Un día en Portamérica: Cara y cruz.


Nunca en la historia de la música española -al margen de estilos o tendencias- esta ha sido tan variada y original. Da igual el género que abordemos: pop, rock, flamenco, folk, clásica, electrónica, fusión, heavy…etc. En todos ellos encontraremos músicos -y músicas- jóvenes y sobradamente preparados, como rezaba aquel eslogan de los noventa. Dominan su instrumento, la composición, la puesta en escena, la producción, la relación con los medios -digitales y personales-, conocen los entresijos del negocio y la gestión de las giras. Más les vale, la “competencia” es feroz. Y entrecomillo competencia porque en realidad no es tal, al menos en los términos en que solemos entenderla: en la escena musical española no se reparten codazos por acceder a una sala o festival; compiten en calidad y propuestas. Es más, dicha escena goza de una salud envidiable entre la “hermandad”, como la han calificado los barceloneses Sidonie dedicándole una canción exitosa a toda ella: Carreteras Infinitas. Pero, ay, tal vez esa abundancia de propuestas, así como la forma de consumir música en la sociedad digital haya situado al directo como la única forma -o casi- en que los artistas tienen de llegar a su público y recibir ingresos por ello. No es momento de mencionar el daño que hace a las bandas la descarga ilegal o los magros ingresos que perciben por estar en las diferentes plataformas. Son pasado remoto las bandas de los ochenta y noventa que se quedaban tres años en su casa componiendo un álbum y viviendo de los ingresos del anterior hasta sacar el siguiente y salir de gira a defenderlo. Conclusión, si quieren pagar las facturas e intentar vivir de la música deben salir a la carretera.

Y vaya si lo hacen. En realidad no salen de ella. En el pasado las giras se limitaban al verano. Esa era la estación en que los aficionados, sobre todo en provincias, teníamos ocasión de ver a nuestros grupos favoritos y emocionarnos con ellos. Hoy día, sobre todo desde la aparición de los festivales en los años noventa (Fib, Pirineo Sur, Esparrago Rock, La Mar de Músicas, Sonorama Ribera… y así hasta el infinito) el escenario es otro. Además de las propuestas individuales que hacen las salas en todo el estado, están las diferentes plataformas que intentan con más o menos éxito tener a los músicos girando permanentemente: GPS (girando por salas), Escenarios Mahou, Radio 3… etc. De manera que los artistas deben y pueden mostrar continuamente sus propuestas a lo largo de nuestra geografía y, con el beneplácito del público, incluso salir de ella. Tal vez parte del éxito a la hora de ejecutar su repertorio radique en que están continuamente rodándolo, de sala en sala; el local de ensayo se ha trasladado al directo. Es más, muchos músicos confiesan como habituales carretera y hoteles como lugares donde inspirarse, componer y dar forma a sus canciones.

Por eso los espectadores, como eslabón final y motor de esa cadena, valoramos tanto el espectáculo que se nos brinda. Y los músicos lo saben. O deberían. El respeto debe ser mutuo y el retorno, cuando la ocasión lo propicia, generoso. No caben ya divismos, retrasos o estados tóxicos a la hora de mostrar su trabajo ante el público. Este es soberano y ha elegido ese y no otro -entre la enorme variedad de ofertas que existen- para disfrutar. Por tanto la relación debe ser, cuando menos, respetuosa. No estamos en los sesenta, ni siquiera en los noventa. Hoy provocarían hartazgo los enfrentamientos Oasis-Blur, Noel Gallagher-Liam Gallagher, los pasotes de Emy Winehouse o el mismísimo Elvis Presley si me apuran. Se tolera, aunque con malestar, que Bob Dylan de la espalda al público mientras toca o no se dirija a él en concierto. Pero es Bob Dylan y al menos en lo musical, nunca defrauda.

No fue el caso de Andrés Calamaro -fan confeso de Bob Dylan- el pasado sábado en la carballeira de Caldas de Reis. Compareció a la hora eso sí, más pienso que por exigencias de horario del festival que por iniciativa propia. Aunque no en pleno estado de forma a juzgar por la incoherencia de algunos de sus planteamientos: delegar en la banda largos solos que no contribuían a arropar sus temas si no que parecían relleno, pasarse a tocar un poco la batería, pasear por el escenario en un constante ir y venir hacia sus teclados, rellenar con pregrabados incomprensibles algunos minutos de su actuación o recitar una lista de natalicios del día que habían llamado su atención en el camerino. Pero lo peor no es esto, si no el haber recurrido a una larga lista de sus viejos éxitos esperando que el público los corease “a capela” sin otra ayuda que su memoria, él se limitaba a aparecer una estrofa más allá. Desde luego es legítimo, y gran parte del público lo esperaba a tenor de las manifestaciones de júbilo cuando abordaba Flaca, Crímenes Perfectos, o Estadio Azteca pero en general, el tono del concierto no acabó nunca de despegar y los corrillos de personas que consultaban sus móviles, viajaban al bar o hablaban sin más era constante. No es manera Sr. Calamaro de tratar a su público -entre el que me incluyo- que siente un gran respeto por sus canciones y su trayectoria. Un concierto no es una corrida a las que tan aficionado se muestra, donde esperar una tarde inspirada o que el toro dé el juego debido. Aquí el toro es siempre bravo, y usted se habría llevado cuando menos un revolcón de haber sido esta una plaza.

En las antípodas la actuación de DePedro -Jairo Zavala- que salió al mismo escenario una hora más tarde como un Vitorino, se metió al público en el bolsillo y no lo soltó hasta el tema final, en un crescendo que no fue tal porque no hubo tema menor. Todos, sin excepción, fueron ejecutados con una intensidad tal que incluso quien no los conocía, confesó haber gozado y bailado con su propuesta. Presentó en escena a Camilo Lara -Instituto Mexicano del Sonido- con quién compuso el único tema inédito de su nuevo disco “Todo va a salir bien” y a quién invitó a ejecutar uno propio. Salvo alguna despistada que prefirió charlar con su amiga o intercambiar fotos en el móvil, y para mi desgracia se situó delante, todo el personal bailó y coreó sus canciones con generosidad y entrega. Imagino que hubiera habido más de no haber sido por lo apretado del programa. Bajó además a la arena, no como impostación o para darse un baño de masas si no como una necesidad honesta de tener al público próximo y nutrirse de él. Jairo se vacía siempre.

Disfrutamos antes de la entregada actuación de Sidecars. Personalmente me sigue dejando perplejo el desparpajo, la puesta en escena, la comunión con su público, pero por encima de todo la solidez de los temas que presenta la banda, aunque no siempre sean de mi agrado: me recuerdan demasiado a Leyva -lo siento, Juancho- a la tercera canción siento que eso ya lo he escuchado antes. Aunque lo cortes no quita lo valiente y volviendo al respeto, la banda de la Alameda de Osuna no puede serlo más.

De la Puríssima hicieron una actuación correcta. Los conocía por las redes y nunca había tenido ocasión de verlos en directo. Salvan la cara aunque la banda pivota -siempre en mi opinión- demasiado sobre la cantante y líder Julia de Castro. Es cierto que su propuesta entre cupletera, cabaretera, canalla y sexualmente explícita es un soplo de viento fresco, que viene a poner un poco de desorden en un panorama políticamente correcto hasta el aburrimiento. Sus exabruptos, su reivindicación de la mala hostia como actitud en Santa Frívola o su exaltación de la promiscuidad en José Alfredo recogen el testigo de -con una banda infinitamente mejor y una puesta en escena mucho más cuidada- Pedro Almodóvar y Fabio McNamara en lo gamberro y transgresor. Que dure.




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