XIV Encuentro de Embarcaciones Tradicionales de Galicia
Cuando uno llega a la Guardia
(Pontevedra) una mañana de verano
con cielo raso y viento fresco, las gaviotas graznando alborotadas sobre el
puerto y el salitre penetrando intenso en los pulmones a cada bocanada, se
siente agradecido a la vida. La imagen del pueblo desde lo alto: los brazos que
conforman el malecón y abrigan la ensenada de las nortadas del verano y las
borrascas del invierno, el conjunto abigarrado de tejados rojos que caen en
desorden hacia el mar y los altos montes que lo circundan, comprende entonces la
audacia del hombre al asentarse en un lugar inhóspito y pobre en recursos que
deben arrancarse al mar o la tierra con esfuerzo y coraje. Aquí nada se regala.
Durante casi tres mil años – desde sus antiguos moradores castreños hasta hoy- han
peleado con la dura climatología, la escasez de alimento que la tierra ofrece
-apenas mijo- y los bivalvos que extraían de los pedreros en la costa. Han
dejado constancia de ello en los grandes “concheiros” que aún se estudian en
los asentamientos “castrexos”.
En el programa del XIV Encuentro
de Embarcaciones Tradicionales de Galicia figura una visita al
castro. Desde allí se disfruta de una excelente vista de la costa hacia el
norte o el magnífico estuario del río Miño, hacia el sur. El castro de Santa Tecla no deja nunca
indiferente: la ubicación en lo alto del monte con el mar infinito al frente,
la abrupta costa rompiendo a los pies, la abundante vegetación que uno imagina en
tiempos cubierta de bosques -no eucaliptos, estos llegaron más tarde desde
Australia- y llena de jabalíes, la disposición aparentemente caótica de las construcciones,
o la perfecta situación del conjunto al abrigo de las peñas y el monte. Comenzó
su decadencia en el siglo I d.c. con la llegada de los romanos y las nuevas
vías de comunicación que abrieron hacia otros lugares de la península. Además,
un cambio climático hizo bajar las temperaturas al menos 10 ºC durante ese periodo,
de modo que los habitantes originales terminaron por asentarse en la falda del
monte que hoy constituye el pueblo. El castro no se abandonó nunca del todo
pero se dedicó a tareas de vigilancia dada su posición estratégica. La distribución
de las casas que semejan cierto caos si se observan por vez primera no es tal,
más bien al contrario, lo que predomina es un orden estricto que es necesario
saber leer. Los grupos familiares se establecían escalonadamente sobre la
ladera, juntando varias estructuras donde convivían con animales y enseres. En
general, las edificaciones de tipo circular sin acceso o “puerta” eran graneros;
a ellos se entraba a través de una escalera de madera o piedra discontinua para
que los roedores no se comiesen el grano. Las edificaciones de tipo
cuadrangular y con acceso solían ser cuadras: ovejas, alguna vaca, gallinas,
cabras, cerdos…, de todos ellos se han encontrado huesos en las diferentes
excavaciones. Las construcciones circulares con acceso en escalón y techumbre -esta
ha desaparecido, lógicamente- conforman las viviendas. Lo que determina que
fuese o no vivienda es el hecho de disponer de una tosca cocina de piedra en el
centro. En ella viviría toda la familia en una estancia única: el humo que producía
la cocina y escapaba por el entramado de paja del techo, a la vez ahuyentaba
moscas y mosquitos, o disimulaba malos olores. La higiene no era muy habitual.
Se dormía y hacía vida en común alrededor del fuego.
Ya en el museo (Masat) pueden comprenderse mejor el tipo de intercambios
comerciales que se llevaban a cabo, con fenicios primero y romanos después. Abruma
pensar como navegarían costeando desde su base más próxima en Cádiz, y aun desde la costa fenicia (hoy Líbano) hasta allí. Intercambiaban vino o aceite
por carne, mijo (el maíz llegó más tarde desde América), trigo o cebada, además
de estaño y pieles (abundantes en la zona). En el museo se muestran restos de intenso
comercio con los romanos; una vez estos impusieron su forma de vida comenzaron
a circular monedas, cerámica sigilata o cristal, muy apreciado entonces; las
decoraciones en piedra son abundantes y la orfebrería, especialmente en forma
de torques, de factura extraordinaria. Desde lo alto del monte, sobre un
mirador a tal fin, se comprende la dimensión de todo el entorno: en una vista
panorámica abarcamos la desembocadura del río Miño y la costa de Portugal, la
costa gallega y el mar inmenso al Oeste, destino futuro de tantos gallegos
durante el siglo XX.
