Chau Buenos Aires


Con marcado aire nostálgico, tan preñado de melancolía porteña como una de sus famosas empañadillas —en sentido homenaje a tan excelso producto local, una pitanza compartida de estas da comienzo a la película—, el director de origen argentino formado en Alemania, Germán Kral, pinta una estampa amable de su añorado país, es de suponer que contemplado desde la opulenta Europa. A finales del año 2023, año de producción del filme, Javier Milei tomaba el bastón de mando que lo convertiría en presidente de todos los argentinos y prometía —todos prometen: ninguno compromete su tiempo futuro a la sombra si tal promesa no se cumple, o avala con su patrimonio personal el hipotético destrozo que dejará a su paso tras el ejercicio del poder; tan frágil es el entramado de las democracias occidentales— un cambio de rumbo en un país asfixiado por una endémica crisis económica; el presidente se apoyaría, en esta ocasión, en el mantra de los recortes a la cobertura social y al bienestar de los argentinos. Hoy, dos años más tarde, revalidado el mandato por una amplia mayoría en las elecciones de mitad de ejercicio, sustanciado el modelo en la promesa de una ayuda —compensación por el triunfo logrado— de parte del amigo norteamericano —el presidente Donald Trump— por un importe de 20.000 millones de dólares, todo conduciría a pensar que el optimismo sacude al país. Nada más lejos, a tenor de la información que llega a estas costas. Nada parece indicar que allá las cosas vayan a ir sustancialmente mejor para el conjunto de los argentinos, especialmente para aquellos cuyos ingresos no alcanzan para subsistir con dignidad. En cambio, el presidente puede celebrarlo: el pueblo avala su gestión. Cuenta con legitimidad —léase impunidad—.

Con esos mimbres y ambientado en los años del "corralito" —2001, Fernando de la Rúa era entonces presidente de Argentina; a este sucedieron cinco presidentes en el plazo de los once días siguientes a la derogación de esa medida por impopularidad, injusticia y manifiesto latrocinio de Estado—, aquel en el que los bancos no dejaban extraer más que doscientos dólares de las cuentas a sus titulares, Kral ambienta una tragicomedia social donde el peso de la ideología y el amor a la patria se imponen al prosaico “dinero y fe en un bienestar futuro”; aunque este último se encuentre bien lejos del país de uno, en Alemania por más señas. Ese es el Estado al que planea emigrar con su familia un comerciante de zapatos aficionado al tango e intérprete de bandoneón. El relato sobrevuela a unos personajes donde el protagonista va enfrentando, cual Ulises contemporáneo, una serie de sinsabores que, sin embargo, parece abocado a superar junto a su familia de hecho y a la familia elegida: una exmujer y una hija adolescente, o la banda de aficionados al tango con la que ensaya y trampea unos bolos tan mal pagados como escasos. Tan pronto el grupo incorpora a un cantante jubilado y olvidado al que rescatan de un asilo de ancianos donde pudre su desconsuelo, la banda parece cobrar nuevos bríos; el coche que planea vender el acordeonista para hacerse con algún dinero, se avería tras un choque con una bella taxista kamikaze; los diferentes componentes de ese cuarteto de músicos va sacando a relucir sus miserias —la adicción al juego, la esperanza sin fundamento en el cambio del estado de las cosas, el taller de reparación de automóviles tan miserable que ni da para vivir, o la senectud y falta de memoria del cantante de tango que apenas recuerda las letras que ha de interpretar—. A tales sin sabores se opone la incombustible actitud de un grupo humano que, frente al desastre social y económico de un país que ve en su clase dirigente a una plaga de corruptos y sinvergüenzas, se las apaña para ir tirando, fiado a la buena gente que forma parte de esa masa social y que vive como puede en las calles y es, a pesar de todo, honesta y resiliente. ¡Qué otra cosa podrían hacer!

La oposición al "corralito" se vive en las calles con virulentas manifestaciones. El protagonista cae también atrapado en la miserable red de corrupción y estafa; los amigos y la familia resisten, enfrentan la adversidad, y hasta enfrentan la muerte de uno de los integrantes de la banda víctima de las algaradas callejeras. Este será el acicate que empujará a nuestro hombre quien, cargado con una maleta en una mano y el instrumento en la otra, tomará por fin el barco que lo conduzca a Europa. Una vez a bordo, enfrentado al cinismo recalcitrante de un compatriota, tan sólo la visión del perfil de su ciudad a través del ojo de buey de la cocina del barco que lo lleva a esa otra tierra de promisión, será capaz de devolverlo a la suya a pesar de las adversidades: en su cabeza escucha el sonido de un bandoneón que lo hace enfrentar el infortunio y regresar a esa ciudad que lo vio nacer y, con toda seguridad, lo vera morir. Incluso queda lugar en la ciudad para el amor y la esperanza.

Personalmente, ignoro lo que significa vivir con el presente secuestrado y el futuro también. Con la anterior presidenta confinada en su domicilio, a la espera de juicio y acusada de corrupción. Con una de las sociedades más polarizadas de todo el continente americano —tal vez, sólo la norteamericana lo esté un poco más—, con un nivel de deuda y malestar inimaginables en Europa. Por eso creo que el filme de Kral tiene un valor especial si es capaz de despertar en el público empatía y compasión. Al menos, es lo que estimula en quien esto escribe: una catarata de sentimientos encontrados entre el rechazo profundo hacia quienes han puesto en el poder a semejante fascista —además de iracundo, hortera y servil— y quienes antes lo han ostentado para que el país no parezca tener más alternativa que esta. Puestos a elegir, sólo nos queda el tango.

Interpretaciones flojas, melifluo argumento y... brillantes insultos: en ninguna lengua se insulta con tanta creatividad y mala baba como en el castellano de Argentina.  

 


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