Tramo 1, Camino del Cid, tierras de frontera: caminar.


Si tú quieres, tengo el plan: Caminar
Salga que salga el sol
Por donde salga el sol
Que no me da
Y llegar hasta tu corazón
Salga que salga el sol
Por donde salga el sol
...
A pesar de ser una cosa que hago por vez primera en mi vida durante largas jornadas al sol, debo decir que la experiencia, a pesar de algunos sinsabores, ha sido absolutamente gratificante y he aprendido mucho de ella. Tendemos a considerar que caminar consiste en dar un paso después del otro con un destino concreto. Mi modesta experiencia ha venido a demostrarme que no es así, al menos no del todo. Esto es lo que caminar ha supuesto para mí:
Elegir el atuendo adecuado. Optar por una ropa y descartar otra. Escuchar el consejo de otros que caminaron antes que uno, procurando adaptarlos a las necesidades propias sin parecer por ello soberbio o desconsiderado: no necesito portar una cocina y un plato si no voy a cocinar; sí, en cambio, una tableta, una libreta y unos libros si voy a escribir. Comida para perros y un cuenco donde verter agua, así como útiles de aseo para él si te acompaña, parecen, en principio, necesarios. En el proceso uno debe darse cuenta, además, de que algunas cosas serán susceptibles de sufrir ajustes y mejorar así posteriores caminatas: no es necesario llevar pienso, Cody acabó comiéndose mi comida; ni un recipiente para el agua, pues bebía en el tapón de la cantimplora. En cuanto a la ropa, el sentido común junto con la rutina de lavado diario dictarán el número de prendas que uno debe llevar, considerando que cualquier exceso será transportado sobre los hombros durante largas horas y cualquier defecto obligará a vestir ropa húmeda por el sudor al día siguiente. Haya cada quien con sus necesidades. Particularmente eché de más el saco de dormir durante muchos días, aunque en una ocasión me salvó la noche. Debo sopesar ahora la necesidad de llevarlo o no en posteriores salidas. En cuanto al neceser y botiquín, creo haber acertado de pleno: usé a menudo todo cuanto llevaba. Las zapatillas de descanso, ligeras y plásticas, también fueron un buen aliado. Los pies son la herramienta y mimarlos antes y después de caminar, fundamental.
A menudo la gente me indicaba que iba demasiado abrigado para las condiciones meteorológicas reinantes -sol y calor intenso, sin llegar a ser sofocantes- caminaba vestido con un chándal de dos piezas, más camiseta y cazadora ligera sobre la chaqueta de este. Es probable que vaya abrigado, me decía, pero cuando vea a un beduino vistiendo únicamente un tanga, lo pondré yo también -os ahorro la imagen-. La ropa protege del sol y el viento. Mantiene la humedad que se genera con el sudor pegada al cuerpo sin que esta se evapore y pierdas más agua de la debida y, sobre todo, protege los hombros del rozamiento de las cinchas de la mochila. Eso sí, cuando estás con alguien, tiendes espontáneamente a guardar las distancias por temor a que perciba el olor que desprendes. Todo tiene su cruz. Por último, el paraguas. Puede resultar un tanto excéntrico llevarlo colgado a un lado de la mochila, pero aparte de su función evidente, también es útil como parasol. Una vez fijado entre la espalda y la mochila, se convierte en una aliado permanente. No hay cómo caminar a la sombra.
