Banderas Evanescentes


Fue bajo el influjo del libro, Al sur del Mar Rojo, Luis Pancorbo (Sotavento), que me dejé llevar a la exposición de Ana Nance, Banderas Evanescentes. Reconozco que hube de consultar el diccionario para fijar con precisión la palabra evanescente “que se desvanece o esfuma”. Texto e imagen no siempre se corresponden. En esta ocasión, sí. Mundos que se esfuman, se desvanecen. Banderas que los representan, o representaban. En la muestra ofrecida en Casa Árabe, Madrid, lo primero que llama mi atención al atravesar el jardín del edificio de ladrillo y esbelta torre neomudéjar, es la profusión de vehículos de alta gama; de color oscuro, rodeados por imponentes hombres de raza negra a quienes viene pequeño el traje que visten, pienso que tal vez me haya equivocado de día: “es posible que una delegación de uno de esos países ignorados al sur del Magreb esté visitando la casa”, fantaseo, “y estos sean los guardaespaldas”. Dado que en la puerta no me detienen, sino que amablemente me invitan a pasar a la planta baja, accedo sin contratiempos: la fantasía se halla en los sótanos.

Pancorbo me había acercado con sus textos a un mundo que cuesta imaginar, por distante, por surreal. Porque, dicho con la mayor simplicidad y crudeza, no forma parte de nuestra cotidianidad. Solo cuando alguien próximo se decide por unas exóticas vacaciones de sol y buceo, o se desata el enésimo conflicto olvidado (si no lo está, lo estará en breve), y agita durante unos días nuestro apacible jardín europeo, situamos en el mapa esas otras realidades.

Necesitaba renovar mis ensoñaciones literarias. En mi cabeza aún guardan polvo del desierto las que imprimió de forma indeleble Henry de Monfreid, Los secretos del Mar Rojo; Arthur Rimbaud, Las cartas de África, con evocadoras ilustraciones de Hugo Pratt. Pero han pasado, ay, casi veinte años desde aquellas lecturas juveniles, y muchas cosas desde entonces, no todas fascinantes o similares a las leídas. Como el sultán Shahriar, debía actualizar mis sueños de Las mil y una noches —aquellos que cita Nance y la llevaron a contar historias con su cámara—, ventilar mi registro emocional con acusado olor a naftalina.


En el sótano de la Casa Árabe, contemplando esas imágenes junto a una pareja desconocida, un día entre semana, me siento liviano, en proceso de evanescencia, tal vez; buceo a través del tiempo. Viajo hacia un mundo que parece no estar —aunque sea bien presente—, por no ocurrir en nuestro devenir cotidiano. Se hace difícil encajar esas arquitecturas extrañas (el término «surreal» se vuelve manido, incapaz de contener las sensaciones que provoca en el espectador) en medio de infinitos pedregales, cielos rasos de azul monotonía y vasta soledad. Ya se trate de un puesto de comida en Puerto Sudán, o un edificio vanguardista en Doha; o el desmesurado mausoleo en piedra de Qasr Al-Farīd, Madaìn Salih (Hegra), Arabia Saudí: gigantesca roca en el desierto tallada por una de sus caras donde, en su base, a través de una pequeña puerta (no lo es, solo si se compara con el «edificio» que la alberga) se accede a la entraña de la roca y, quizá, a la megalomanía de su promotor. Cuando más tarde acudo a Internet con el fin de ubicarla, encuentro que alguna vez la enorme fachada estuvo policromada: más surreal (perdón) aún. No es la única en el entorno: sencillas en su concepto, igual de desoladoras. Ante las fotografías uno permanece turbado, desamparado como las casas levantadas para los constructores de un ferrocarril que no vemos; o el camello que aguarda acostado, amarrado a una supuesta fuente en mitad de la nada; la palmera vencida que se humilla ante otras muchas —estas saludables, enhiestas— del mismo palmeral; una novia de blanco vestido, abstraída ante el mar esmeralda del futuro que la aguarda. Banderas en El Cairo: “Escoge una”, ofrece irónica Ana Nance en la cartela, dos años después de extinguido el sueño, tal vez previendo la pesadilla aún por venir. Ramallah después: un muñeco de nieve con enseñas clavadas —palestinas—, al que abrigan con gorro y bufandas (!) ante un edifico de viviendas. Primaveras barridas por el viento del tiempo y la arena del desierto —también de las armas— hace diez primaveras.

Es sorprendente saber que alguien, en las antípodas laborales (más habitual en prensa o publicidad) de la muestra ofrecida en Casa Árabe hasta el 15 de abril, trabaja incluso cuando descansa: de ahí surge esta antología, de la inquietud que habita el espíritu de Ana al acudir a realizar otros encargos, de mostrarse embelesada ante la realidad que la interpela.

Ana Nance, Scheherazade irredenta que cuenta el mundo desde una visión fascinada, todavía asombrada. En palabras suyas, esta labor es una “ventana al mundo, a conocer su gente, tener experiencias, vivir como aspiraba, y poder dejar mi huella”. Después de todo, “El mundo es el escenario, el acto es la supervivencia”.

Envidio su hermosa mirada, con ella he regresado a “esos cielos limpios, abiertos a la aventura” de las lecturas juveniles.

Nota:

Si cometen el error de tratar de descender a las calles de Port Sudan, Mukkawar, Jubara o Bahía Cochinos, sepan que por allí no pasa el coche de Google. El hombrecito naranja permanecerá suspendido de un brazo y con su otra mano bajo la barbilla mientras espera un encargo distinto. Si desean ir allá, déjense llevar de la mano de la autora.

 

 

 

 

 

 

 

Comentarios

  1. Maravilloso, un honor de leer. Gracias por tomar el tiempo no tanto en visitar la exposicion pero en escribir tu mirada. Tu mirada y sentimientos forman parte de la experencia de "Fabulas" y ahora nosotros podemos vivirlo atraves de ti tambien. Un Abrazo,
    Ana

    ResponderEliminar

Publicar un comentario