Un lugar en ninguna parte

 


Resulta sorprendente volver a ver Un lugar en ninguna parte después de treinta y cinco años nada menos. Pero aunque la puesta en escena, las modas y actitudes más apegadas al hipismo, propio de la generación anterior a la que se representa, no estén ya en boga; o hayamos perdido la pista a sus actores participantes (en especial el malogrado River Phoenix, icono estelar de su generación), la propuesta es totalmente vigente.

Siempre se hace necesario tratar de cambiar el mundo. Es lo que se nos plantea en esta cinta y, como tal, su interés permanece. El mundo será siempre un lugar hostil si dejamos que únicamente sean los poderosos quienes, atendiendo a su riqueza o intenciones, decidan por todos los demás. Pero posicionarse en contra nunca ha sido fácil; ni entonces (1988, año de producción de la película), ni antes de entonces, ni ahora mismo, cuando los problemas son idénticos a los que se enfrentaban sus protagonistas, además de los que se han ido añadiendo más tarde: cambio climático, globalización, geopolítica, consumo, redes sociales … y un amplio espectro que convierte —casi— en sonrojantes las demandas de aquellos héroes entrañables.  

En aquella ocasión, una pareja de activistas trata de detener la guerra de Vietnam desde la acción directa: ¿terrorismo? Pone una bomba en un laboratorio de fabricación de napalm como protesta/llamada de atención/reivindicación/lo que se quiera. Un vigilante —«¡no debía de estar allí!», se insiste— a punto está de morir en el atentado, pierde la vista como consecuencia de este. La pareja logra huir, aunque se convierte en proscrita de por vida. El FBI tratará de darles caza por todo el país durante ese tiempo.

La vida continúa. Entretanto tienen dos hijos, uno en edad adolescente, el otro más joven. Los cuatro recorren Estados Unidos en furgoneta asentándose en “ninguna parte” y promoviendo el activismo desde un perfil más bajo (charlas, conferencias), hasta que son de nuevo localizados y tienen que huir con lo puesto, para asentarse en otra ciudad, otra casa, otro empleo, otro instituto.

Es en este aspecto donde radica, en mi opinión, la parte más interesante de la propuesta. El joven y talentoso adolescente (Danny Pope/River Phoenix) es capaz de interpretar a Beethoven desde un teclado de aprendizaje desde que es un niño. Su madre le ha enseñado, abandonó una prometedora carrera por el activismo. Pero no le ha hablado (no lo suficiente al menos) del amor; mucho menos su padre, quien concibe a la familia como un equipo, un círculo cerrado, una unidad de acción autosuficiente. El chico se enamora —se ve venir—, de una compañera rebelde y burguesa que, casualidades de la vida, es hija del profesor de música del instituto. Este, a su vez, aprecia un talento insospechado en ese misterioso alumno que ha aparecido de buenas a primeras en su aula. Intentará recomendarlo a una universidad prestigiosa. Él se mostrará reticente: la familia, la lealtad pesan más que sus sueños o el amor.

Es en ese momento cuando el conflicto se plantea de veras: ¿Deben seguir los padres haciendo pagar al muchacho por un crimen que no cometió? ¿Ha de renunciar este a tener una vida propia, una carrera, unos sueños? ¿Hasta dónde es preciso demostrar la lealtad? La madre entiende pronto que deben dejarlo ir, al padre le costará algún tiempo. «Ve y trata de cambiar el mundo, nosotros ya lo intentamos», le dice este finalmente en el acceso a la autopista interestatal. No volver a verse más —como les ocurrió a ellos con sus propios padres—, es el precio que deben pagar por ello.

Un final conmovedor para una historia que confronta el aspecto más humano de las personas con sus ideales. ¿Hasta dónde se puede/debe llegar por estos? ¿Cuál es límite? ¿Existe alguno?

Lo único cierto es que siempre habrá “laboratorios” que boicotear (cada uno ha de elegir el método de acción y alcance de su compromiso): fábricas de armas, regadíos ilegales, papeleras, minas de carbón, fracking, placas solares o molinos de viento implantados con intención especulativa, … y un larguísimo etcétera.

 

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