Told/Untold Stories

Entre el Muelle de la Batería y la Fundación Luis Seone de La Coruña hay veinte minutos de agradable paseo. Dejando a una mano las hermosas galerías frente a la bahía coruñesa una mañana plomiza de diciembre, después de transitar por la parte más noble y sosegada de la ciudad —lejos del fragor navideño y consumista del entorno de María Pita—, se alcanza el bello edificio fundacional. En uno y otro espacio dos ofertas fotográficas tan interesantes como opuestas: La Batería acoge hasta el último día de febrero la muestra Untold Stories, una selección de ciento cincuenta obras del autor Peter Lindbergh acerca del mundo de la moda y sus representantes más universales: las modelos —aunque haya también actores y actrices entre estas—. En el caso de la Fundación se ofrecen las imágenes de FFOCO (Festival de fotografía de La Coruña). La una, ampliamente difundida; la otra, más modesta, apenas contó con un breve en la Televisión de Galicia. La primera viene avalada por la recién nombrada presidenta de Inditex, Marta Ortega. La segunda supone la quinta edición de una convocatoria que arraiga en la ciudad y tiene como máximo exponente a la autora Lua Ribeira —aunque no solo (1)—, integrante de la Agencia Magnum desde hace algún tiempo y residente fuera de Galicia.

Un espacio industrial rehabilitado para la ocasión acoge —tras un pasillo de contenedores pintados de negro sobre los que figura en letras blancas el nombre del artista—, formidables pantallas donde se proyectan, a modo de introducción, escenas de trabajo del fotógrafo de origen polaco en acción: enormes focos son desplazados por un ejército de operarios a bordo de grandes carros, a lo largo de playas barridas por vientos inclementes; ventiladores desmesurados ocupan el espacio en naves o tinglados abandonados del puerto de Nueva York; legiones de estilistas, guardaespaldas y maquilladores evolucionan alrededor de mujeres de aspecto frágil que, una vez retratadas por la cámara del maestro, adquieren categoría de diosas terrenales, accesibles, cercanas, mucho más próximas de lo que su entorno invita a creer.

Fue su labor, su actitud, la capacidad de empatía con celebridades a las que las agencias de moda, interpretación o cosmética se quitan de las manos, el que obtuvo de ellas esa intimidad, una desnudez emocional que deja a un lado —siquiera por un instante o una jornada— su aura divina, distante, olímpica. En eso consistió, tal vez, la característica más singular del arte de Lindbergh. El resto es técnica, oficio. Supone un acierto conseguir que las maniquíes se despojen de maquillaje, se muestren ojerosas, decadentes, somnolientas, cansadas, naturales; como sorprendidas entre tomas de una extraña sesión cuyo objetivo no fueran sus personajes. Recordemos que no siempre ha sido así. Las Campbell, Turlington, Evangelista, Ponte o Cañadas, entre los cientos de bellezas que posaron para él, lo hicieron en otro tiempo más artificiales, maquilladas e iluminadas de lo que hoy estaríamos dispuestos a asimilar como público. Él desbarató ese imaginario artificioso. Y quizá esa haya sido la clave de su obra, tratar de acercar persona y personaje. Así, resulta unánime el cariño que deja entre sus retratadas, la proximidad que trasciende esos rostros inalcanzables que, por un instante, uno creería poder encontrar en la librería de la exposición, sujetando un café y curioseando entre catálogos donde, ¡voilá!, figurasen sus rostros.

Otro hallazgo de Lindbergh es la propia concepción de la muestra donde elude evitar mediante cristales especiales o iluminación adecuada, el reflejo entre fotografía y espectador; consigue de ese modo que uno y otro se fundan en la misma imagen, se produzca el milagro de compartir un escenario de ensueño junto a una estrella encarnada, humana, desnuda más allá de la literalidad de la palabra.

FFOCO constituye el otro lado del espejo. Un espacio magnífico mira desde el patio interior de la Fundación al mar crespo, salvaje del exterior de la ensenada. La torre de Control de Tráfico Marítimo se recorta colosal contra la espuma de las olas, antes de que alcancen, aplacadas, el pequeño cabo en que se ubica el Castillo de San Antón.