Pero, ¿a dónde ir? Desde luego, la cantidad de rutas a seguir es más que sobrada. La oferta de caminos y vías, señalizadas o no -hoy en día la utilidad de dispositivos como el GPS, posibilitan caminar por cualquier lugar con ciertas garantías de no perderse. Eso sí, requieren de una inversión, el móvil no basta- permiten ir por donde uno desee: caminos con legado histórico, cultural, gastronómico, religioso, etnográfico, deportivo, etc. Con servicios o sin ellos. Con meteorología suave o dura. Por carretera o senda. Las variantes son infinitas. Incluso uno puede diseñar a su antojo la que más le convenga. Si yo me he decidido por el Camino del Cid -ante ofertas consolidadas y rebosantes de servicios como el Camino de Santiago- ha sido en primer lugar fruto de la casualidad. La vida me ha traído a un lugar de Soria por donde pasa el camino y eso ha estimulado mi imaginación durante años. Por otra parte, el legado histórico y los vestigios del pasado -a menudo bien conservados- que ofrece son para mí un acicate de primer orden. Y, por último, el hecho de que sea una ruta aún muy poco transitada, donde la posibilidad de coincidir con gente que haga lo mismo es escasa. Personalmente, sería horroroso encontrar a una persona cada quinientos metros, en la misma dirección u opuesta, y verme obligado a hablar o saludar; madrugar para garantizarme el albergue al final de la etapa o compartir la experiencia con gente que, a menudo, no tiene nada que ver conmigo. La contrapartida sería la escasez de servicios: unas veces básicos como el alojamiento y otras prescindibles como el servicio de taxi que acarrea la mochila a destino. Una necesidad que valoré también fue el hecho de caminar por senderos o caminos de labor, huyendo de carreras donde el tráfico de coches y camiones impiden la comunión con el paisaje -y con el paisanaje- atravesar bosques, campos de cultivo, vías trashumantes, barrancos o pueblos, a menudo deshabitados, donde las historias salen al paso aunque uno no las busque. La posibilidad de hallar a las mismas personas durante la ruta que en el destino, compartiendo el alojamiento y las anécdotas anodinas surgidas durante el transcurso de la etapa en una suerte de endogamia colectiva, siempre me han resultado aborrecibles. Me doy cuenta de que soy poco gregario, a veces incluso, misántropo. Prefiero a la gente común con sus vidas -todas lo son- extraordinarias.
¿Caminar con la "fresca" o ya entrado el día?, ¿madrugar o trasnochar? Depende de lo que cada uno busque. Es obvio que caminar temprano es siempre más agradable: el calor no pega fuerte aún y el frescor de la mañana hace sentirse, enardecido. El cuerpo ha tenido tiempo de descansar -siempre que uno llegue a destino al mediodía- durante la tarde anterior, e incluso leer o visitar monumentos. Esta modalidad a mí me parece más bien deportiva y no es la que yo buscaba. La gente local acude al campo en las horas tempranas y se encierra en sus casas hasta que el calor remite, volviendo a salir después para regresar a su labor. Es al final de la jornada cuando acostumbran a reunirse en el bar e intercambian las impresiones de la jornada. Casi siempre aseados y relajados, los cuatro vecinos que habitan estas localidades pequeñas se mostrarán ajenos al transeúnte que está de paso y toma una caña tranquilo en una esquina. O, bien al contrario, querrán saber qué lo ha llevado allí y de donde procede para, finalmente, mostrar su orgullo porque alguien ajeno a sus costumbres y formas de vida se interese por ellas. Así, siempre tienen algo que contar. Basta escuchar. Y eso se da a la noche impidiendo, por tanto, madrugar. Nada es perfecto.
Caminar es para mí hacerlo con un destino. Con un plan preconcebido. Este será el que tire de ti cada mañana cuando las fuerzas escaseen y te preguntes qué haces allí, pudiendo estar en otra parte. Ahora bien, ese plan debe poder romperse, salirse de la ruta y poner rumbo a aquella colina achicharrada por sol que está a dos kilómetros y en cuesta, porque allí hay unas ruinas romanas o un museo etnográfico que te permitirán conocer con precisión el paisaje que transitas. A pesar de que los músculos se resientan y la cabeza intente traicionarte buscando por instinto un lugar a la sombra. Eso lo hará el perro, con muy buen criterio claro, pero las personas debemos superar adversidades como esa. Por eso estamos en ese lugar, porque tenemos necesidad de conocer, y el guion no siempre es afín a la ruta. Afortunadamente.
