Tramo 1, etapa 15, Camino del Cid, el destierro: Retortillo de Soria—Atienza

Retortillo de Soria es una población grande para lo habitual por aquí, en cambio, salvo una residencia de ancianos que hay en la carretera, apenas se ve gente. Los viejos que están en mejor forma salen a pasear un rato al sol, delante del edificio. Me viene a la mente la idea de un doble encierro. Enseguida la abandono. Comienzo a subir la cuesta que conduce al alto de la Carrascosa y debo detenerme antes de alcanzar la cima: un bajón energético que enfrento con unos frutos secos y agua. Me saluda algún coche que pasa por la carretera que conduce a Miedes de Atienza con lo que me parecen muestras de cariño. Apenas vienen turistas y menos a pie, de modo que cualquiera que se interese por la ruta es bienvenido. Lo agradezco levantando el sombrero. Ya en el alto leo las pintadas que hay en la carretera, recientemente ha pasado la Vuelta Ciclista a España; un vecino me mostrará orgulloso las fotos que hizo al paso de los ciclistas. Desciendo el puerto por un barranco precioso, una senda local encajonada entre las peñas por donde la multitud de caminos que hacen las ovejas buscando los pastos, podría confundir fácilmente al caminante; no es así, gracias a la gran labor de señalización que realiza Camino del Cid. A los ciclistas los conducirán por la carretera, no es de extrañar. Entro en Miedes por las huertas donde recibo un saludo cordial de los altos y frondosos nogales que las habitan. Cada vez estoy más convencido de que los árboles nos hablan, sólo hay que disponer de tiempo para escucharlos. Ya en el pueblo asisto —involuntariamente— a una riña conyugal a propósito de unos tomates: "¡claro, tú crees que con abonarlos, plantarlos, regarlos y recogerlos, ya está todo hecho!", dice la buena señora. Al marido apenas se le oye rezongar al fondo. "¡Pero algo habrá que hacer con ellos!", vuelve a la carga. "¡Juan al menos, los vende!", insiste la señora. Su pareja apenas articula dos palabras. Me pregunto cuantos tomates le habrá metido en casa. Yo voy del hombre: ¡haga salsa, señora!, pienso. En el bar Moreno solicito una cerveza a la chica que atiende la barra, es joven y lleva una camiseta estampada con la leyenda "You are not the only one", eso espero. La clientela, como en muchos pueblos del entorno, la componen búlgaros, rumanos, ucranianos...y locales. Todos bien avenidos. Esto parece la ONU, me dirá un parroquiano después. Hablan un castellano perfecto con acento grave y leve seseo, muy pintoresco. En el bar, las señoras comentan entre ellas acerca de la presentadora de la televisión autonómica: "¡pues mira que maja, que jaquetona!. ¡Siempre las ponen tan delgadas!" En efecto, esta señora luce espléndida: madura, anchas caderas y pecho prominente, se mueve ante la cámara con solvencia y elegancia. No había querido decir nada, pero como lo mencionan, lo suscribo. Con pereza pongo ruta al camino, aún queda un buen trecho hasta Atienza. Ya a las afueras de Miedes observo a dos cuervos que persiguen a una rapaz sobre los álamos, junto al riachuelo. Llevan varios minutos haciéndolo entre graznidos por lo que supongo que la rapaz lleva una presa en el pico o las garras. Se une un tercer cuervo y, entre todos, consiguen que la primera suelte su captura. Las garras no siempre vencen al talento.
Atravieso ahora una llanura donde observo una manada de caballos que da cuenta de la hierba fresca, rodeados por un pastor eléctrico —¿sería así Argos?, "criadora de caballos", según la Odisea—. En las pequeñas marismas que anegan el río Salado, sobre un puentecito, orino mirando al campo —por lo que sé, es algo común entre los caballeros, ¿símbolo fálico?, ¿incontinencia urinaria?—. En Romanillos de Atienza almuerzo en un banco de la plaza mayor. Se trata de un banco tablero de ajedrez que ha dispuesto la junta de Castilla la Mancha, lo veré en otros pueblos. Ignoro si será muy usado, desde luego no en otoño, aquí no hay nadie, y me va fatal porque el mechero se ha agotado y quisiera fumar un cigarrillo. Veo moverse una cortina y escucho voces infantiles en una casa. Me acerco a preguntar y sale una anciana que cuida de un chiquillo, le explico: "no, no tengo", responde lacónica. No es cuestión de insistir así que me aguantaré hasta destino. Ya camino de Atienza atravesaré un largo y frondoso pinar. La paz, la quietud, el olor, el viento susurrando entre las copas de los pinos, me harán olvidarme de fumar. Mi suegro decía que muchos de los pinares de la zona habían sido plantados en los años cincuenta. La miseria de los pueblos había llevado a las autoridades fascistas a concebir la idea de que reforestando podrían dar ocupación y alguna paga a la gente. Los pinos no producen nada —¡salvo aire limpio!— su madera no es buena para la lumbre, ni son resineros, ni sus suelos son aptos para el pasto y tampoco se explotan como madera. El fin último era tenerlos ocupados. Plantaban en febrero, con un frío de muerte: "las manos se llenaban de sabañones y el pico apenas penetraba en la tierra helada", me contaba con aprensión. Cuando atravieso estos parajes pienso en él y en su generación: en las casas, cabañas, tenadas, cercados, caminos, sembrados... Etc. Todas hechas a base de fuerza humana, necesidad y coraje. Eran de otra pasta.
Atienza aparece de pronto entre los últimos pinos, tras una suave pendiente que conduce a la carretera de acceso. Desde allí se comprende perfectamente el enclave de aquella que llamaron los infantes de Carrión en el Cantar "una peña muy fuerte": por lo bien enclavada y protegida por los moros a su paso, viniendo de Corpes. ¡Así la evitaron!. Se alza sobre un roquedo que domina toda la comarca muchos kilómetros alrededor. Nada escaparía a su vista en tiempo de paz y guerra. Antes de entrar al pueblo veo a poniente una estampa bellísima: tres corzos pastan a lo lejos sobre un campo, al fondo unos rayos de sol se filtran "divinos" entre las nubes que cubren el alto de Prado Rey. De no ser por las antenas que se adivinan sobre el alto, nada parecería haber cambiado en los últimos mil años. La base de la colina que sustenta el castillo de Atienza se muestra colosal y sobrecogedora. No es difícil imaginarla coronada de armas, hombres y máquinas de guerra. Si después de caminar tan sólo treinta kilómetros me dicen que tengo que tomarla, me habría muerto de miedo. Aquellos soldados caminaban bastante más y al final de la jornada les esperaba un enfrentamiento donde, lo más probable, es que perdieran la vida. Colina arriba pongo rumbo al bar, junto al ayuntamiento de esta bella y noble ciudad medieval, hoy olvidada. Ante una jarra de cerveza con limón, que me sirve solicita la camarera ucraniana, dejo la mente vagar mientras estiro las piernas para combatir los calambres.

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