Semana Náutica 2019: ¿Quies vasu, o vas sorbela?

“El día 26 de agosto, así despunte el alba, con el viento fresco del terral nos haremos a la mar buscando aguas abiertas”.

Ese fue el texto que convocaba a la tripulación para llevar a cabo la singladura a que estaban citados. Las expectativas eran excelentes: una semana por delante, una flota de tres barcos, las rías de Vigo, Pontevedra y Arosa; los puertos de Combarro, San Vicente do Grove, Riveira, Aguiño..., cervezas, música, chicas y mucho cachondeo a bordo. Apenas nada se cumplió. Afortunadamente. Como bien dice mi sobrino Martín: “el plan es, que no hay plan”.

Desde luego la salida no fue al alba. Hasta el día anterior había estado aparejándose el barco y aún faltaba meter y enfundar colchonetas, hacer la compra, subir al palo para instalar la luz de fondeo...en fin, tareas diversas que acostumbran a surgir a última hora y sin las cuales una navegación de placer resultaría incomprensible. Por fin soltamos amarras y escuchamos el ruido de estas al caer sobre el pantalán. Pocos sonidos despiertan tanta felicidad como aquel. La maniobra de desatraque rebela a la tripulación excitada y con ganas de pasar unas jornadas lejos del tráfago habitual de la ciudad y las comodidades. El viento es escaso pero suficiente para poner rumbo a la puesta de sol e ir conociendo a los compañeros de travesía. El rol de la Hispaniola lo conforman Martín y Santiago López, Ángel Miranda –en su bautismo náutico- y yo mismo. Los dos primeros son viejos conocidos de navegación y Ángel se rebelaría con los días un tripulante excelente, con disposición de ánimo increíble y simpatía desbordantes; haría de las jornadas pasadas en la mar una experiencia inolvidable para todos. Confío en que repita.

Jornada primera:

Poco a poco vamos dejando atrás la dársena del puerto y dando lentos bordos alcanzaremos la playa de Barra justo al final del día. Con las últimas luces echamos al agua el chinchorro y ponemos proa al bar-restaurante de punta Mexilloeira –razones sentimentales me llevan a llamarlo fondeo Espe, tal vez no tenga la misma sonoridad, pero allí me encuentro siempre en casa-. La lancha está habilitada para dos personas y embarcamos cuatro de modo que la risa está garantizada. El pequeño motor eléctrico nos deja fielmente en la playa y la primera ola casi consigue que zozobremos. Ningún percance. Olor a pinos y lirios salvajes desde la terraza del restaurante. El barco se muestra firme y orgulloso en el fondeo. Unos gin-tonic con el sol cayendo lento tras Cabo Home. Anécdotas, trabajo, deseos y finalmente, sólo el silencio y el ensueño. Después de veintiocho años viniendo, esta playa que la aplicación Google Maps define pobremente como "playa nudista rústica con pinos", no deja de sorprenderme y enamorarme más cada año que pasa: la ubicación al abrigo de la ensenada, las aguas color turquesa, el suave descenso entre los pinos, su única ola restallando de Oeste a Este, la fosforescencia del agua en verano –aquí llamada ardora; bañarse de madrugada es como hacerlo entre hilos de plata fina-, la arena dorada y, sobre todo, la actitud de las personas que acuden con asiduidad a pesar del complicado acceso, hacen de este un arenal único. Además, se practica el nudismo con absoluta naturalidad, sin estridencias -aquellos que lo desean, aunque son los menos, visten bañador- los cuerpos se muestran como son: jóvenes o viejos, atléticos o faltos de forma, la piel tersa de los niños o ajada de los mayores; todos bellos, todos naturales, todos espléndidos. Ya entrada la noche vuelta al barco entre carcajadas. El motor parece volverse loco y mantiene a la auxiliar dando vueltas sobre sí misma. Optamos por los remos poniendo de manifiesto una vez más que remar no es tan sencillo como parece. Embarcamos y preparamos la cena: fiambres, empanada, vino, queso...Bajo el firmamento limpio y estrellado las luces de la ciudad quedan ya muy, muy a lo lejos. Alguien solicita café pero la bombona parece haber claudicado. Tomamos magdalenas a secas, confirmando que navegar a vela, como vivir, es adaptarse. Nos dormiremos mecidos por el sonido que provoca la ola de la playa y aquellas que producen, ay, los barcos de la bajura faenando en la noche.

