El voto de Felipe

 

me impulsa a atravesar media España. Galicia estalla en vibrantes amarillos de mimosa contra el cielo gris de febrero. Sobre el suelo ocre del bosque los carballos se cubren de musguito verde y frágil, anticipan la estación. En León el fulgor cobrizo de los campos aguarda una lluvia que no llega. En ese edén llamado Ribera del Duero esforzados aldeanos miman los sarmientos como quien acaricia el cabello de la mujer que ama. Incluso a esta Soria machadiana amenaza con llegar la primavera: verdean los barbechos de cereal recién sembrado.

Al pueblo me ha traído el voto de Felipe. Se han celebrado elecciones autonómicas hace dos domingos. En cambio, él, ha votado el miércoles; tres días después, desde su casa. No, no estaba confinado, impedido: se ha colgado de la viga del pajar que le ha servido de urna. Fue su forma de expresar “la voluntad popular”. Hombre de fe, no parece que tuviera mucha en los candidatos. El viernes tarde el exiguo vecindario acude al funeral en Almazán. No podía ser de otro modo: era, “en el buen sentido de la palabra, bueno”. Mayor, aunque no viejo, nadie sabrá qué motivos le llevaron a quitarse de en medio; pero no se hace difícil presentir la soledad compañera, asesina.

Asegura aquella frase atribuida a John Lennon, “la vida es eso que ocurre mientras pensamos en otra cosa”. Al tiempo que nuestro vecino “votaba”, en el Congreso de los Diputados (y Diputadas) se guardaba un minuto de silencio por los náufragos del “Pitanxo”; vencía el plazo estimado para la invasión rusa de Ucrania; aliados, jamás amigos, recontaban adhesiones con dedos pringosos de cordero lechal: trataban de renovar la dirección de un negocio a cuatro años. Tal y como las urnas habían legitimado. Más tarde ha ocurrido lo que todos sabemos: tras una reyerta en un cortijo popular las navajas chorrean sangre una semana después de emitidos los votos. El motivo, conocido hace tiempo. Pero el “oportuno” resultado de las elecciones llevó a los cuchillos a salir de sus fajas. Uno se pregunta qué rondaría por la cabeza de cada congresista durante ese largo minuto. ¿Estaría con las familias en Terranova? ¿Arrimando el hombro con Europa para evitar la barbarie? ¿Rumiando el modo de mantener abiertas escuelas y dispensarios en el territorio que se han comprometido a gobernar? O, más bien, ¿expectantes por conocer el origen de unas facturas, su número, importe y alcance político? Al final, en la vida todo remite a una aldea, un hermano, el amigo de infancia y juventud. Al verano de doradas mieses o a la muerte oscilante en el corral.

La respuesta a mis desvelos la ofrece de nuevo el paisaje, de regreso a casa: Castilla, castillo; defensa, ataque. Quiero lo que tienes, o me lo das, o te lo quito. La Historia se repite en todos los Felipes olvidados que en el mundo han sido. Hoy despedimos a un hombre cabal que perdió los suyos. Los pueblos se despueblan, los campos de labor se siembran con molinos y paneles. Los coches se recargan, las ciudades se iluminan. A los paisanos, se los ignora. Los barones varones, adelante; las baronesas, alícuotamente al lado. Mientras la España rural se vacía o esquilma, los hipopótamos (hembras y machos) defecan en sus ríos al modo que los caracteriza. ¿Desafección? ¿Hartazgo? No, ¡asco!

Siempre se ha de volver a Machado, si bien en esta ocasión, deba disentir de él: no es “el hombre de estos campos el que incendia los pinares”, sino los que aquí acuden y “su despojo aguardan como botín de guerra”. Es otro aquel (o aquella) “capaz de insanos vicios y crímenes bestiales”: ocupa asiento en un castillo flanqueado por leones.

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