es el arranque de un film que nos muestra lo absurda que puede llegar a ser la condición humana, sea esta judía o gentil. En fin, nada de lo que le ocurre al abúlico —más adecuado sería escribir "conchudo", por argentino; en España sería tachado de "huevón", pues nada hace para ganarse la vida o resultar útil— me interpela o despierta en mi empatía ni emoción alguna. Más bien pienso que su familia le consiente demasiado. 

Seguro que hay algo que no comprendí, lo peor es que no me importa.

El personaje de David es interpretado por el director de la película, Iair Said, y, sí, traslada con maestría toda la apatía que carga encima de ese corpachón no normativo, como denomina el crítico al manifiesto sobrepeso del director a quien gusta atiborrarse —como al resto de su familia— de comida basura tras los funerales (!).

Salvaría la interpretación de Rita Cortese, la madre del chico, a su derecha, y en el cartel con collarín como el resto del reparto, aunque en la ficción sea sólo David quien lo lleve; supongo que será otro hallazgo magistral del director. Para saber por qué llevan los labios pintados de azul, les animo a ver la historia. 

En cambio, la crítica ve en esta historia: 

"una comicidad (sutil, patosa y peculiar, sin grandes gags, apelando más a la sonrisa que a la carcajada) y simpatía a una película que narra una historia mínima alrededor de la cual orbitan sin hacer ruido grandes temas existenciales. Entre ellos, la ausencia, la ternura, los vínculos, el miedo a la muerte, al envejecimiento y a la soledad, y cómo cada persona gestiona el duelo de manera distinta, porque, como viene a decir el cineasta en este film que posee tanto de él mismo: reír y llorar pueden ir de la mano".


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