Jornada segunda:

Malas noticias. El día amanece cubierto de niebla densa pero en cambio la botella de butano parece haber vuelto a la vida; después de abrir la espita del gas, claro. Antes de preparar el café mi sobrino y yo nos daremos el primer baño de la travesía. El agua helada hace que se le quite a uno cualquier tontería de la cabeza. Intentamos darnos una ducha de agua dulce. En esta ocasión no llega el agua a la manguera, a pesar de que se escucha trabajar a la bomba -tras el desayuno descubriremos que bastaba abrir las llaves de paso de agua-. Mojaremos las magdalenas en el café observando en silencio la niebla que rodea la embarcación y apenas deja intuir la costa. Plan del día: desembarco y paseo por la playa hasta que la niebla despunte y permita navegar con seguridad. Un segundo baño ya en la playa deja ver los pies bajo el agua transparente. Rápidos braceos para sacudirse el frío, y a pasear. Echo de menos al perro pero en esta travesía he preferido dejarlo en casa, ya esta mayor para la incontinencia a que obliga el barco. Ponemos camino al faro que flanquea la ensenada mientras la niebla va poco a poco disipándose a medida que el sol comienza a calentar; rematamos en una pequeña cala desde donde observamos a los pescadores recoger las nasas preñadas de pocas nécoras y muchas estrellas de mar. Las gaviotas se lanzan sobre ellas con estridencia cuando las devuelven al agua para descubrir después que no son comestibles. Regresamos a la playa justo cuando la niebla parece haberse aclarado y una pequeña brisa comienza a rizar el agua. Abordamos el barco con presteza e izamos velas esperando que, aunque flojo, el viento consiga sacarnos de la ría. ¿Por qué navegamos en dirección contraría a la bocana si la salida es otra?, preguntará algún tripulante. Conviene explicar que se navega con el viento, no con el rumbo. Quien desee ir directo debe olvidarse de la vela. Finalmente alcanzamos la boca Norte de la ría de Vigo tras dos largos bordos; la Hispaniola comienza a cabecear feliz sobre las olas: Cabesa -en las rías abunda el seseo- do Cabalo a babor, la costa de la Vela y O Facho a estribor, los primeros arroaces -subespecie de delfines- acuden en manada a jugar con la embarcación, el ánimo de los tripulantes crece excitado al verse en aguas abiertas. Un ojo en el compás y el otro en el gps para tratar de evitar el bajo de Biduidos -piedras que velan, descubren con la marea-, Onceta y Ons en la amura de estribor cuando el sol desciende ya lento sobre el horizonte. ¡Hay otros mundos, pero están en este! Casi todo es incierto en una travesía de modo que el viento, como llegó se va. La previsión ya lo anunciaba y eso, es lo único cierto. Bastante hemos tenido dadas las circunstancias. ¡Gracias, Robert Fitzroy! Pondremos la vela de hierro -el motor- y continuaremos la ruta por fuera de Ons en una larga motorada, contemplando la hermosura agreste de las islas bañadas por la luz de poniente, desde su fachada menos amable. Cies va quedando lentamente a popa mostrándonos perfiles distintos al habitual. Ángel hace la tarde más agradable si cabe con su fuente inagotable de chascarrilos, anécdotas y ocurrencias sin fin, con su hilarante acento gijones, Santiago gobierna con destreza entre las olas y Martín guarda silencio, tal vez pensando si esta ola o quizás la siguiente serían adecuadas para surfear. Por mi parte disfruto de la felicidad propia, y ajena.

