Almas en pena en Inisherim
Ignoro el propósito con el cual el director y guionista Martín McDonagh se ha propuesto abordar esta triste y poética historia de amistad llevada hasta sus últimas consecuencias, como no sea otra que contarnos una historia, un cuento al calor de la lumbre de un fuego alimentado con turba. Eso es lo único que crece en la inhóspita tierra del oeste de Irlanda, lugar donde se desarrolla este relato, aparte del pasto verde con que se alimentan vacas, ovejas y cabras. Los pocos leños o troncos que aparecen como combustible en alguna de las escenas han debido de ser arrastrados por la marea, pues no se aprecia árbol alguno en esas desoladas islas.
Diría que amistad y soledad (o
ambas al tiempo) son las pulsiones que animan esta trama ambientada en el Eire
rural de hace un siglo. Durante el transcurso de una guerra en una isla próxima
(a golpe de vista), y a la que nuestros protagonistas parecen vivir ajenos.
Ellos libran día a día, semana a semana, o mes a mes —lo manifiestan en sus
rituales: la visita diaria al pub, semanal a la iglesia, mensual a la confesión
con el párroco, o la llegada del barco de suministros— conflictos propios de
una comunidad pequeña, aislada, donde la endogamia en las relaciones
personales, el enquistamiento de rencillas pasadas, o los sueños que no acaban
de cumplirse, terminan por ahogar a sus habitantes (literalmente, en algún caso).
Todo en este ambiente resulta hostil, asfixiante, siempre a punto de
resquebrajarse, de saltar en mil pedazos a medida que el tiempo pasa y las
nubes borrascosas, o las olas de un mar inclemente barren esa costa abrupta, fragmentada
en su superficie en diminutos espacios de labor donde nada se labra.
Pervive un deseo, una inercia obstinada de
los habitantes de esa comunidad por subsistir como tal, a pesar de la
adversidad —incomunicación, guerra, soledad, geografía, falta de expectativas—,
que impregna la narración. Incluso la muerte aparece encarnada en una de sus vecinas:
los lugareños se la encuentran por los caminos, la saludan, o eluden; se
esconden de ella o tratan de alejarla. Esta —como es su obligación— intenta
hacerse visible, anunciar un destino inevitable como Moira o parca irlandesa.
Las interpretaciones de Collin
Farrell, Brendan Gleeson, Barry Keeoghan o Kerry Condon son, sencillamente,
magistrales. Resulta sorprendente la manera en que dan vida a unos seres tan
humanos, tiernos, complejos o perplejos como los que propone su director y
guionista. La perplejidad ante la pérdida de la amistad cotidiana, entrañable,
incomprensible y necesaria de un ser tierno, cariñoso y amable como el interpretado
por Farrel. Su íntimo amigo, el personaje de Gleeson, un buen día decide
prescindir de ese vínculo sin otra explicación que sus motivaciones artísticas
(es violinista) y el aburrimiento o falta de interés que le causa el que
fuera hasta entonces su compañero de vida. No revelaré la manera en que trata
de disuadirlo para que deje de hablarle, para que lo deje en paz: forma parte
indisociable de la historia, pero
adelanto que es cruel, violenta e inútil.
Collin Farrell nos cautiva en la
piel de un personaje muy distante de la estrella que acostumbra a ser, dota de humanidad a un
hombre al que le resulta imposible comprender el porqué de la actitud de su amigo; lo
aleja de su lado, para encarar la extrañeza perpetua en que queda sumido.
Brendan Gleeson, repetidor junto a Farrell en las películas de McDonagh, da la réplica perfecta al
protagonista. Encarna a un hombre determinado a llevar a cabo sus propósitos a
cualquier precio, olvidando cualquier rasgo de camaradería pasada o compasión por
su antiguo amigo. Gleeson había brillado hace tiempo encarnando al violento
y templado barbero (Walter “Monk” McGinn) de Gangs of New York, donde no
era sencillo ante tal plantel estelar —Daniel Day Lewis, Leonardo di Caprio,
Cameron Díaz, Liam Neeson— que terminaba asesinado por el odioso “carnicero” (Day
Lewis) en Five Corners.
Lógicamente, ha seguido
trabajando (y envejeciendo) hasta adquirir esa pátina y recursos de los grandes
para dar vida a un personaje lleno de matices, violencia y contradicciones
como el que se nos cuenta en estas Almas en pena.
El joven Barry Keeoghan da vida
con sobrada personalidad a un tonto de pueblo —es muy posible que exista uno en
todos los del mundo, también en Inisherim— con rasgos de ternura y fragilidad extrema.
Enamoradizo, osado, y rijoso (“ya se sabe que el que no arriesga”, o similar,
es la coletilla con que ilustra sus fracasos sentimentales y está de continuo
en su boca). Buen amigo y confidente del protagonista, es abusado por un padre
autoritario que encarna, además, al único representante de la ley en Inisherim,
el brutal policía del pueblo.
Maravillosa Barry Keeoghan, en
el papel de hermana leal, entrañable, sensata, corajuda y lectora (!) en un lugar
y un tiempo donde eso representa una extravagancia. Soñadora y aspirante a una
vida que ve desfilar ante de ella (también la muerte, la Moira la saluda
e invita a acompañarla alguna vez) y que la lleva a alejarse de la isla una vez comprende que nada cambiará en ese sitio.
El hermosísimo paisaje de la
geografía irlandesa actúa como un personaje más en esta historia que huye de la
tradición o el folclore tradicional, busca el alma de unos seres atrapados en
un lugar abierto a todos los vientos. Las borrascas que barren las costas y
llenan los cielos de nubes violentas, alcanzan a su paso prados de color
esmeralda y acantilados en los que baten las olas. Es en los interiores, únicos
espacios donde es posible cierto grado de confort, de ausencia de intemperie, es donde
se puede encontrar alguna calidez, también personal; en la penumbra de unos espacios iluminados
con velas, fuegos y candiles, siempre escasos, insuficientes. Apenas en el pub,
la parroquia y las pocas viviendas del poblado. Ni siquiera la tienda,
regentada por una cotilla vocacional y en ejercicio, es un lugar adecuado para
intercambiar noticias, aunque su propietaria las espere con avidez: buenas y frescas
noticias con que matar el aburrimiento en un lugar asfixiante y, paradójicamente—
excesivamente ventilado.
Mención especial a la
interpretación vocal, donde los actores hacen alarde al expresarse en un inglés
marcadamente local (imagino que con expresiones en gaélico) que lo hace incomprensible,
pero que dota de gran credibilidad a sus personajes. Sería imposible recrearlos
si hablasen como en la metrópoli, como lo hacían en la también comentada en esta páginas, Living.
En Almas en pena no encontramos
la Irlanda amable, desacomplejada, vitalista y bizarra de Un hombre tranquilo.
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