Goliath

 

“¿Te has dado cuenta ahora de cómo funciona el cinismo?” Con esa pregunta retórica interpela el jefe de prensa a un subordinado en la película Goliath, justo después de haberse aprobado una normativa en la sede parlamentaria de la Comunidad Europea, mediante la cual se autoriza a continuar con el uso de la tetracina como componente de los fertilizantes agrarios a las empresas fitosanitarias que operan en la Unión.

En la confrontación bíblica de David contra Goliat era el primero el que salía airoso tras asestar un certero golpe de honda en la frente del gigante y causar así su muerte. A continuación, cortaba la cabeza con la misma espada del filisteo y se la ofrecía al pueblo de Israel quien, de inmediato, y con ayuda de Yahvé (no olvidemos que el judío es el pueblo elegido), desencadenaba una feroz batalla contra estos provocando gran matanza entre los enemigos del pueblo de Dios.

Pero eso, ay, ocurrió en tiempos bíblicos. En la vida real, la representación de fuerzas y los medios para lograr los fines que se proponen están claramente desequilibrados, y, aunque en ocasiones algún medio de comunicación, abogado, colectivo, organización o asociación de Davides en cualquier lugar del mundo, logre paralizar o revertir los propósitos de los poderosos, lo hará por poco tiempo y con escasos resultados a medio o largo plazo, aquel en el que acostumbran a moverse empresas y lobbies para conseguir sus intenciones.

Dicho propósito se puso de manifiesto desde la primera cosecha de grano obtenida en el Neolítico, cuando apareció el primer excedente, este se almacenó y de ahí se derivó la palabra granero. Una vez el grano en el granero no había más que dejar pasar el tiempo y asistir a la necesidad de los demás para jugar con su precio (lo cuenta Yuval Noah Harari en Sapiens; lo vemos cada día en las fluctuaciones del precio de los carburantes derivados de la guerra de Ucrania). Desde entonces hasta ahora, las cosas no han hecho más que complicarse, aunque sin perder nunca el objetivo fundamental, a saber, hacer más ricos a los ricos y más pobres a los pobres por el camino —¿acaso podría darse una cosa sin la otra?—. Pero, lo usual en todo tiempo es que los medios para obtener dichos propósitos se vayan sofisticando conforme lo hace la codicia humana, infinita como es sabido. En el que nos toca vivir se ejerce empleando poderosos bufetes de abogados, portavoces publicitarios y agencias de prensa que conocen a la perfección las debilidades y fortalezas del medio en el que se mueven y manipulan a su antojo —políticos, financieros, grupos de opinión, disuasión, extorsión, internet, y, si fuese necesario, violencia— para vender lo que tengan en su “granero”, o planeen producir para llenarlo. Lo mismo da si es nocivo para la población que lo compra o elabora, o si lo es para el planeta donde vivimos y donde crecerán nuestros hijos y los suyos. Las compañías no responden más que a los intereses de sus accionistas.

En la historia que nos ocupa son los agricultores los afectados por un fertilizante que lleva en su fórmula un compuesto cancerígeno. Las compañías que lo ponen a la venta conocen sus efectos, y, aun así, lo comercializan. Compran las voluntades de quien sea preciso con el fin de no interrumpir su venta. Con un discurso sibilino y torticero, logran embaucar a las autoridades; tratan de hacer lo mismo con la opinión pública a base de elaborar estudios científicos favorables, y dar un barniz de credibilidad a lo que no es otra cosa que basura. La excusa, en este caso, es la producción necesaria para alimentar a una población creciente, también los intereses de los propios agricultores franceses, quienes se verían obligados a cerrar sus explotaciones de no cultivar con abonos tóxicos.

En pantalla asistimos a un despliegue de cinismo sobrecogedor. No es de extrañar la pregunta que se nos plantea al inicio, menos aún la respuesta que el personaje se da a sí mismo para justificar sus intenciones y estratosférico sueldo, se supone: “la gente está despistada, y nosotros tenemos el deber de orientarla”, viene a decir luego de exponer los porcentajes de terraplanistas, negacionistas del alunizaje, antivacunas y un sinfín de patrañas en los que mucha gente cree. ¡No engañan, orientan! Y ahí vamos, con media humanidad dispuesta a cambiar el coche diésel por uno eléctrico sin tener en cuenta que el cobalto usado en sus baterías es altamente nocivo, estratégico, difícil de eliminar, produce esclavitud infantil, guerras e injusticia. Pero, ¿acaso es mejor continuar con los combustibles fósiles? ¿Era necesario cambiar al diésel cuándo había gasolina? No lo sé, ya nos irán diciendo.

En la ficción, un extraordinario Pierre Niney da vida a un jefe de prensa que recorre el mundo sirviendo intereses lobbistas con una claridad de miras y una eficacia asombrosas. No importa si él mismo espera un hijo, o contempla las maravillas naturales en sus desplazamientos: él está al servicio de sus patrones, el planeta y quienes lo habitamos, también. En su caracterización de pulcro, elegante e implacable abogado reside la credibilidad de un papel que borda y acaba por seducirnos, aun siendo la imagen encarnada del mal.

El abogado que representa al colectivo de agricultores afectados, representado por un sólido Gilles Lellouche, lleva hasta el límite las posibilidades interpretativas de un actor mimetizado con su papel: uno le confiaría sus campos, vivienda y hasta a su propia hija, llegado el caso. Eso hace una pareja de ancianos cuando su nuera fallece víctima del cáncer provocado por la tetracina, hasta que … los comercializadores de dicho compuesto les ofrecen más. Todo tiene un precio, todo se compra y se vende. El portavoz de la compañía lo sabe.

Si esto ocurre en la cultivada —nunca mejor dicho— Francia, ¡qué no ocurrirá en el resto del mundo!

 

 

 

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