Llamada por la radio del barco a la Marina de Pedras Negras. Confirmación de plaza de atraque. Preparación de cabos de amarre y defensas de costado. Gestiones en puerto y por fin, ducha caliente. Navegar a vela tiene algo de infantil en la mejor de las acepciones: gestionar los recursos, el conocimiento del medio, conocer el andar del barco y sus limitaciones, los imprevistos, la capacidad de adaptación, la incomodidad, en pos de aquéllo que se desconoce. Cada hora que pasamos a bordo representa una vuelta a la infancia: los sentidos se exhacerban, las normas se relajan, los planes se modifican en aras de una suspensión del tiempo cotidiano, haciéndonos olvidar la docilidad que nos ha ido ganando desde que abandonamos la adolescencia. Y con ríos de adolescentes que vuelven con sus madres de un concierto en el mítico Náutico de San vicente, nos cruzaremos camino del restaurante. Ninguna cerveza sabe mejor que esta donde se comentan las incidencias del día. Ningún cielo luce tan espléndido como el de esa noche en la playa. Las constelaciones avanzan hacia el oeste mientras el faro de Ons perfora la oscuridad de la bahía y las luces de ayuda a la navegación destellan incansables, dando cuenta de los bajos que rompen en espumas siniestras. Ahora, cenados y aseados, se comprende mejor porque aquel rumbo, aunque directo a puerto, no era tan bueno como parecía desde el mar.

Una vez a bordo alguien solicita un café, "para coger el sueño "(sic). Esta vez la botella funcionará.

Jornada tercera:

Playa de Sálvora
Soltaremos amarras tras desayunar y arranchar el barco dejándolo ordenado y valdeado para navegar: "si cuidas de tu barco, él cuidará de tí", me dijo una vez un viejo marinero. Siempre tengo presente a mi mentor Juan Piñeiro, que en gloria este: espero navegue distraído por las aguas del más allá, entre risas y sesudas discusiones a bordo, una mano en los cabos y una cerveza helada en la otra. ¡Gracias por tu generosidad y paciencia infinitas!, una vez más. La brisa comienza a levantarse a la altura de las balizas de entrada a puerto. "Es insuficiente", comenta alguno. "No pidas intensidad al mar, porque te la dará", le replico. En efecto. Tras la virada a estribor el viento salta intenso y en un largo bordo tenemos ya Sálvora por la amura de babor. Propongo un vermú tras la maniobra de aproximación. En una hora estaremos en la ensenada de esa isla tan bella como desconocida. El rumbo nos da directo si pasamos entre el islote Noro y unos bajos por babor, pero el fondo no -la carta marca dos metros y la Hispaniola cala 1,70- mejor ser prudente y abrir rumbo para sortearlos por estribor: "así tendremos tiempo de mojar pan en el aceite de las agujas", miento. Son las decisiones incómodas las que hacen a un patrón. Tras comprobar que funciona el fondeo, largamos el ancla pegados a la popa de otro barco, entre los bajos. Debo explicar después que si nos pegamos tanto, es porque el viento nos separará más tarde tanto espacio como cadena hayamos soltado. Me costó mucho tiempo entenderlo y parte de mi labor es ahora, transmitirlo. Maniobra perfecta de desembarco. La tripulación se va afinando. Visita al antiguo pazo-museo donde se exponen viejas máquinas de labor de mar y tierra, y donde tiene su sede la gerencia del parque en esta isla. El guarda preguntará si he solicitado el permiso de fondeo. Respondo que no. "¡Pues sácalo!", me responde brusco. "¿El barco?, digo confuso. "No hombre, el permiso. Así nos quedamos tranquilos los dos". Una mancha en mi expediente. No será la ultima. Solicito autorización vía Internet. Tal vez lo más bello de navegar a vela es que no dejas nunca de aprender; entonces me digo por qué no comencé a los veinte años en vez de a los cuarenta. ¡Estaba a otras cosas! La vida son las decisiones que uno toma, no siempre acertadas. Bien es cierto que, cuando uno mira hacia la proa ve mucho mar ante sí, aunque, si luego vuelve la vista hacia la popa, descubre en la estela que lo ya navegado no es desdeñable. Yo pienso que vivir, es igual. Me reconforta escuchar a mi hermano haciendo de Cicerone con Ángel. Ya ha estado aquí en otra ocasión y recuerda con precisión la historia de la isla: estuvo habitada por diez familias de la vecina Riveira -en gallego se escribe así-, vivían plantando maíz y hortalizas, criaban cerdos, y cabras; completaban su dieta con labores de marisqueo. Entregaban la mitad de la producción al señor del pazo y cuando necesitaban herramientas y utensilios remaban hasta Aguiño o Riveira. Tal vez fuera una Arcadia feliz, tal vez no. Lo cierto es que la aldea está deshabitada desde hace decadas. En la era, varios hórreos restaurados con los nombres de María Fernández, Josefa Parada y Cipriana Oujo, muchachas de la aldea, recuerdan su heroica actitud durante el naufragio del buque correo Santa Isabel en los bajos de Pegar. Navegando a remo hasta los escollos y el faro -al otro lado de la isla-, con temporal, y de noche, lograron rescatar a docenas de personas. La más joven tenía dieciséis años. No puedo dejar de pensar en nuestros adolescentes. ¿Qué hubieran hecho en una situación similar?.
Cartel de la película sobre el naufragio 