Visitando la muestra hay sólo otra persona, además de la bedela que indica la ubicación exacta en el desangelado edificio. Recorremos amplios pasillos, grandes galerías formadas por paredes enormes donde las fotografías parecen perderse ante lo descomunal del soporte. En este caso las copias son de modesto tamaño, en la anterior alcanzaban el metro cuadrado de superficie. Pero, en cambio, están dotadas de algo de lo que aquellas carecían: naturalidad atrapada, instantánea, en absoluto impostada o lograda durante largas sesiones, mediante un arduo proceso de selección sobre hojas de contactos a la busca de este o aquel matiz. Me atrevo a pronosticar que Lua Ribeira sabía en el instante mismo del disparo, que sería aquella y no otra la escena a seleccionar para la muestra. Que en el momento en que se cerraba el obturador ese gesto, aquel encuadre o determinada composición eran ya definitivos, capturaban la magia de un presente que desde ese instante mismo, devenía pasado, documento, vivencia emocionada: quedaba plasmado para siempre. Sus obras poseen esa virtud primigenia de arrancar el alma de los motivos que elige, por el hecho simple de quedarse a esperar cámara en alto a que pase “lo que tenga que pasar”, atento el olfato de cazadora al momento en que la tensión alcance el clímax que transforma en excepcional una escena cotidiana.

Eso eché de menos en Untold Stories: historias. Dichas o no. Que dejen a uno pensando qué ocurre después de contemplar seres tan bellos, en escenarios tan poco propicios para que las ninfas se muestren a los demás. La palabra ninfa puede entenderse como “divinidad femenina menor de la mitología grecolatina que simboliza la Naturaleza”; o, en su acepción zoológica “insecto que ha pasado ya del estado de larva y prepara su última metamorfosis”. Y esto es lo que siento al contemplar el trabajo de Lindbergh: aquellas personas dejarán de serlo en cuanto se apaguen los focos del estudio, para mutar en las distantes e inaccesibles a que su profesión les obliga: la magia habrá desaparecido con la luz. Con Lua Ribeira sucede justo al contrario, sus “larvas” han quedado pegadas a las emociones del espectador como un insecto primigenio a una gota de ámbar. Son ya indisociables de nuestro imaginario, son nosotros.

Claro que al comparar ambas muestras tocamos con la punta de los dedos aspectos vinculados a nuestro más íntimo yo. ¿Quiénes somos? Frente a ¿quiénes deseamos ser? Preguntas que conviven con el individuo desde el momento mismo de su nacimiento hasta el instante de la muerte. Dicotomía: deseo y realidad, ficción y presencia, anhelo y carnalidad… Todos estamos hechos de esto, a menudo manifestándose en el mismo día.

Eso es lo que puede ocurrir en el espacio de quinientos metros, veinte minutos, en una mañana gris de invierno: una metamorfosis.

(1) En la Seone, un formidable trabajo de María Vélez, Gracias Dios por hacerme lesbiana, donde el cuerpo se desnuda para mostrar el gozo desinhibido, desprejuiciado y, sobre todo, descosificado —fuera de los estándares de la pornografía al uso por los que ha transitado la imaginería del amor y el deseo entre mujeres—. Escenas en colores vivos, irreales, auras de neón donde los cuerpos se retuercen de placer, se aman sin complejo, culpa o extrañeza sobre lo que parece la habitación de un motel.

En otro extremo, Ramón Paolini, Caracas. A doble página. Escenarios en blanco y negro de la gran ciudad venezolana donde todos los contrastes son posibles: las geometrías del centro, los ranchitos en las laderas, las simetrías de tendederos y cemento crudo de las barriadas; las formas sinuosas de la ciudad colonial enfrentadas a las moles de hormigón por las que caminan ciudadanos que semejan hormigas. La desigualdad, la injusticia saltan de los marcos de las fotografías a la soledad de la sala, recordando al espectador europeo que habita un jardín, aunque a veces se le olvide.

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