"Una inteligencia alarmante"

 




Está deprimido y cuando está deprimido no puede hacer nada.

Repite con la madre de Alvy, encogida en el sofá de su apartamento. Como Alvy, Katie está deprimida, y cuando está deprimida solo puede ver Annie Hall. También cuando está feliz, o aburrida, o cansada, o duda acerca de qué ver: entonces pone Annie Hall.

¿Por qué estás deprimido?

—«Porque después de un trabajo intenso, de creer que estaba ante el día más feliz de mi vida, he sufrido un linchamiento brutal».

Díselo al doctor Flicker. Es por algo que ha leído.

—«Se lo diría a Rosie si tuviese ocasión» —decide arrebujándose en la manta.

¿Algo que ha leído, eh?

—«Así es, Doctor Flicker, algo que he leído … en las putas redes sociales» —deja escapar una lágrima que empapa una punta del cojín.

El universo se expande.

¿El universo se expande?

—«De continuo, a velocidad vertiginosa. Tanto como la estupidez humana» —la doctora Katie Bouman despeja su mente de otra cosa que no sean las palabras que Alvy está a punto de pronunciar:

Bueno, el universo es todo, y si se expande algún día estallará y eso será el final de todo.

Al susurrarlas con él experimenta en cada ocasión una pizca de emoción y orgullo. Una mezcla de ternura y simpatía hacia el muchacho.

¡Eso no es asunto tuyo! ¡Ha dejado de hacer sus deberes!

Apenas mueve los labios con el niño.

Claro, ¿para qué?

En un juego imaginario de suplantación pone a la madre de Alvy la cara de Rosalind Franklin, cambia su voz por la de su propia madre.

¿Qué tiene que ver el universo contigo! ¡Brooklyn está aquí, y Brooklyn no se expande!

Donde la madre de Alvy dice Brooklyn, ella “escucha” West Lafayette, la ciudad donde nació hace veintinueve años.

Y no lo hará en billones de años, Alvy. Es por eso que hay que intentar pasarlo bien mientras estemos aquí ¿Eh? ¿Eh? (ríe el Doctor Flicker)


—¿Pero cómo hacerlo, doctor Flicker, cuando una pandilla de burros rebuzna en Internet y resta mérito a mi trabajo? —se pregunta indignada.

Ni siquiera en la imagen de la gran Rosie halla consuelo. Preside su escritorio desde que tenía nueve años y su madre le habló de esa mujer tenaz, incomprendida y relegada a una esquina de la ciencia:

—«Es de una inteligencia alarmante», decía de ella su tía con displicencia británica—. Al recrearla para ella, su madre hacía un gracioso gesto con los dedos índice y pulgar: sostenía una imaginaria taza de té en su mano derecha y levantaba el meñique, exagerada, para añadir:

—Igual que mi preciosa Katie. Así que no te desanimes y sigue con tus deberes —dejaba sobre su mesa un vaso de leche y unas galletas—. Aunque tú —reflexionaba bajo el marco de la puerta, antes de abandonar la habitación— debes mirar a lo grande, a lo grande … en lo pequeño ya encontró Rosie todo lo que había que encontrar —y señalaba con el mentón ese retrato de mirada resuelta, desafiante, donde Rosalind luce un collar de perlas al cuello y su mano sostiene, en afectada pose, una barbilla casi tan blanca como la blusa que viste. El pelo y los ojos negros, cargados de ironía incisiva y, “alarmante inteligencia”. Luego cerraba la puerta tras de sí y dejaba esas palabras rebotando en la cabeza de la niña: «lo grande, lo grande».

Para la fecha de 1953 en que fue tomado el retrato, Franklin ya había revelado la “foto 51”. A pesar de la determinación que desprende, maduraba la idea de abandonar el King’s College: «Puede que me mude de un palacio a un barrio humilde, pero estoy segura de que seré más feliz».

Muchos años después Katie busca inspiración en Rosie —el mote que los compañeros dieron a Franklin en el laboratorio de Londres—. Ella resolvió su dilema impresionando un negativo circular. Las matemáticas hicieron el resto: unir en una sola imagen lo que aportaba el conjunto para obtener esa misteriosa equis fragmentada envuelta en un halo de luz difusa, de la que todo lo vivo está compuesto.

¡Lo grande y lo pequeño asociados por la misma herramienta! Comienza de ese modo el bombardeo de hipótesis: el germen del Radiotelescopio del Horizonte de Sucesos.

Esta mañana, Katie Bouman ha entrelazado sus manos sobre la cara conteniendo la emoción, aunque es incapaz de ocultar la sonrisa que desborda de su boca. Sus ojos despiden el brillo de las estrellas que se precipitan, invisibles, por el inmenso sumidero cósmico que se dibuja en la pantalla del ordenador: un “donut” anaranjado, de luz más intensa en su parte inferior, circunda un agujero negro en la galaxia M87. Lo han logrado. Ella y su equipo han fotografiado por vez primera el fenómeno que Albert Einstein publicó en 1915 en su Teoría General de la Relatividad.

Han enfocado hacia un mismo punto de esa galaxia ocho radiotelescopios dispersos por todo el planeta durante diez días seguidos, creando así uno tan grande como la Tierra. Las observaciones del conjunto se han procesado mediante un software ideado por Katie y desarrollado por el equipo que lidera.

Pero, ¿por qué entonces se aprecia en su cara el síndrome de la impostora?

Quizá porque la matemática, ese constructo humano capaz de coser con su hilo invisible lo micro y lo macroscópico, se muestre incapaz con el odio y la misoginia. ¿Habrá de resignarse como Alvy?

Claro, ¿para qué?

Tira de una esquina de la manta y se queda dormida escuchando por enésima vez “el chiste de la gallina y los huevos”. «Al menos no me han llamado judía como a Franklin, Einstein, Allen …».

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