El plan es hacer una paella a bordo al abrigo de Sálvora pero la tarde esta magnífica en cuanto a viento, temperatura y ola. Es una pena desaprovecharla cocinando. Izamos velas y arrancamos a navegar como posesos. Tomaremos bocadillos a bordo y alcanzaremos la isla de Rúa en apenas una hora. Santiago y yo debíamos saldar una deuda contraída el año anterior. Aquí nos quedamos sin viento y hubimos de arrastrarnos como lagartijas a pleno sol, para terminar encendiendo el motor. Hoy la circunavegaremos en dos rápidas maniobras para poner después proa al canal, ciñéndo a rabiar y buscando las balizas de señalización. Las alcanzaremos prácticamente al final de la jornada. Navegando entre ellas el viento escasea y los escollos se escuchan apenas a unos cientos de metros. Un ojo en la carta y otro en el timonel, observando que sea preciso y se ajuste al rumbo. Un error aquí, sin gobierno, podría ser fatal. Pasamos sin percances y viramos tras un rato buscando la bocana del puerto de Aguiño. No es muy grande. No hay puerto deportivo. El calado es suficiente. Fondeamos a distancia prudencial de la embarcaciones profesionales y echamos al agua el chinchorro. Provocamos sonrisas de desconcierto entre los marineros que apareján con celeridad para partir a los caladeros de Gran Sole, en busca de la apreciada merluza. Alcanzamos la escalinata repleta de cortantes mejillones y resbaladizas algas, en un atraque casi perfecto a popa de ellos. El problema surge cuando no nos ponemos de acuerdo para abandonar la lancha y todos queremos alcanzar tierra a la vez. El peso no queda bien distribuido, de seguro daremos que hablar a la tripulación que deja puerto tras nosotros en una maniobra impecable y rápida. Se alejan veloces por la bocana. Nosotros, en cambio, portamos el chinchorro como si fuera un féretro sin tener claro donde dejarlo. Optamos por "aparcarlo" en el carril bici, amarrado a un parking para bicicletas. Alguien sugiere sacarle un ticket de la hora. Cervezas y tapas en "Móncho o de Oslo". Martín no perdonará su hamburguesa con patatas fritas. ¡Allá él! La maniobra de abordaje se produce sin contratiempo alguno: hay pleamar y la lancha cuelga a medio metro de la rampa de varada. A la mañana siguiente descubriremos que el lugar por donde embarcamos -algo borrachos- está a tres metros del agua. En ocasiones la suerte, guía a los...osados.

Jornada cuarta:

Los compañeros madrugarán. Es su hábito. Yo remoloneo en el saco dejándolos hacer: ¡apenas son las siete de la mañana! Pero el trajín en puerto es ya muy intenso y molestas olas menean el barco a uno y otro costado sin cesar. Es la bajamar. Por la rampa de varada, entre nuestro fondeo y el muellle, los coches se alinean soltando planeadoras desde los remolques, como en la cola de un supermercado. Lo hacen con una habilidad pasmosa: largan una o dos embarcaciones dejándolas al pairo para no entorpecer la espera. Después saltarán de una a la otra y partirán veloces hacia las piedras del percebe. La marea es corta para ellos -y ellas, el número de patronas es reconfortantemente alto en una profesión hace poco vedada a las mujeres- y el tiempo apremia. Cuando apenas hemos tomado el último café están ya de vuelta con una buena saca de percebes y los neoprenos desabrochados y llenos de sal. Cumple ahora endulzar la embarcación y los trajes; partir a la lonja o los restaurantes para vender las capturas. Acuden amables a nuestras voces de llamada, dando avante y atrás como quién pasea por el parque una tarde de verano. Les consultaremos si puede desembarcarse en la hermosa Vionta: "imposible, totalmente prohibido". En la oficina de gestión del parque nacional Illas Atlánticas nos aseguran que basta solicitar el permiso de fondeo.