Otra de las visitas que promueve el Encuentro de Embarcaciones Tradicionales, a través
de la colaboración con el concello de la Guardia es la visita a las salinas romanas de O Seixal; ubicadas al sur
del pueblo, junto a la senda litoral que se dirige a Camposancos, estas
antiguas salinas recientemente excavadas formaban parte, junto con las de Vigo,
de una amplia red que abastecía al Imperio Romano para la industria de
salazones. Hacia el norte, junto a la senda que se dirige a Santa María
de Oia, pueden visitarse las estructuras en piedra y ladrillo de las cetáreas, a pie de rompiente marino, en la
bajamar, se muestra el ingenio -y la necesidad- de los antiguos moradores de la
zona por obtener riqueza del mar no exenta de riesgo y trabajo duro. Las
afamadas langostas de la Guardia ya viajaban hacia Madrid a principios del siglo pasado en el “tren del
pescado” a un precio que hoy nos parece de risa.
El museo del Mar, de forma circular y almenada en el extremo norte
del malecón alberga una curiosa exposición de aparejos de pesca, marisqueo y
útiles relacionados con la tradición marinera, así como una llamativa colección
de hermosas conchas procedentes de todos los lugares del mundo. El malecón en
sí mismo, con una decoración en grafitis sobre fondo azul, es un agradable
paseo que ofrece una perspectiva diferente del pueblo.
Pero lo que nos ha traído a la Guardia es el encuentro de embarcaciones tradicionales.
Hasta ochenta barcos se han inscrito y llegado de diferentes lugares de la
geografía gallega, portuguesa, vasca, y hasta irlandesa, a esta catorceava cita
con la tradición y la construcción de embarcaciones de ribera. Al abrigo del
puerto pudieron apreciarse bateles, dornas, galeones, lanchas poveiras,
balandros y hasta tres curragh irlandeses. Presidiendo el encuentro desde el
espigón el recientemente construido “Piueiro”, con base en el puerto guardés e
impresionante aparejo en vela cangreja oliendo aún a brea y barniz. La
ceremonia de izado de velas frente a este el primero de los días, con gran
afluencia de público y tripulaciones mientras sonaban las bocinas y el viento
gualdrapeaba en la velas, fue francamente emocionante. Y es que la vela
tradicional significa para estos marineros mucho más que un pasatiempo, una
forma de practicar bricolage o ejercer el trabajo manual. La vela tradicional
es la comunión con el pasado, con nuestra historia y tradición, con una manera
lenta -que no menos intensa- de entender la vida y los trabajos asociados a
ella, con los cantos de taberna y las francachelas varoniles -en tiempos, hoy
son necesarias y bienvenidas las mujeres en todas las actividades- el trabajo
en la ribera o a bordo de las embarcaciones tratando de someter un mar bravo y
caprichoso. Construir un barco con las manos, conseguir que flote y sea “marinero”
-se clave en el mar, sea seguro y navegue ágil- es mucho más que artesanía, es
la historia del mundo, el origen del intercambio de excedentes, necesidades o ansias
de conquista de los diferentes pueblos que surcaron el Mediterráneo primero, la
costa Atlántica después o el océano hacia el Nuevo Mundo más adelante.
