Origami, proteínas: todo son pliegues.



En una escena de El graduado (Mike Nichols, 1967), un invitado a la fiesta de recepción del personaje interpretado por Dustin Hoffman se lo lleva a un lado en el jardín y le suelta: “solo te diré una cosa, Benjamin: plástico”. A finales de los años sesenta apenas podíamos intuir lo que esa palabra quería decir, salvo que suponía un modelo de negocio fantástico para un joven recién licenciado y ambicioso. Era un buen consejo. Hoy, cincuenta y cuatro años después, y con una superficie del tamaño de un continente, millones de envases de plástico flotan a la deriva en el mar sin que nadie sepa muy bien que hacer con ellos. Se descomponen por efecto del sol y el agua salada en elementos microscópicos, y son “comidos” después por la fauna marina, pasando —si nadie lo evita— a nuestro organismo a través de su ingesta. Se cierra de ese modo un ciclo siniestro y destructivo para la vida marina, la fauna y flora, y, muy probablemente para nuestra especie.

Si traigo a colación este asunto es por el hallazgo, para mí desconocido y sorprendente, de que en un futuro próximo podrán desarrollarse proteínas capaces de descomponer y fagocitar ese inmenso mar de basura plástica que generamos a diario. “Tan sólo” es necesario saber cómo se organizan estas, cómo se disponen y asocian entre ellas para desencadenar el proceso de la vida —“muerte”, en el caso del plástico—. La buena noticia es que la comunidad científica está muy cerca de lograrlo; es más, los mismos cincuenta años que este derivado del petróleo ha necesitado para colonizar el planeta, son los que lleva la ciencia tratando de desentrañar los misterios organizativos y asociativos de los 200.000 millones de proteínas que componen la vida en la Tierra, e intervienen en todos los procesos de esta. También en el desarrollo de enfermedades —cáncer, Alzheimer, Parkinson …,  incluso la misma espícula con que el virus Covid-19 se fija a nuestras células, es una proteína— y, por consiguiente, el desarrollo de medicamentos para combatirlas. Todo está, pues, en las proteínas.

A mediados de los años noventa una empresa llamada Deepmind —hoy en el ámbito del gigante Google— comenzó a desarrollar un algoritmo de inteligencia artificial al que denominó AlphaFold. Uniendo la capacidad de más de 180 procesadores informáticos ha conseguido, hace ahora un año, desarrollar en imágenes la manera en que las proteínas se organizan con un alto grado de precisión (entorno al 90%, lo que resulta todo un récord frente a otros modelos de estudio: criomicroscopía, resonancia magnética, cristalografía de rayos x (!), para ser contrastados y validados después los resultados con esos mismos métodos, infinitamente más lentos. El hallazgo abre la puerta al diseño y concepción de medicamentos que podrían poner contra las cuerdas enfermedades que venimos padeciendo desde que existe la vida en la Tierra, e incluso, hacer desaparecer los odiosos plásticos de un solo uso (no todos son malos).

El software AlphaFold se desarrolló al principio como un software orientado al entretenimiento, capaz de vencer al Go (endiablado juego chino mucho más complejo que el ajedrez), aprendiendo a medida que participaba en más y más partidas. Los desarrolladores de DeepMind aseguraron entonces que en un futuro próximo estarían en condiciones de saltar al campo científico. Y eso es lo que han hecho al dibujar sobre la pantalla de un ordenador la forma que adoptan las cadenas de aminoácidos al unirse entre ellos, y con otros aminoácidos, para formar cadenas de proteínas de una complejidad extrema.

Por tratar de buscar una semejanza pienso en los procesos de plegado que se siguen para crear una figura Origami (Papiroflexia, como se conoce en España a este arte). En ellos también se parte de una estructura simple: una hoja de papel más o menos grande, con una textura más o menos rígida; maleable; coloreada o no para, mediante una secuencia de sucesivas dobleces —no se contempla el corte o pegado del papel de otra manera— pasar del plano a la figura, de la superficie al volumen. Resultando también, al menos al principio, una suerte de pasatiempo o juego de ingenio (pensemos en el avión de papel o la sencilla pajarita que cualquier persona más o menos torpe puede abordar). De ahí a lograr complejísimas figuras animales, geométricas o tecnológicas solo hay un paso,… y años de práctica.

El arte de la Papiroflexia se conforma en diversas escuelas: orgánica, la que trata de obtener figuras geométricas que semejen estructuras biológicas o geológicas presentes en la naturaleza; esencial, donde se intenta trasladar la emotividad del artesano al plegado: la misma figura puede tener aspecto diferente según quien haya sido su creador; móvil, donde las figuras obtenidas son capaces de moverse en virtud a un impulso o presión sobre ellas; húmedo, cuando el papel puede humedecerse para lograr figuras más finas y donde las aristas son menos notorias; modular, en que una estructura más o menos simple se agrupa con otras similares dando lugar a estructuras mucho más complejas; teseladas, conocidas ya en el tiempo de los antiguos egipcios y donde se pavimenta una superficie plana sin dejar huecos entre ellas. Y así hasta donde alcancen la imaginación y los nuevos materiales que industria y tecnología van aportando a técnicas en algún caso milenarias.

Pero, lo que llama poderosamente la atención es la semejanza entre dos procesos que partiendo del juego, son capaces de desentrañar los aspectos más íntimos de los seres vivos: las proteínas en el caso de Alphafold; las infinitas posibilidades que las técnicas de plegado presentes en el Origami/Papiroflexia ofrecen, bien sea en su vertiente más lúdica, o por imitación de elementos presentes en la Naturaleza, o como solución a los retos que la medicina o la carrera espacial plantean —el día 24 de este mes se lanzará al espacio el telescopio James Webb. Su antena, capaz de ver el espacio profundo, tiene seis metros de diámetro, no coge por tanto en la cofia del cohete que la transportará. ¿Adivinen cómo la meterán dentro? Sí, mediante un proceso de plegado que adoptará más tarde su aspecto deseado: como en el juego, como en la vida—. La forma determina la función.

En síntesis, cualquier aspecto de la vida, sea pensar, respirar, desplazarse o hacer la digestión está gestionado por proteínas. Estas se crean a partir de secuencias básicas presentes en nuestro código genético, bajo sus directrices. Pero lo que se obtiene son cadenas bidimensionales, aunque las estructuras que acaban por conformar sean tridimensionales. Es la diferencia existente entre la receta del bacalao al pil-pil escrita en un papel y el plato elaborado, oloroso ante nuestras narices; los planos de la casa de nuestros sueños, y esta materializada y habitable ante nosotros.

Siempre hemos sabido que el juego es importante en el desarrollo de la conciencia humana; hoy, merced a Alphafold y las leyes sencillas que rigen los plegamientos de una figura de papel, un panel solar satelital o la yema de una camelia al abrirse, sabemos, además, que es fundamental.

En el debe, la comezón que produce la certeza de saber que, si antes sospechábamos que las empresas tecnológicas lo sabían todo de nosotros merced a la información que les facilitamos, ahora esta sospecha traspasa nuestra piel, penetra en nuestras células, en nuestro yo más íntimo y protéico. Deepmind pertenece a Google.

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