Mientras los compañeros "hacen" pan, cerveza y hielo tomo unas notas y observo a un barco de la merluza que parece haberse quedado rezagado. El armador -obeso, malencarado, desocupado- fuma y pasea por el muelle observando las últimas labores antes de la partida. La tripulación trabaja veloz en silencio: adujan cabos, recogen defensas, comprueban el motor, suben y bajan desde el puente con celeridad, alguno echará una mirada furtiva al velero, tal vez pensando en tiempos mejores. Dan atrás a la máquina con fuerza y desaconchan del muelle provocando corrientes que harán oscilar nuestro barco. Después, avante con celeridad para perderse con rapidez tras el malecón. No hay mujeres en el puerto, no hay niños, no hay pañuelos, ni despedidas sentimentales, no se levantan manos; ni siquiera un golpe a la bocina. El armador se meterá en su coche y se irá veloz a sus quehaceres. A los marineros les esperan dos días de travesía hasta los caladeros irlandeses.

Llega el chinchorro con las provisiones. El barco está listo para zarpar. Amarro la auxiliar en un candelero a popa y arranco el motor. Los compañeros arreglan sus cabinas y se ponen crema solar. La mañana es espléndida: brisa ligera y cielo raso. De pronto alguien llama la atención acerca de la lancha, miro hacia popa y observamos como ésta se aleja del barco llevada por la brisa. ¿Quién amarró la lancha?, pregunta mi hermano. No puedo ocultar que he sido yo, por tanto, al agua, a buscarla. Afortunadamente el viento la ha dejado en la misma rampa y es fácil cobrarla. Me amarran un remo a la cintura -¿habrán dejado de confiar en mí?- y a nadar. Esta helada pero cuando emerjo pongo cara de estar en un baño turco. Recuperamos la embarcación y la subimos a bordo entre el cachondeo de la tripulación. El viento da para izar la vela mayor a rumbo directo y así, ponemos proa de nuevo al canal. Barajamos la posibilidad de subir al hermoso puerto de Corrubedo pero es pequeño, con poco abrigo y no tiene duchas. Entramos de nuevo en Arosa. Desde el canal veremos Vionta a estribor: una corona de arena blanca que refulge al sol de la mañana sobre una testa de lirios y yerba ruda, rodeada de agua transparente y fuerte olor a sargazos, hogar del Pirlo Bulebule, Píllara Riscada o Virapedras -¿no son preciosos estos nombres?-... Una pena.

Ya en la ría y con viento flojo decidimos hacer nuestra paella en o Areoso, hermoso islote cerca de la Illa de Arosa. Nos adentraremos en los polígonos del mejillón para percibir que, aunque el viento es escaso, la embarcación avanza y es un juego de pericia navegar entre las bateas. Las cervezas, las latas de conserva y los frutos secos se suceden entre risas y anécdotas. Ángel cuenta aquella descacharrante que da título al artículo: estando en una ocasión camino de "la nieve" -toda mi tripulación esquía- pararon en un pueblo asturiano a tomar una cerveza. Ángel pidió una Mahou y el mesonero respondió "¿quiesvasuovassorbela?" (sic). "No sé, una Mahou... ¡La que tengas!, negoció Ángel sin acabar de comprender. "¿Qué si quies vasu o vas sorbela?", insistió un poco más despacio el primero. "Ponme un vaso, por favor", acabó por comprender este. Entre las carcajadas generales y las olas de una embarcación turística, por poco no dimos contra una batea. Dando bordos ligeros conseguimos llegar al fondeo de o Areoso. Un poco decepcionante. Todos los barcos, motos acuáticas, piraguas y demás artilugios flotantes se habían dado cita allí esa tarde. Pero la paella es un imperativo. La carne se estropeará si no y Martín quiere exhibir sus dotes de cocinero en circunstancias extraordinarias. Encendemos la barbacoa y esperamos un buen rato a que las brasas cojan temperatura. Al final hubimos de rematarla en la cocina de gas y, honestamente, no estuvo mal. No hay mejor aliado que el hambre en estos casos. Baño en la isla, siesta en proa o unos lances con la caña de pescar. Cuando la marea comienza a bajar y las rocas son ya muy visibles en proa izamos el fondeo y tratamos de navegar hacia el puerto de la Illa de Arosa. La carta lo pinta perfecto pero una vez allí lo que observamos es un montón de "galeones" -barcos que faenan en las bateas- y un puerto deportivo, en construcción. La noche se echa encima. Hay que tomar una decisión rápida. Tras una consulta breve caeremos en la cuenta de que el puerto más próximo es Cabo de Cruz, en Boiro, al otro lado de la ría. A toda máquina hacia allá. Llegaremos una hora después tras "esquiar" con precisión entre bateas y balizas intermitentes. Atraque, oficina, ducha y cena. Mientras relleno los papeles observo al marinero quejarse de su brazo izquierdo. "¿Un mal día?", pregunto cortés. Me contará que un barco de gran eslora ha tenido problemas en el atraque y se ha visto obligado a tirar de los cabos más de lo debido. "A miña idade hay cousas que...", deja la frase en el aire. La gente se gana la vida.

