Sad Hill

Resulta conmovedor certificar los anclajes de la memoria. Aquellos lugares que nos evocan sensaciones, que nos regresan a emociones que un día tuvimos, o nos devuelven de manera fulminante a nuestra infancia y adolescencia, cuando abandonábamos la sala de cine del barrio más próximo soplando el extremo de una pistola imaginaria o nos liábamos a patadas y golpes con las manos frente a nuestros amigos, tratando de imitar las posturas de kárate de aquel lejanísimo oriente de la infancia. Así, transitando por los márgenes de carreteras sin aceras, atravesando calles sin asfaltar, llenas de baches con charcos enormes donde se reflejaba la luz de las escasas farolas y refulgían manchas irisadas de gas-oíl, donde te asaltaba una vaharada insoportable que te obligaba a contener el aliento mientras pasabas junto a la fábrica de harina de pescado, o sorteabas la vía del tren a través de una rotura en la valla de alambre; de esa manera digo, llegábamos de nuevo a nuestras casas de barrio obrero de mitad de los años setenta: exultantes, henchidos de la "Pasión de los Fuertes", a lomos de caballos imaginarios que recorren praderas infinitas, o sobre briosos bergantines saltando entre las olas rumbo a Alaska; o bien, disputando un duelo a tres rodeados por las tumbas de un viejo cementerio dispuesto en torno a nosotros; aunque también desesperanzados por tener que despedirnos para volver a la realidad cotidiana de nuestras familias, e impacientes por vernos al día siguiente para revivir la historia que nos había mostrado la pantalla a oscuras. Aquella vida imaginaria, más real para aquellos chicos de barrio que la vida misma que vivíamos entonces, habría de acompañarnos al menos durante toda la semana: en el patio del recreo, en el aula -el margen de las libretas se llenaba de árboles del ahorcado, pistolas y ponchos-, en el descampado al salir de clase, entre persecuciones furiosas sobre colinas de cascotes,...hasta el domingo siguiente, cuando volveríamos de nuevo al cine y una nueva ficción suplantaría a la anterior.

Este era el mundo de "el Bueno, el Feo y el Malo", el imaginario de Sergio Leone y Ennio Morricone, de Elli Wallach, Clint Eastwood y Lee Van Cleef: una guerra, un tesoro enterrado en un lugar desconocido y tres tipos dispuestos a hacer lo que fuera por recuperarlo, esto es, Sad Hill: un mundo de cartón-piedra sí, pero más que real que cualquier otra cosa en nuestros corazones, hoy adultos.

Es por eso que estar aquí, en las montañas de Santo Domingo de Silos, un primero de Noviembre -¡en un cementerio de ficción!-, en el lugar donde todo se forjó hace más de cincuenta años, te transporta sin querer a la niñez y te permite reencontrarte de nuevo con el chaval que fuiste, transitando entre tumbas, corriendo detrás de un tesoro que, ay, ahora lo sabes, era tu inocencia. Es descubrir que tu memoria es la de miles de personas que vivieron aquello de la misma manera que tú, en otros lugares del planeta, que posiblemente se emocionaron igual que tú, que sintieron el calor, el sudor y el miedo que siente Tuco cuando se ve obligado a ponerse la soga al cuello -"es como si el diablo te mordiese en las nalgas"- y escucharon de fondo el sonido de las cigarras en la tarde inclemente del verano, o el aullido de los lobos que se inventa Morricone en los coros de su recreación del sonido del Oeste. Descubres que ese lugar forma parte de la memoria colectiva de varias generaciones, que está bajo tus pies, y desearías por unos instantes ponerte a un lado en el círculo, echarte el poncho sobre el hombro izquierdo, fruncir el ceño y volver a mirar a tus amigos de entonces como lo hicieras de niño, recreando en el descampado de tu barrio la escena del viejo cementerio.

Saltar las barreras del espacio y el tiempo, dar a la ficción carácter de realidad y transformar vidas y espacios ajenos en los propios sin que medien diferencias de cultura, idioma o condición social, es lo que consiguen los creadores de "el Bueno, el Feo y el Malo". 

Recuperar ese espacio, ese lugar, ese instante para la memoria de todos nosotros -en un alarde de inconsciencia y puro impulso emocional- es lo que han logrado desde la Asociación Cultural Sad Hill (Burgos) y ha documentado de manera precisa Guillermo de Oliveira en su película "Desenterrando Sad Hill".

Entoces, citando a el Rubio (Clint Eastwood): "el mundo se divide en dos categorías, los que tienen el revolver cargado y los que cavan". Estos muchachos de Burgos han cavado, ¡Y de qué manera!

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