Caminar es equivocarse, volver a desandar lo andado; en ocasiones kilómetros porque has tomado la dirección equivocada o te has dejado influir por un paisano con el que no has acabado de entenderte. De existir la culpa, nunca sería suya. Es amargo volver y retomar la senda en el punto donde la habías dejado y considerar que, de no haber errado, estarías ya en destino, confortablemente sentado y aseado a la sombra de un árbol. Pocas veces se dio el caso.
La mochila. Es curioso lo que pasa con esta. Cuando abandonas tu hogar metes en la mochila aquello que habías decidido un poco "a la caída", procurando que quepa todo aunque sea forzando las costuras hasta el límite. El orden es un poco azaroso y los diferentes bolsos, que creías infinitos, se vuelven de repente insuficientes. Bastan apenas dos noches para que todo aquello que cargas vaya encontrando poco a poco su lugar y en un acto mecánico des con ello casi sin pensar. El caos tiende al orden de manera natural. En el fondo buscamos rutinas. Así, ese bolsillo concebido para la cartera en la cincha de la cintura, se rebela un lugar perfecto para portar la bolsita de frutos secos -que es necesario tener a mano cuando la energía baja en picado-. Si combinamos variedades de avellanas, almendras o anacardos, con ciruelas, orejones o uvas pasas, la mezcla se hará jugosa en la boca y fácil de digerir. El neceser, en lo alto, con la cremallera del botiquín rápidamente accesible: en ocasiones un buen golpe de ibuprofeno es el mejor aliado contra la fatiga articular. Además, es lo primero que se necesita al llegar a destino para el aseo, junto con las zapatillas de goma, estratégicamente colocadas en los costados. El saco de dormir al fondo, y la ropa colocada en bolsas independientes, separando la seca de la que conserva un poco de humedad por no haber secado del todo el día anterior.
Pero lo que más llama la atención de la mochila es lo más obvio. La mochila pesa. Se hace dolorosa cuando las cinchas quieren clavarse en los hombros y uno debe recolocarla a menudo con un gesto de estos. Una vez bien afirmada caminaremos sin cesar hasta el agotamiento, pero sin dolor. Lo que nos da la falsa impresión de que podríamos hacerlo siempre mientras el cuerpo aguante. No es cierto. Basta descargarla apenas unos minutos en un alto del camino para caer en la cuenta de que sin ella se avanza ligero. Un simple paseo a la fuente a recargar agua producirá la extraña sensación de que algo nos falta, que avanzamos oscilando, tan acostumbrados estábamos a esta. El camino de vuelta será ya diferente, acompasado y brioso. No es difícil establecer un paralelismo con la vida. ¿De cuántas mochilas nos cargamos a lo largo de esta?, ¿cuántas son prescindibles?, ¿cuántas irrenunciables?, ¿qué llevamos en cada una, es todo necesario? Debemos pensar que, en último término, somos nosotros y nadie más quien debe cargarlas durante un largo trayecto con final conocido. Vivir es un proceso trufado de errores y aciertos, pero sobre todo es una sucesión de decisiones sin fin. Cada uno ha de responsabilizarse de lo que carga a sus espaldas. Puede que una vez liberadas concluyamos que, aquello que creíamos imprescindible, no lo fuera tanto.