Jornada quinta:

Tras el desayuno un paseo por el puerto y vuelta a la Hispaniola. El día asoma perfecto, brisa ligera que subirá con el calor del mediodía y ni una nube bajo el sol. Lentamente nos alejamos de Cabo de Cruz y cuando queremos darnos cuenta quedará muy a popa. El corazón navega un poco encogido pues hoy es el final de la travesía. Razones laborales reclaman a Santiago en Asturias. Por mi parte ninguna objeción, ya es bastante que haya podido venir. Pasado el mediodía alcanzaremos de nuevo Rúa por babor y la ensenada de Palmeira por estribor, por donde callejeamos entre bateas ganando rumbo poco a poco. El siguiente bordo nos llevará a o Grove donde "haremos" el vermú. Afortunadamente. Ya que en el siguiente bordo, con la proa mirando hacia Sálvora, una densa niebla comienza a rodearnos poco a poco hasta estar metidos en ella hasta las trancas. Ropa de abrigo, un ojo en el compás y el gps en la mano; un hombre en la proa ojo a vizor. Las balizas de señalización van apareciendo tal como indica la electrónica a muy poca distancia de donde el barco navega. Aún con todas las previsiones, un pesquero surje de pronto por la amura de estribor a toda máquina. El nos ha visto a nosotros pero nosotros no a él; eso es siempre desasosegante. La navegación, aunque lenta, prosigue. En ocasiones quiere abrirse un claro pero de inmediato se cierra de niebla otra vez. Una vez alcanzamos la boca sur hacia Vigo aparece de pronto una embarcación por el costado de babor. Se queda parada dos esloras tras nuestro barco y, ante la perplejidad de todos, un marinero haciendo bocina con la boca preguntará, "¿lleváis gps?. Respondemos que sí. El marinero se llevará la mano a la cabeza en señal de saludo y desde el puente uno de sus compañeros gobernará la lancha hacia atrás con gran destreza. Como aparecieron se van rápidamente entre la niebla. Se trata del Servicio de Vigilancia Aduanera. Doy por hecho que, de haber estado perdidos nos hubieran echado un cabo o guiado hasta el puerto más próximo. Reconforta saber que nuestros impuestos son útiles en ocasiones.

El viento cae definitivamente y hemos de arrancar el motor. Consulto el plan con la tripulación y estamos de acuerdo en buscar el puerto más cercano. Ya es media tarde y la niebla no levantará, es seguro. De manera que la vida se manifiesta de nuevo trastocando los planes y concediéndonos un día más de navegación. Hubiera sido una insensatez continuar la travesía con esa tarde. Nos aceraremos de nuevo al puerto de San Vicente dando cuenta de la botella de ron y cantando a voz en cuello viejas canciones de Rod Stewart. Ni aún en las balizas roja y verde de entrada al puerto se disipará la niebla.