Sin el
conocimiento adquirido a lo largo de los siglos en estas frágiles
embarcaciones, la tenacidad y la valentía demostradas por sus tripulantes, muy
poca de la tecnología que conocemos hoy hubiera sido posible. Pensemos que la
navegación aérea es deudora de la marítima e instrumentos como el GPS basan su
orientación en la ubicación estelar, exactamente igual que hicieran fenicios,
romanos y cartagineses cuando arribaron a costas hispanas. De manera que es un
lujo poder ver de cerca estos barcos, apreciar cada detalle de sus cubiertas,
el entramado de sus cuadernas, la disposición de sus palos, la gallardía de sus
velas hinchadas de viento o el rumor monótono de los remos batiendo en el mar
mientras avanzan lentas pero seguras, afianzadas en la experiencia de los siglos
que las acreditan. Estas humildes naves procuraron sustento, transporte,
salvamento, intercambio y comunicación durante un tiempo en que la arribada del
barco al muelle suponía la conexión con la vida, o con la muerte si se trataba
de un drakar vikingo o un jabeque corsario.
Pasar junto a estas embarcaciones mientras navegan lentas
entre el puerto de la Guardia y la desembocadura del Miño frente al fuerte de
San Joao -con sus peligrosos escollos y sus temibles carronadas- es un lujo que
la organización me facilitó a bordo de una potente lancha planeadora,
patroneada por un joven marinero dedicado a la pesca de la espada en Namibia e
Islas Feroe. Con él al timón recorrimos la costa fotografiando cada embarcación
mientras sus tripulantes sonreían orgullosos a bordo, no en vano son muchas
horas y mucho amor los dedicados a ponerlas a punto. También coraje. ¿Cómo describir
si no el mostrado por los marineros irlandeses, que desde su país han bajado
remando hasta este extremo de Europa? Han vuelto. Esta vez con tres barcos y
una tripulación de gente joven comandada por uno de los participantes
originales. Aun habiendo sufrido un trágico percance que le costó la vida a Danny
Sheehy frente a la barra del río en 2016. Cuesta creer que en uno de esos
barcos de no más de ocho metros de eslora y con el impulso de los remos puedan
cubrirse los 2500 km que separan Irlanda y La Guardia. El bote -curragh, en
irlandés- que zozobró puede contemplarse hoy restaurado en el Museo do Mar de
Vigo y la epopeya que protagonizaron estos cuatro “locos” se ha llevado al cine
bajo el título The Camino Voyage. Consiguen
llevar su embarcación hasta la misma catedral de Santiago para ser bendecida y
continuar su singladura hacia el sur.
En el entorno del encuentro antiguos
oficios vinculados al mar: elaboración de cabos a partir de cáñamo,
los últimos de una estirpe que iniciaron sus bisabuelos nos muestran cómo se
cubrían las necesidades antes del plástico y los materiales sintéticos. La cestería
ofrecía una amplia variedad de patelas, cestos, y enseres cuya materia prima
era el mimbre y el oficio se adquiría con los años. Hoy, Carlinhos Cesteiro
ofrece una buena muestra de ello aunque, ay, a título decorativo.
En este encuentro se quiere rendir homenaje a la mujer y al mar, a los oficios
que ha venido desarrollando a lo largo de tanto tiempo sin reconocimiento alguno,
y sin remuneración en muchos de los casos. Las cosas han ido cambiando para
mejor aunque aún pueden y deben hacerlo más hasta lograr también la plena
igualdad en unos oficios que tradicionalmente han estado asociados al varón. Hoy
día la Patrona Mayor de la Guardia es una mujer y muchas de ellas gestionan y
explotan sus propias embarcaciones.
Por último hay que mencionar que, aunque las autoridades han
hecho acto de presencia en las carpas situadas junto al paseo, llenándose la
boca con sentidos homenajes hacia las mujeres y las embarcaciones
tradicionales, la realidad es que estas asociaciones sufragan sus gastos de su
bolsillo y, salvo excepciones -Asociación de Mariñeiros
Tradicionais San Miguel, Bouzas- la mayoría no tiene ni donde
albergar los barcos, exponerlos en un pantalán, realizar salidas divulgativas
o impartir talleres. La cultura es fundamental para crecer como sociedad. La carpintería
de ribera es cultura con mayúsculas pero no florece sola, necesita de apoyo,
cariño y medios para que llegue la sociedad.
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