Tramo 1, etapa 14 bis, Camino del Cid, el destierro: Berlanga de Duero—Retortillo de Soria

Repito esta etapa tras haber errado en el primer intento. Y a fe que lo hago de buen grado. Así la termino, me alegro de ello. Podría habérmela saltado, ¿A quién le importaría?, ¿Quién habría de enterarse? ¡Yo! Me siento exultante y temeroso a la vez cuando voy dejando atrás Berlanga: la condición física no es la misma que en el verano, el pecho se resiente —he vuelto a fumar— y Cody no me acompaña esta vez. A media hora de camino alcanzó la intersección donde la otra vez me perdí. El día está despejado y desde una loma divisó la imponente fortaleza de Gormaz al noroeste. ¡Qué escenario! Sobre los campos, junto al Duero, enclavada en lo alto de una enorme peña, se alza esta mole fortificada que ambicionaron ambos ejércitos. No en vano desde ella se tenía el control de la divisoria entre reinos. Dejando el barranco a mi derecha sigo las indicaciones del camino —perfectamente señalizado—, no sé qué pudo ocurrirme en la ocasión anterior para extraviarme —tal vez buscaba más aventura de la que ofrece el camino—, e internarme en un delicioso bosque de pino, carrasca y sabina. La senda discurre a la sombra, tapizada por blandas agujas del pinar, los repechos son ligeros. Desde el alto contemplaré el paisaje y comenzaré el suave descenso entre barbechos y sembrados de girasol hacia Brías. Se ha formado una tormenta que ruge a lo lejos hacia el este: hermoso contraste entre el amarillo de los campos y el gris en el cielo.

Una vez en Brias, su único habitante, parece esperarme a la entrada del pueblo. Le cuento mi destino y recuerda que él, en su juventud, también hacía la ruta a Retortillo —veinte kilómetros— allí dormía sobre una tabla y volvía al día siguiente. Quería ser guardia civil y se preparaba para ello, pero no le cogían por la estatura —mide lo mismo que yo—, "hoy parece que no importa tanto", le digo. Se marchó a Éibar para hacerse cartero urbano, pero apenas le pagaban cincuenta pesetas, así que se volvió al pueblo. Se casó con su vecina: "nos conocíamos desde niños, puerta con puerta". ¡Estaba de ser!. Marcharon a Barcelona y hasta hoy. Ha pasado el verano en el pueblo y aguantará hasta los Santos: "para ir al cementerio", asegura con melancolía. Percibo que allí descansa ella.

Continuo camino hacia Abanco apenas a dos kilómetros, cuando me sorprende la tormenta: gruesos goterones y ráfagas de aire intensas que enfrían el cuerpo cálido de sudor. Temo resfriarme. Mientras me pongo la camisa de abrigo un corzo sale ladrando -¡los corzos ladran!- de una mata próxima y me da un susto de muerte. Veré varios a lo largo del día. Me sorprende gratamente el pueblo de Abanco: armonioso, pequeño y bien cuidado. Una gran iglesia con heráldica dedicada a San Pedro mezcla estilos románico y barroco; un imponente palacio frente a ella primorosamente restaurado. Ambos están cerrados.

En ruta a Torrevicente caigo en la cuenta de que me une al camino una línea sentimental en la que no había reparado antes: mi suegra era de la Gallega (Burgos), próximo a Santo Domingo de Silos. Mi suegro de Barcones (Soria), en la misma frontera, tierra de nadie durante siglos. En Almenara (Castellón) viven los tíos de mi mujer. A todos los llevó la despoblación y el desarrollismo de los años sesenta a lugares donde la vida era más fácil. También en el siglo XI se movían pueblos enteros o se estimulaba la colonización mediante fueros o exención de impuestos para repoblar tierras conquistadas. Nada cambia, sólo los modos. Pienso que, tal vez, todo sea producto de mi imaginación y esa supuesta línea emocional que une el Camino del Cid y mi pasado no sea más que pura casualidad. Pero así se anda el camino, asaltado constantemente por pensamientos que, en ocasiones, se vuelven inconfesables, pero acompañan tanto o más que las botas o la mochila.

Entrando en Torrevicente, sobre lo alto del barranco, divisó a un pastor a lo lejos. Él ignora que hago allí, yo ignoro qué hace él, no hay ovejas alrededor; la situación es incómoda, no en vano somos los dos únicos habitantes de esos dos kilómetros cuadrados según reza la estadística, el otro noventa y nueve por ciento habitan en Soria capital y otros lugares. Le consulto la ruta hacia el pueblo, me indica, así rompemos el hielo. Una hora más tarde me localizará con precisión mientras descanso al final de la aldea deshabitada. El río baja sin agua a pesar de estar encajado en una profunda garganta. El pasto es fresco y se crían corderos de buena fama según indica el cartel turístico de la entrada. También que aquí murió Galib, suegro de Almanzor —el Cid musulmán—. El otro cartel, el que da la bienvenida al pueblo —artísticamente labrado en madera— lo hace en silencio, no hay más vecinos que aquel con el que me he cruzado: "en agosto hay mucha gente, vienen familias de todas partes. El pueblo se llena de críos con sus padres. En el bar arreglan el país y después se van", argumenta con cierto pesar. Continúa a lo suyo, yo a lo mío.

Siete kilómetros más y estaré en Retortillo. Me cuesta levantarme, todas las costuras de mi cuerpo se resienten. Me alegro de que no haya gente para verme en este estado lamentable. A los doscientos metros todo fluye, la articulaciones se encajan y los músculos se estiran, sólo las botas —me he puesto unas que no me van y me están matando los pies, pienso en tirarlas así finalice— me hacen padecer. En cambio el camino es delicioso, atraviesa el río por varios puntos y discurre a la sombra de altos sauces y alisos, alfombrado por una senda de hierba verde que da la sensación de encontrarse en Asturias o Galicia. En los altos, pelados páramos, los que se divisan desde la carretera, a poco que uno se salga e interne en los caminos, sorprende el verdor de las veredas o las sendas entre los campos. Llama mi atención una construcción entre los álamos casi comida por la vegetación. Cuando me acerco reparo en que es un molino: la represa para el agua, la muela y el rotor me lo confirman. Pienso en Rodrigo de Vivar, le llamaban "maquilero" en la corte, con desprecio, pues su padre poseía molinos que explotaba y él heredó. Su pericia para la caza le hizo entrar en la corte del infante don Sancho y, bajo su protección y formación, unidas a su arrojó y capacidad para el liderazgo comenzó a labrarse su leyenda. No fue fácil, hubo de vender su hacienda para dotarse de armas y mesnada con que acudir al sitio de Barbastro junto a Muqtadir —rey moro de Zaragoza—, la empresa resultó provechosa, pero podría haber perdido sus bienes, y la vida. Esos eran los tiempos.

Ya en Retortillo me siento feliz. He finalizado después de todo. Busco el bar con ansia: necesito una cerveza y hablar con la parroquia. Ni lo uno, ni lo otro. Los dos bares están cerrados y la calle sólo la pueblan los gatos. Agua y frutos secos en los bancos junto a la iglesia hasta que llegue la caballería: Rita ha quedado en recogerme a las ocho.

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