Tramo 2, Camino del Cid, tierras de frontera: Karlos.

Debo reconocer que no me fue simpático al principio, pero no hubo otra si quería desayunar en Alhama de Aragón. Aún restaban dieciséis kilómetros hasta Ateca y, aunque no parecen demasiados, eso requiere energía. Callejeé en la fresca mañana de Alhama buscando un lugar donde se pudiese desayunar "salao". Hete aquí que el diablo se puso de mi parte y di con el mejor. En la entrada del bar cervecería Karlos (sic), albañiles en traje de faena trasegando aguardiente y fumando, la furgoneta sobre la acera - ¡a la española! -, risas y cachondeo antes del tajo. Sólo son las 9.00. Entro y me informo acerca de la posibilidad de pagar con tarjeta, pero este templo de la gastronomía no tiene datáfono. A punto estoy de desecharlo. Como no veo alternativa termino por ceder: ¡Cabero, al cajero! De vuelta con mi "dinero-cash" (¡impagable expresión by Carmen Lomana!) me cuelo entre los "paletas" que flanquean la puerta y accedo al castillo que defiende en solitario Karlos con garbo mañanero: "Eeeeechame a mí la cuuuuuulpa de lo que paseeeee... ", canta en la cocina a voz en cuello mientras echo un vistazo a las vitrinas sobre el mostrador, colmadas de especialidades saladas. La mirada se detiene en todo: ensalada de pimientitos asados con atún, palitos de pollo con rebozado crocante y semillas, croquetitas recién hechas, cecina con su aceite y su quesito espolvoreado, pan con tomate y aceite, tortillita de patata aún humeante... Los diminutivos son míos, no una apuesta naif del hostelero escrita burdamente en una carta plastificada. Los he elegido porque todos esos platos, simples en apariencia, tienen un ingrediente secreto en común: amor. "Cuuuuuuubrete tú la espalda con mi dolooooooooooor", se escucha en la cocina entre los cacerolazos y el chisporroteo de la plancha. Las tripas sonando, la boca salivando excitada... Entonces el Titán de la Canción se planta ante mí que aguardo indeciso: "¡¿sabes ya lo que quieres?!", me sobresalta obligándome a elegir: "¿La tosta de bacalao con berenjenas?... Me pregunto por qué, en ocasiones, si queremos confirmar algo, preguntamos. "Es un rasgo de inseguridad", concluyo inseguro. En cualquier caso, él ha puesto rumbo a la cocina con la comanda tras indicarme que me siente, “por ahí”. Tomo acomodo al fondo y observo a la clientela dispar, como corresponde a un pueblo pequeño y diverso: hombres del campo, comerciantes, hoteleros -aquí hay un par de balnearios importantes-, jubilados, gente de paso... Un hombre intenta leer el periódico frente a la cocina cuando Karlos ataca el Despacito: "deja que te diga cosas al oídoooooo, para que te acuerdes si no estás conmigooooo... ¡¿qué tal lo hago?!", le pregunta. "¡Pues francamente mal!", responde con aragonesa sinceridad sin levantar los ojos de la lectura, al tiempo que moja un dedo en la lengua para pasar página. Nuestro hombre no se amilana, lejos de eso suelta una sonora carcajada y continúa cacharreando mientras afirma con rotundidad: "¡si es que yo iba para estrella del rock'n'roll, pero no encontré un mánager a mi altura". Saliendo de la barra con brío y la sonrisa aún pegada a la cara, atiende a dos muchachas que acaban de sentarse y encargan café y croissants: "¡Gracias guapas!", se retira ahora hacia la cafetera. "¡Soy un animal en extinción, sólo quedan cuatro como yo!", les asegura con familiaridad. Veo que a nadie sorprende lo que me sorprende a mí, de manera que el espectáculo matinal debe de ser habitual. Dos minutos más tarde, atravesando el local en diagonal, se dirige hacia mi mesa con un plato humeante: sobre una rebanada generosa de pan de hogaza descansa una escalivada de berenjenas con bacalao y pipas de calabaza por encima, aliñada con aceite de oliva virgen y vinagre de Módena. A ambos lados un copo de salsa Cesar, otro de mostaza y una pequeña ensalada de verdura con dos totopos en lo alto. Alrededor del plato una tira de color rojo y textura densa que supuse comercial: se trata del jugo de asar la escalivada, recogido con mimo y rematando el plato con gusto. "¿Para beber?", de nuevo me saca de mi ensueño: "¿Cerveza?", vuelvo a afirmar preguntando. Se va veloz hacia un anciano que descansa firme sobre un taburete, abrazándose a él por los hombros, le toma un moflete y le dice: "hola chatíiiiinn", como si fuese el mismísimo Arturo Fernández, que en paz descanse. Tomo los cubiertos primorosamente envueltos en una servilleta roja de aspecto y textura navideños y ataco la comida sin esperar a la bebida. Los ingredientes se funden en la boca con armonía, sin ocultar la personalidad de cada uno de ellos: la cebolla caramelizada, el pimiento intenso, la berenjena melosa, la corteza del pan crujiente, la miga jugosa, el bacalao fresco se separa en sus lascas, las salsas cremosas, caseras... Un regalo para el paladar en el momento en que aparece de nuevo. "¿Qué tal, te gusta?", me ha sorprendido con los carrillos llenos, de modo que sólo puedo asentir con la cabeza y solfear con el tenedor. Me da la espalda de nuevo, cantando y dirigiéndose hacia la almena de la cocina: "Las chicas tienen algo especial... Uuuh, Aaah, las chicas son guerreeeras...", blande su guitarra imaginaria ante las jóvenes del café y los croissants. Karlos parece el clásico cantante que sólo conoce los estribillos de las canciones.

Tras el café me pongo en marcha antes de que me dé pereza y termine por sucumbir a otra de sus delicias gastronómicas. Al acercarme para pagar se sincera: "¡Qué voy a hacer, si me paso aquí catorce horas todos los días! ¿Estar avinagrao?, ¡pues no me da la gana!", me espeta poniéndome el cambio y la cuenta en un platito. "¡Que tengas buen día chavalote!". Temo que si volviese dos días más a su local acabaría por pellizcarme la mejilla. Me voy pensando: "¡así se defienden las fortalezas! ¡Y estuve a punto de no entrar!




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