Tramo 2, Camino del Cid, tierras de frontera: Congostrina-Naharros

Congostrina en fiestas. 
Las calles de Congostrina están desiertas a las 12.00 de la mañana -el reloj de la plaza marca, en cambio, las 6.30; no está claro si de la mañana o la tarde-, sólo los gatos transitan a docenas por sus calles. Leo los bandos en el ayuntamiento: “por higiene y seguridad se ruega que, en temporada de verano, limpien las fincas ante la previsión de posibles incendios”. Congostrina es bonito, serrano, el aire huele a frescor y el agua de sus fuentes sabe a gloria, pero esta mañana de principio de otoño no puedo decir nada acerca de sus habitantes, no los he visto. En los paneles informativos de la plaza se nos cuenta que don Diego de Vivar -hijo del Cid- fue su primer alcalde hasta su muerte en la batalla de Consuegra.

Ya en camino hacia Hiendelaencina atravieso un paraje entre robledales, encinares y bosque bajo. La senda está correctamente señalizada, aunque hoy la transito al revés, de destino a origen. He de estar atento, pues las marcas suelen estar en el sentido contrario al que llevó. Llama mi atención el uso inteligente de los materiales empleados en las construcciones tradicionales: cercados y tenadas se levantan aquí con lascas de pizarra que el hielo desprende cada invierno de las rocas, las hay por millares. La disposición de las piedras en los cierres de las fincas es un prodigio de ingenio y sabiduría popular, haciendo de la necesidad, virtud; logrando un paisaje armónico. A través de un congosto -desfiladero entre montañas- discurre el camino, tal vez de ahí el nombre del pueblo de partida. Una vez en Hiendelaencina reparo en las edificaciones a la entrada del pueblo que miran al barranco, son multitud y se mimetizan con su entorno: puentes, cercas, cabañas, viviendas, caminos de piedra, ... en desuso. En favor de las modernas naves de chapa y bloque. El pueblo, en lo alto, no tiene gracia alguna. A las afueras, sobre una colina entre la vegetación de retamas, los buitres y el sol han blanqueado varios cadáveres de ovejas, contraviniendo la norma que prohíbe abandonar animales muertos en el monte. Me guardo una vértebra que hará de porta lápices sobre la mesa de trabajo.

Tras un par de horas y algún que otro error, llegaré al famoso robledal mencionado en el Cantar:

En el robledal de Corpes entraron los de Carrión,
las ramas tocan las nubes, muy altos los montes son
y muchas bestias feroces rondaban alrededor
...


Sigan todos adelante, que luego irán ellos dos:
esto es lo que mandaron los infantes de Carrión.
No se quede nadie atrás, sea mujer o varón,
menos las esposas de ellos, doña Elvira y doña Sol,
porque quieren solazarse con ellas a su sabor.
...
Escuchadnos bien, esposas, doña Elvira y doña Sol:
vais a ser escarnecidas en estos montes las dos,
nos marcharemos dejándoos aquí a vosotras,
y no tendréis parte en nuestras tierras del condado de Carrión
”.

El lugar invita más al solaz que al escarnio. La treintena de robles con buena sombra y agua fresca que la junta de Castilla la Mancha -o tal vez los vecinos- ha dispuesto a la salida del pueblo, conforman un lugar bellísimo. No puede decirse lo mismo del pueblo homónimo. Es como si hubiera quedado estigmatizado por el terrible episodio del Cantar y no hubiesen logrado, después de mil años, reconducir la situación. Excepto algunas viviendas y algún camino entre las casas, este presenta un aspecto caótico y desordenado: viviendas levantadas con materiales diversos, muchas sin enlucir, otras en ladrillo visto -¡junto al ayuntamiento!-, algunas se alzan enormes, arrogantes, feas, junto a modestas cuadras con corral cargadas de historia y sensibilidad. Quizá debieran advertir en Corpes que sólo se trata de literatura, no deberían cargar con esa pesada losa que el poema les legó. Si acaso, en su propio beneficio y belleza.

Me interno de nuevo monte arriba camino de la Miñosa, último pueblo de la etapa antes de llegar a Atienza, a lo largo de la pista forestal que discurre sinuosa por la ladera, pinares replantados y monte bajo. Ya en el alto, tras algún titubeo y vuelta atrás, la pista discurre entre encinar y robledal. Al asomarme a una curva me encuentro frente a una pareja de lobos que, afortunadamente, huyen de mi presencia para internarse de nuevo en el bosque. No obstante, recorro el resto del camino con cierta aprensión mientras diseño en mi cabeza un plan alternativo: por si cambian de opinión y deciden hostigarme. Concluyo que me falta valor para enfrentarlos con el cayado. De vez en cuando miro atrás buscando lobos y adelante buscando árboles a los que subirme. O me paro y fotografío sus huellas aún frescas sobre el barro.

Una vez en el alto del que parte el Barranco de los Borrachos me paro a descansar ya con la Miñosa y Atienza a la vista. Me felicito, aún me quedan dos horas de luz. A mi espalda colmenas vídeo vigiladas e identificadas mediante señal GPS. Pienso en el Cid y su mesnada recorriendo estos lugares siglos atrás, cabalgando erráticos hacia la ribera del Jalón, tal vez divisando a lo lejos patrullas árabes como la que él comandaba. Teniendo la certeza de que si se avistaban, más pronto que tarde habrían de entrar en combate, con resultado incierto y en tierra de nadie; ¡qué pensarían ellos, qué estremecimiento recorrería su espalda, qué retortijón sus tripas! Continúo camino a la derecha como indica la marca GR -Gran Recorrido-. Mal. La marca no quiere decir cambio a la derecha, como compruebo mientras escribo este relato, sino “cambio brusco de dirección”: a derecha o izquierda debe decidirlo el senderista y corregir después de una distancia prudencial si no se estaba en lo cierto. Yo no lo hice en esta ocasión y a punto estuve de pagarlo caro: acabó por hacerse de noche entre matorrales y barrancos poco transitados, para llegar pasadas las 21.00 horas a Naharros donde esperaba Rita con cara de pocos amigos. Bendita Sea.

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