Tramo 2, Camino del Cid, tierras de frontera: Ricardo.


Apeadero del tren en la localidad de Matillas. Al otro lado de las vías la mole de la cementera El León, hoy abandonada. La chimenea se alza imponente a ambos lados de las naves, recortada contra el azul de un cielo donde unas nubes grises la amenazan lentas desde la derecha. Tomo unas fotos y observo a un grupo de personas que esperan al tren endomingadas. Hoy es 10 de noviembre. Los españoles estamos convocados a las urnas por segunda vez en el mismo año. Entro en la cantina y solicito almorzar. Es temprano, de manera que sólo pueden ofrecerme boquerones, cerveza y café. Sea. Después de caminar durante tres horas no estoy para remilgos. Mientras espero sentado a una mesa, ojeo el periódico o contemplo a los escasos parroquianos: la mayoría acuden a comprar el pan y después se van dando los buenos días. Sólo Ricardo permanece sentado, tranquilo, impasible, encajado entre una columna y la barra, apurando lentamente su café sin hablar: saluda a sus vecinos cuando estos llegan o se van. Viste una camisa gruesa de cuadros "estilo leñador", pantalón de Mahón y fuertes botas de montaña. Cuando me acerco a la barra para pedir el café, le pregunto por un lugar para comer en el pueblo siguiente, Mandayona: “casa Milagros”, responderá, “no hay mucha pérdida, está en la carretera y es el único”, es entonces cuando se presenta. He llevado conmigo el periódico y lo mantengo abierto por la sección que estaba leyendo: religión (¡). Mientras espero hablamos de esto y de lo otro: de la antigua fábrica que he visto al entrar, de la despoblación, claro; de las elecciones -de forma tangencial, nunca sabes cuál es la tendencia de tu interlocutor, así que, mejor prudencia- de lo que me lleva por allí... Observo que no aparta la mirada de la página que estaba ojeando -se celebra el Día de la Iglesia Diocesana y el Diario de Guadalajara dedica una sección al tema-. De pronto la conversación deriva hacia la educación, en particular, la suya. Se "formó" con los curas, Maristas y Jesuitas, no aclara en qué orden. Lo que deja patente es que no los soporta: su cinismo, su hipocresía, su falta de empatía y su falsa modestia, sus maneras, su soberbia, ¡sus delitos! De repente se ha convertido en un torbellino de locuacidad que cuenta su vida a un desconocido y rebela facetas de su infancia que han quedado enquistadas en algún lugar de su cerebro. "¡Qué tenemos nosotros que ver con ellos, con los palestinos, con los judíos, que están al otro lado del mar!", brama Ricardo, "¡Que nos dejen en paz, que se vayan a predicar a Israel", asegura. "En realidad tratan de que adoremos un patíbulo, ¿por qué a ver qué es la cruz, sino un patíbulo?"; nunca lo había considerado desde ese punto de vista. “Adoramos un símbolo que no es otra cosa que un lugar donde han ajusticiado a un hombre, según la manera tradicional en época romana”. Y me pone un ejemplo esclarecedor, estremecedor: "¿Imagínate que nosotros adorásemos a un garrote vil?, ¡eso casaría más con nuestra cultura, al menos!" Le indico que sólo me había parado en esa sección por curiosidad, pues nunca había visto un periódico que dedicase una página entera a temas religiosos (una página en un diario es muy cara). Se calma y me habla entonces de su niñez, de cómo abandonó el colegio en cuanto pudo, de su trabajo en las "hacenderas" -trabajos que se realizan en los pueblos para que funcionen las estructuras comunitarias- desde los catorce años hasta los dieciocho en que se fue a la "mili". Cuenta que hacían zanjas para conducción del agua, limpiaban regatos para que no se encharcasen las carreteras, despejaban caminos; hacían el trabajo que correspondía por turno a los mayores de las diferentes familias que, por estar en el trabajo de las fábricas, no podían llevar a cabo. Se sacaba unas "perrillas" que le daban para poner gasolina a la moto y recorrer toda la comarca: "¡me sentía feliz, libre por los campos: vaciaba el depósito hasta donde llegase. Repostaba y volvía de nuevo." Hoy todo ha cambiado, las fábricas han cerrado, -cemento, harinas, celulosas- la gente se ha ido.
Pido la cuenta justo en el momento en que Ricardo recuerda que tiene que irse a votar. Me complace haberle servido de vía de escape, confío en haber resultado de ayuda y se haya serenado antes de plantarse ante la urna. Cierro con discreción el periódico y me quedo pensando en la película La mala educación, de Pedro Almodóvar.

Comentarios