Cyrano nunca llora


Con este extraño título quiero referirme a las dos últimas películas que he tenido ocasión de ver en una sala cinematográfica: oscuro placer del que disfrutamos, casi en exclusiva, aquellos que vivimos la cincuentena y siguientes; al menos en esas cintas que quedan fuera del circuito comercial. Me explico. Acudir a la proyección del Cyrano de Joe Wright un viernes, en la sesión de las 20.30 horas, es un vicio propio de oligarcas rusos en los tiempos actuales: uno dispone de una sala enorme, cómoda, con un sonido excepcional y una pantalla extraordinaria, en exclusiva. La única pega (nunca nada es perfecto) es que hace un poco de frío: demasiado espacio para solo dos personas. ¡Si hasta es posible quitarse la mascarilla!

En claro contraste, la otra sesión. Lunes 20.30, Cineclub Lumiere. Se proyecta Yo nunca lloro (Jak najdalej Stad), una coproducción polaco-irlandesa donde se narra la peripecia de una joven (diecisiete a punto de cumplir dieciocho años; la edad tiene importancia) que debe recuperar, en Dublín, el cadáver de su padre fallecido en accidente, viajando desde Polonia. Indico que las sesiones contrastan porque en esta última, invariablemente, el aforo ronda las treinta personas —también invariablemente, dos tercios son mujeres maduras, a las que no arredra ni la temática del film ni la climatología: la cultura se escribe (y se proyecta) en femenino—, casi siempre fieles a la cita con lo que el Cineclub nos proponga: acudimos a ciegas; como acostumbra a decirse en Vigo “no hay fallo”, la propuesta es siempre interesante.

En este caso, la que parece una historia de tránsito de la adolescencia a la juventud por parte de una joven polaca, se transforma en relato de mucho mayor alcance. Se trata de Ola, una muchacha a la que su madre “obliga” a viajar a Dublín (ella habla inglés, su madre no; la madre, además, debe quedarse al cargo del hermano, dependiente en silla de ruedas), para traerse el cadáver del padre emigrado a esa ciudad. La primera reacción de la chica es de franco rechazo, ¿por qué ella? Es obvio que el encargo la supera, pero debe hacer de tripas corazón y abordar una tarea nada sencilla, que la llevará a conocer realidades diversas, transformándola: una suerte de viaje iniciático al modo de La Odisea. Su padre ha muerto en extrañas circunstancias, le ha caído encima un contenedor en el muelle de estiba en el que trabajaba. No estaba en su turno, lo había cambiado con otro compañero, practica habitual aunque oficiosa, que provocará que la compañía no cubra la indemnización. No habrá dinero, por tanto, para la repatriación del cadáver como la madre desea (son polacos, el rito fúnebre tradicional es el entierro). Eso llevará a Ola a buscar (y encontrar) otras vías: la incineración, una urna, es tres veces más barata y práctica, aunque no cuente con el beneplácito de su madre. Pero, lo que la joven descubre en su periplo gris, lluvioso, desapacible y alcohólico de la capital irlandesa, es algo mucho más importante: a su padre. Un hombre cuyo único cometido era, a su modo de ver, satisfacer su necesidad de tener coche propio, algo que le había prometido una vez obtuviese la licencia. No había persona tras ese deseo, tan solo interés. Una vez muerto, será a través de su jefe, amigos y compañeros de piso; su agente de empleo en la capital o una amante de origen rumano, quienes compongan el complejo rompecabezas de una vida que, para ellas (madre e hija), no era más que un apunte mensual en una cuenta bancaria. Es cierto que el padre no era un santo varón, pero, como indica su agente cuando ella solicita que lo describa, “hacía lo que podía”. Después de experimentar la vida a contrapelo, la dura realidad de una Europa que avanza a varias velocidades (Polonia, Irlanda, Rumania), la joven logra su cometido, no sin esfuerzo e ingenio. Al final logra su propósito, conducir un coche, aunque no sea el que ella (ni el espectador) esperaban.

Yo nunca lloro: pocos medios, pocos actores; muchas sensaciones, mucha historia.


En las antípodas, Cyrano. Gran reparto coral, más profesional y valiente que estelar (Peter Dinklage, Haley Bennett, Kelvin Harrison Jr., Ben Mendelsohn); Joe Wright en la dirección (El instante más oscuro, Orgullo y prejuicio, Expiación), y, sobre todos, Erica Schmidt, guionista y pareja de Peter Dinklage (Tyrion Lannister en la serie Juego de tronos), que se atreven con una historia dejada en cotas altísimas por la dirección de Jean-Paul Rapanau y su Cyrano de Bergerac. Además de la superlativa interpretación de Gerard Depardieu como Cyrano. Las comparaciones son odiosas, aunque también inevitables. Desde el momento mismo en que el espectador se decide por esta nueva versión, no deja de preguntarse qué ha podido mover a sus responsables a meterse en semejante lío. Inevitablemente, se van a comparar una y otra, a pesar de que entre ambas medien treinta y dos años. En la actual, lo más reseñable (y que dificulta entrar en el personaje a quien esto escribe) es la arriesgada propuesta de cambiar una gran nariz por la acondroplasia (vulgo, enanismo), el verso rimado (ripio en ocasiones) por el género musical, la actitud siempre arrogante y desafiante del personaje clásico, por este otro más melancólico, que suspira y se compadece, cuando el otro sufría ataques furibundos ante cualquier mención de su apéndice nasal. Lo que pervive en ambos, y conforma, por tanto, el espíritu del personaje, es el hecho de que sean las palabras, las emociones y no la belleza, de las que nos enamoramos; aunque a menudo sea aquella la que nos deslumbre en primera instancia. El mito Neorromántico (Wikipedia dixit) de la figura del héroe, incapaz de adaptar sus principios más arraigados —por más que el olvido y la pobreza le arrinconen— a la corriente dominante, acomodada y mezquina de su tiempo; son valores universales que, más de un siglo después, anhelamos reivindicar en un mundo donde todo se mide por el rasero del éxito. Así, el vibrante diálogo del “no, gracias”, es escatimado por uno débil y sin fundamento, sin la sustancia romántica que define al personaje de Rostand. O la vibrante arenga antes de entrar en batalla, donde Cyrano se refiere a su patria chica, es rememorada en esta por una sucesión de cuatro monólogos cantados que, aunque emocionantes, se hacen muy largos y no llegan, ni de lejos, a conmover como aquel.

Son, eso sí, muy meritorios los demás conceptos: extraordinario y valiente guion, dirección de actores, deliciosa fotografía, escenarios naturales (Noto, Siracusa), magnífico vestuario e interpretación, y una apuesta decidida por el musical. No triunfa quien no arriesga, bien lo supo su autor que —extraigo de la Wikipedia— “Su temor al fracaso con esta obra fue tal que llegó a reunir a sus actores unos minutos antes de la primera representación para pedirles perdón por haberles involucrado en una obra tan arriesgada. A partir del entreacto, la sala aplaudía de pie y Rostand fue felicitado por un ministro del gobierno tras su finalización, entregándole su propia medalla de la Legión de honor para felicitarle, añadiendo que tan solo se está adelantando ligeramente en el tiempo con esta condecoración. La obra finalizó con veinte minutos de aplauso ininterrumpido por parte del público”. El pobre Edmond Rostand no llegó a recibirla, murió de gripe en la pandemia de 1918 a los cincuenta años de edad.

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