El aseo es imperativo, además de un placer insospechado. Nunca suficientemente ponderado cuando otras “prioridades” cotidianas nos despistan. Llegar a la habitación y desprenderse enérgicamente de la ropa como quien quita el papel a las magdalenas, proporciona una felicidad poco habitual. Echar a un lado botas y calcetines, camiseta y calzoncillo, poniendo rumbo al baño para dar alivio a intestinos y vejiga, se transforman de pronto en el mayor de los placeres. La ducha templada, el agua cayendo abundante sobre el cuerpo desnudo mientras realizamos unos estiramientos precarios bajo esta, casi hace olvidar el sufrimiento de la etapa. Revisamos el cuerpo. Tal vez lo encontremos más delgado o, si no hemos sido precavidos, magullado en algún punto. Llama mi atención la zona púbica –la mente relajada acostumbra a llevarnos por extraños vericuetos- preguntándome para qué sirve. Dado que mujeres y hombres la tenemos, ¿alguna utilidad tendrá? Creo recordar haber leído o escuchado que su finalidad es proteger la pelvis de molestas rozaduras o abrasiones durante la cópula. Cómo esta no es habitual dadas las circunstancias, concluyo que su propósito es hacer jabón en abundancia bajo la ducha. Secarse a conciencia. Revisar los pies aplicándoles hidratación en cantidad. Poner un apósito si fuese necesario. Vestir ropa cómoda y ligera es recuperar casi la mitad de las fuerzas, pero, ay, aún queda la colada. Sí, esa labor mecánica que en nuestro hogar realiza una máquina, ahora debemos realizarla nosotros con paciencia y diligencia. Es fundamental. Una rutina engorrosa, pero necesaria, que proporcionará las prendas que hemos de vestir al día siguiente o al otro, más o menos secas. Lavar, tender, recoger, guardar. Cada día, todos los días.
Caminar ha de ser necesariamente superar las adversidades. Negociar con la fatiga, con la meteorología -que no con el tiempo, este es una convención- si llueve, pondremos el chubasquero y abriremos el paraguas, si hace viento aferraremos el sombrero y nos inclinaremos frente a él, si hace sol o calor trataremos de protegernos el cuerpo y el rostro, si escasea el alojamiento o este no es como esperábamos, debemos acomodarnos sin protestar -el cansancio es un gran aliado para eso-, si, en cambio, el lugar es estupendo y supera con creces nuestras expectativas, gocemos, usémoslo todo. Quién sabe lo que el camino nos deparará mañana. Adaptarse. La parábola del roble y el junco es esclarecedora: "no siempre el más fuerte aguanta mejor los contratiempos, sino el que mejor se adapta".
Caminar es nutrirse, considerar el cuerpo como un motor que consume energía y elabora pensamientos con todo lo que escucha y ve. Creo en intervenir lo justo, si acaso para que me cuenten más -¡yo ya sé quién soy, o debería!- el que me interesa es el otro, aquello que tenga que decirme o aportarme; no es preciso estar de acuerdo o en desacuerdo cuando se está en compañía, el intercambio simple de información es un lujo propio y exclusivo -a un alto nivel de expresión- de nuestra especie, aunque no siempre lo valoremos lo suficiente. Para hablar con uno mismo ya está la ruta. Constituye un ejercicio enriquecedor, moler una y otra vez las mismas ideas, dejarlas a un lado y retomarlas más adelante, otro día; no hace falta buscarlas, ellas solas brotarán de nuevo como las setas bajo los pinos. No hay pensamiento menor, al fondo reside uno, es nuestro espacio inmaterial, nuestro yo más íntimo, ese con el que estamos en conflicto permanente. Mientras avanzamos nos mostramos tal cual, al fin y al cabo, sólo estamos nosotros.
Caminar solo es demostrarse a uno mismo de lo que puede llegar a ser capaz. Encontrar en ti fuerza y estímulo cuando los músculos se resienten y las articulaciones parecen querer estallar a cada paso. Cuidar de uno mismo y ser consciente de que nadie acudirá en tu ayuda si estás en un contratiempo. Caminar a tu paso, sin verse forzado a seguir el de otro o negociar dirección, horario y destino. Caminar para dentro, dedicando el tiempo a inquietudes, ideas, abstracciones y fantasías sin cuento mientras se avanza. Bien mirado, ¿cuán a menudo estamos a solas con nosotros mismos? Por grande que sea la comunión con el otro, nunca será como estar con uno. Además, el hecho de ir acompañado imposibilita o merma la posibilidad de interactuar con quien nos encontremos; siempre se formará una burbuja de aislamiento entre nosotros y los demás, impidiendo ese precioso regalo que es conocer y contrastar otras formas de vida y pensamiento, tan diversos y ricos como las personas que habitan los paisajes por los que caminamos. Es fácil así abandonar la zona de confort y darse a los demás. Lo que se recibe a cambio es multiplicado, a poco que estemos dispuestos a escuchar.