Jornada sexta:

Me despierto en el saco y mientras miro al techo de la cabina -estoy sólo de nuevo, la tripulación es especialmente madrugadora, ¡y discreta!- pienso en la jornada de ayer: lo ruidosos y superficiales que eran los vecinos de mesa durante la cena, el abordaje de Aduanas, la niebla...Recuerdo que cuando el SVA vino a ofrecernos ayuda, Ángel se encontraba en la cabina hablando por teléfono. Un amigo había sido operado esa misma tarde, dos stench en sendas arterias. Todo había ido bien. Pienso en el marinero de Cabo de Cruz arrastrándose como puede hacia la jubilación, en los que han partido a Gran Sole, en los percebeiros...Mientras, desde el barco de al lado, una radio un poco alta de más comenta la imposibilidad de alcanzar gobierno y la posible repetición de elecciones. La vida nos corta la proa a nuestro pesar. Dan ganas de poner el barco al oeste y perderse mar adentro.

Pero hoy el día está de nuevo radiante y la previsión es de fuerte viento del norte. De la niebla no queda rastro y tenemos una buena cabalgada hasta Bouzas. Excelente. Así llega la tripulación, nos hacemos a la mar. Velas arriba y rumbo a Ons. La travesía seria más corta pegándose a la costa pero los escollos son más y el viento escasea. No. Iremos hacia Ons. Saldremos ría afuera y navegaremos con viento fuerte y ola de costado. Una nueva variable para los tripulantes y un motivo de regocijo añadido: a fin de cuentas hemos venido a navegar y este día es una "bola extra". Saltamos entre las olas levantando espuma por la proa y alcanzando picos de velocidad impensables para este barco: 6, 6.5, 6.9 nudos de velocidad, que quizá no representen mucho para otros, pero la Hispaniola es una dama con 2.5 TRB y se clava en el mar metiendo la regala en el agua con alegría. Tiene un andar lento y sabio que, una vez se mete dentro de uno -lo hace de hecho, acompasado el sentido del equilibrio a su marcha- es imposible olvidar. Jugamos entre las olas, negociándolas para tratar de que no pongan el barco proa el viento y nos dejen sin gobierno. Una vez alcanzamos los escollos de la isla, viraremos tierra adentro, hacia la ría de Pontevedra, para virar de nuevo más tarde hacia Cies teniendo la Cabesa do Cabalo como referencia en la proa. Evitar otra vez los bajos de Biduidos y entrar en el canal de la ría de Vigo dejando una amplia estela a popa, se convierte en un juego de niños cuando el viento es intenso. Y es que en eso consiste navegar, en jugar sin medir el tiempo, recobrando la inconsciencia de los niños, haciéndo de ese pequeño mundo que conforman las rías y sus accidentes todo un universo en el que sentirse por unos días, puestos a prueba, expuestos, con la única ayuda de nuestros sentidos, inteligencia y coraje. Así ganaremos la ensenada de Barra de nuevo, entrando en ella con solvencia hasta alcanzar fondeo Espe como si no hubiésemos hecho otra cosa en toda la vida. Se agolpan las sensaciones. De un lado percibimos que la travesía va llegando a su fin, de otro nos sentimos enardecidos por haber superado los diversos contratiempos que la navegación nos ha ido imponiendo. Desembarcaremos para comer en Punta Mexilloeira donde Martín no perdonará su hamburguesa con patatas fritas. Deberíais haber visto su cara cuando le dijeron que sí, que tenían hamburguesas, aunque se la pusieran en pan de barra. Este es un restaurante modesto, ¡y único!. De nuevo a bordo trataremos de izar las velas para alcanzar Bouzas navegando. La driza de la mayor se ha averiado así que usaremos sólo el génova. Hay que crecerse ante los contratiempos, aunque no es lo mismo. Llegados al centro de la ría el viento escasea y arrancaremos el motor. No es una arribada gloriosa pero, es lo que hay. Llegados a la dársena del puerto nos invade cierta sensación de melancolía que rápidamente será olvidada. La tripulación tiene prisa por ponerse en carretera y llegar a su destino. No se lo reprocho. De vuelta al pantalán para recoger y endulzar a la Hispaniola percibo como, al caminar, osciló lentamente a un costado y otro. Y es que llevo el barco dentro. Espero que a ellos les pase lo mismo. ¡Hasta la próxima tripulación!

Nota: en esta travesía ha habido un quinto tripulante que, aunque no navegó, si estuvo permanentemente a bordo en forma de trabajo ejemplar. Gracias Manolo por tu buen hacer y paciencia. Pilar Mourín colaboró en el pintado de la regala dejándola como nueva, espero que dure. ¡Nos desquitaremos!

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