Tramo 2, Camino del Cid, tierras de frontera: Francisco Sabroso, "El Nono"

No es fácil visitar la iglesia de Santa María en Ateca. A decir de los vecinos y titulares de turismo en el ayuntamiento, hace tiempo está de reformas. Conformarse y ver su espigada y bella torre mozárabe desde fuera, tampoco resultó un mal plan. Y es que en el entorno, próximo a la entrada principal, está el "burladero" de Francisco Sabroso, "el Nono". Figura del toreo que no fue, pero que bien pudo haber sido. Desde luego el apodo es tan válido como cualquier otro, acabó estampado en los papeles junto a otras figuras del arte de Cúchares, entre José Tomás y "el Juli", con quienes formo terna: "por diez euros, en Barcelona, te venden el cartel con tu nombre", se ríe pícaro. Pero, me explico. Desde la puerta de un garaje en el bajo de un edificio cuya puerta tiene pintado sobre el metal un burladero taurino, un hombre mayor -setenta y tantos, grueso y risueño, viste chaquetón verde sobre jersey y pantalón gris. Es calvo, gasta gorra de mayoral y copa de anís en la mano: "¿le gustan los toros?", preguntará-."! Claro¡", miento volviéndome. "Pues mire, mire lo que tengo aquí", me hace pasar al interior de su capilla particular. Las paredes de lo que fue un local lóbrego lucen cubiertas del suelo al techo con toda la cartelería taurina imaginable en los últimos cincuenta años. En tonos albero, grana, oro, palo, azul celeste y negro azabache, se muestra toda la imaginería de un arte por el que "el Nono" lleva suspirando desde que tenía diecisiete años. Más de cincuenta años de afición intensa que, lejos de apaciguarse crece con los años, le han llevado a recorrer todas las plazas de Aragón, las Ventas (Madrid) y la Monumental (Barcelona) en más de una ocasión, siguiendo a toreros y rejoneadores, ¡también rejoneadoras! -me hablará de una colombiana a la que conoció, y el brillo de sus ojos ancianos trasluce un secreto orgullo- en tardes de gloria y fracaso. Manzanares, Curro Romero, El Fandi - ¡qué banderillas pone ese muchacho! - Litri, Vicente Barrera, Enrique Ponce, "el Yiyo" - ¡qué pena ese chaval, habría llegado a ser muy grande! - los Peralta... y docenas de nombres más que desconozco mientras recorro embobado esta iglesia pagana. En el centro, a modo de mesa de oficios, un barril con tres botellas, unos vasos de plástico y una bolsa de pastas abierta. "¡Toma una copa hombre que el día está frío", la rechazo, "tengo que caminar", alego en una disculpa que ya me parece idiota así sale de mis labios. Tan pronto me escucho, acepto la copa. "Si tuvieras que conducir, pero caminando la quemas enseguida. Además, esto no es nada, es para engañar un poco. ¡Toma una pasta!", el alcohol del moscatel barato llega con fuerza hasta mis ojos y me meto una pasta en la boca para compensar el exceso. En ese momento saca una llave del bolsillo y abre una puerta interior que conduce a la "sacristía", me pide que lo acompañe. Al entrar nos saluda la mirada impasible de cuatro astados zainos colgados en cada una de las paredes con una chapa dorada bajo la testuz indicando su nombre, edad, peso y la plaza en la que fueron toreados: Rondeño, Biencurado... También el nombre del matador. "No crea que el taxidermista escoge cualquiera, sólo trabaja con las más bonitas (¡)", ilustra. Observo desde abajo su aspecto, sus miradas vacías, sus astas imponentes y, aún muertos, sobrecogen. A pesar de carecer de cuerpo, da la impresión de que fueran a saltar de la pared cobrándose una venganza con quien no deben. Sobre una mesa, en el centro, fotografías espeluznantes de cadáveres exangües: Manolete, Paquirri, El Yiyo... La copa y la pasta pugnan por abandonar mi estómago ayudadas por la atmósfera del lugar cuando, en una revuelta, me muestra a Katia D'angelo "la Tragaperras", hermosa mujer que viste apenas una torera dejando ver sus pechos y cubre el pubis con la montera mientras sujeta el estoque con la cadera derecha. Francisco Sabroso, "el Nono", se parte de risa al ver mi cara de asombro. Lo único que acierto a decir es "bonito nombre artístico". Sobre una silla de enea, un traje completo de banderillero con su par de banderillas y todo, "Un amigo, que se retiró".
Y, ya alcanzando la puerta de salida, una foto de su sobrino vestido de luces: "aquí está haciendo el paseíllo, en Ateca. Pero se retiró, el pobre", me indica con un poco de rubor. "¿Tan joven?", pregunto. "Bueno, es que tuvo miedo y se echó a correr". No me extraña, le diré, ayudándolo a salir del paso. Imagino que no debe de ser fácil ponerse delante de una vaquilla, ya no digo de un toro. Los padres deben de reunir el dinero suficiente para pagar las vaquillas que el muchacho necesita lidiar para aprender, además de la escuela de tauromaquia, suponiendo que el chaval tenga valor y demuestre personalidad. Una fuerte inversión para enviar un hijo a la muerte, en el peor de los casos.
Me despido de "el Nono" en la puerta de su templo con un fuerte apretón de manos y me voy calle abajo -algo achispado- pensando en las cosas tan raras que hacemos las personas. Me restan veinte kilómetros hasta Calatayud. La mañana es soleada. No hace frío.

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