Dado que, como indicaba al principio, realizaba esta actividad por vez primera, tuve además la impresión extra de cuando realizas algo nuevo, diferente a todo lo que habías hecho hasta entonces, enfrentando situaciones desconocidas y poniendo a prueba organismo e instinto. Vinieron a mi mente sensaciones similares de otras épocas y otros ámbitos -no necesariamente agradables en su conjunto- el recuerdo del desamparo cuando retornaba al internado tras las vacaciones de verano; la emoción de flotar y avanzar sobre una piragua una vez lograba no caerme; el estremecimiento de compartir el cuerpo desnudo de una mujer con el mío; el sobresalto al sentir el viento en las velas con intensidad repentina y saber que puedes gobernar el velero; la sacudida impetuosa del caballo al trote camino del establo; la tristeza sin fin de la primera muerte en la vida; la mezcla de felicidad absoluta y terror al sostener a tu hija en brazos al nacer… Nada es igual que la primera vez.
No deberíamos caminar sin tener en cuenta a quienes lo hicieron antes. Sus aportaciones, pero sobre todo sus emociones desde los mismos lugares que recorremos ahora, dan sentido cabal y ponen de manifiesto que hay infinitas maneras de ver los mismos paisajes desde inteligencias, a menudo brillantísimas y ricas: Ramón Menéndez Pidal recorrió estas tierras con su mujer durante su viaje de bodas. Eminente historiador y lingüista experto en el legado cidiano, es imprescindible a la hora de comprender el entorno y su huella. Antonio Machado destiló en su poesía cada cerro, cada cielo y cada campo de los que nos rodean al avanzar, poniendo en ello su alma y dando al paisaje dimensión humana. Per Abbat -copista o autor, no me incumbe a mí dilucidarlo- del Cantar del Mío Cid aporta el ensueño de caminar mil años más tarde por la ruta que siguiera el héroe, villano, rebelde o leal servidor de reyes, que todo eso y más fue Rodrigo Díaz. La obra es un poema épico ambientado en una época concreta y convulsa, que trasciende la literatura para pasar a formar parte de nuestro imaginario emocional. Richard Fletcher, historiador, hispanista y medievalista inglés que estudió las obras de Menéndez Pidal y Per Abbat para ofrecer su propia visión del personaje del Cid desde una óptica personal, rigurosa y admirable. En definitiva, tantos autores, a menudo extranjeros, que han sabido ver con distancia nuestro país y sus costumbres, dándonos pistas sobre nosotros mismos que con frecuencia ignorábamos: Richard Ford -el viajero decimonónico, no el escritor estadounidense contemporáneo-, Paul Laverty, Ken Loach, Robert Capa, Gerda Taro, Paul Preston, Gerald Brenan, Anna Huntington -escultora e hispanista, esposa de Archer Huntington, presidente de la Hispanic Society of America en Nueva York – George Sand… Y tantísimos otros hacen necesario ilustrarse, preferiblemente antes -los libros pesan-, de emprender camino.
Caminar, en fin, como actividad para la que estamos fisiológicamente diseñados y hemos conquistado el planeta de esa manera. Ver la sombra de uno mismo proyectada sobre la tierra, siendo consciente de que se es, acompasando el ritmo de los pasos con los bastones, los latidos del corazón y los pensamientos. Fluir, no concentrarse en cosa alguna, salvo las rayas blanca y roja del camino que un paso siga al anterior…
Soy hijo del camino,
La caravana es mi patria y mi vida,
El más incierto de los destinos.
...
Amin Maalouf. León, el africano.


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